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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

Expediente 64 (22 page)

BOOK: Expediente 64
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Carl sacudió la cabeza. No tenía nada que ver con el hombre que su padre adoraba y de quien Carl aprendió tanto.

—Eso es mentira, Ronny. Los peces estaban recién pescados, y tu padre no había bebido, lo pone con total claridad en el informe de la autopsia. ¿Por qué dices esas chorradas?

Ronny arqueó las cejas y masticó lo que tenía en la boca antes de responder.

—Eras un crío entonces, Carl. Solo veías lo que querías ver. Y me da la sensación de que sigues siéndolo. Si no quieres oír la verdad, paga y lárgate.

—Bueno, pues cuéntamela. Cuéntame cómo mataste a tu padre y cómo te ayudé yo.

—No tienes más que pensar en los pósteres que tenías en tu habitación.

¿Qué cojones de respuesta era aquella?

—¿Qué pósteres?

Ronny rio.

—No irás a hacerme creer que
yo
lo recuerdo y tú no.

Carl aspiró hondo. El alcohol había provocado a su primo lesiones cerebrales.

—Bruce Lee, John Saxon, Chuck Norris.

Dio un par de golpes de kárate en el aire.

—¡Bum, bum!
Enter the Dragon
.
Fist of Fury
. Esos pósteres, Carl.

—¡¿Los pósteres de kárate?! Los tuve poco tiempo. Para entonces hacía años que los había quitado. ¿Adónde quieres ir a parar?

—¡JEET KUNE DO! —gritó de repente, y el bacalao salió volando de su boca y a los clientes más cercanos estuvieron a punto de caérseles las tazas de la mano—. Era tu grito de guerra, Carl. Aalborg, Hjørring, Frederikshavn, Nørresundby. Si daban una de Bruce Lee en alguno de esos sitios, allí ibas tú. ¿No te acuerdas, tío? En cuanto pudiste ver las prohibidas para menores, allí estabas siempre frente a la taquilla. Así que no puede haber sido hace
tanto
tiempo, ¿no? Por lo que recuerdo, el límite eran dieciséis años, y cuando murió mi padre tenías diecisiete.

—¿De qué cojones hablas, Ronny? ¿Y eso qué tiene que ver?

Su primo volvió a inclinarse sobre la mesa.

—Tú me enseñaste a golpear con el canto de la mano. Y cuando viste a las chicas en la carretera, ya no miraste atrás. Fue entonces cuando le di un golpe en el cuello. No muy fuerte, con una fuerza intermedia, como me habías dicho que había que hacer si no querías romper el cuello al personal. Me había estado entrenando con las ovejas de la granja. Así que apunté a la yugular, le largué el golpe y después le di una coz, ¡así!

Carl vio que el mantel se estiraba en el extremo. ¡El muy capullo estaba haciendo una demostración!

—Échate atrás, que no quiero que escupas bacalao a mi ropa —lo amonestó—. ¿Sabes una cosa, Ronny? Eso no es verdad ni por el forro, ¿por qué dices esas pijadas? Me despedí de tu padre y nos marchamos los dos juntos. ¿Estás tan traumatizado por tu padre que tienes que inventarte una mentira así para poder seguir viviendo? Qué bajo has caído.

Ronny sonrió.

—Tú mismo. ¿Quieres postre?

Carl hizo un gesto negativo.

—Si vuelvo a oírte hablar de aquel accidente como lo has estado haciendo, por mis cojones que te vas a enterar de lo que es «Jeet Kune do».

Después Carl se levantó, dejando al pobre hombre con los restos de su pescado y seguro que devanándose los sesos en busca de un modo de largarse sin pagar.

Aunque se quedaría sin postre.

—Que subas al despacho de Marcus Jacobsen —le dijo el agente de la entrada cuando regresó.

Como me eche una bronca, me voy a mosquear, pensó mientras subía las escaleras.

—Iré al grano, Carl —hizo saber Marcus incluso antes de que hubiera cerrado la puerta del despacho—. Y te ruego que me digas la verdad. ¿Sabes quién es Pete Boswell?

Carl arrugó el entrecejo.

—No, no me suena de nada —admitió.

—Esta tarde hemos recibido una llamada anónima en relación con el cadáver de Amager.

—Bien. No me gustan las llamadas anónimas. ¿Qué ha dicho?

—Que la víctima es un inglés. Pete Boswell, de veintinueve años, negro de ascendencia jamaicana. Desapareció en otoño de 2006. Se alojaba en el Hotel Triton y trabajaba en una empresa comercial registrada como Kandaloo Workshop. Comercia con objetos artísticos y muebles de India, Indonesia y Malasia. ¿No te dice nada?

—Ni de lejos.

—Pues es raro que quien llamaba haya dicho que tú, Anker Høye y Pete Boswell teníais una cita el día que desapareció.

—¿Una cita?

Carl sintió que arqueaba las cejas.

—¿Por qué diablos iba yo a tener una cita con un hombre que importa muebles y baratijas? Joder, tengo los mismos muebles desde que me mudé al chalé adosado. No puedo permitirme tener muebles nuevos, y si quiero algo nuevo me voy a Ikea como todo el mundo. ¿Qué coño es todo esto, Marcus?

—Sí, también yo me lo pregunto. Pero ya veremos. Las llamadas anónimas raras veces son fenómenos puntuales —admitió.

Ni una palabra sobre la inoportuna interrupción de la reunión por parte de Carl.

18

Agosto de 1987

Gitte Charles era como un cuadro que en otra época entusiasmaba a su creador y ahora colgaba de una escarpia en el sótano de un marchante, con la firma borrada. En Thorshavn solo su apellido la había hecho sentirse especial, y de adolescente se prometió a sí misma que si alguna vez en su vida aparecía algún pretendiente, ella no iba a perder su apellido. La niña que se llamaba Gitte Charles era una chica fuerte y erguida, y en el recuerdo de Gitte aquella niña era firme como una roca. Todo lo ocurrido en el entretanto no merecía mención.

Cuando un padre va a la quiebra y te abandona, el mundo se desmorona y las grandes expectativas se desvanecen; así era como se sentían Gitte, su madre y su hermano pequeño.

En Vejle encontraron un sustituto seguro, aunque poco agradable, de su antigua vida en un piso que no tenía vistas ni al puerto ni al mar, y pronto los tres miembros de la familia, sin preocuparse de los demás, iban cada uno por su lado. Desde que tenía dieciséis años, y habían pasado treinta y siete desde entonces, no había visto ni a su madre ni a su hermano, y estaba más que satisfecha de ello.

Menos mal que esos dos no saben qué vida tan miserable llevo, pensó Gitte Charles, y dio una calada más profunda al cigarrillo. Llevaba desde el lunes sin beber nada, y estaba a punto de enloquecer. No porque tuviera dependencia del alcohol, que no la tenía, para nada. Pero ese pequeño placer, esa brisa que le atravesaba el cerebro y el picor momentáneo de la lengua la sacaban de aquella especie de nada. Y si tenía dinero, que no era el caso, a fin de mes, una sola botella de ginebra podía convertir un par de días en algo glorioso. No necesitaba más, así que no era alcohólica, no. Solo estaba un poco triste.

Consideró la idea de ir en bici hasta Tranebjerg y ver si quedaba algún anciano de los tiempos de la ayuda a domicilio que tuviera un buen recuerdo de ella. Tal vez un café, al que después podría acompañar una copita de vino de cerezas, oporto o licor.

Cerró los ojos y casi lo saboreó.

Sí, solo una copita de algo le bastaría para poder esperar al cheque de la asistencia social. Era una putada que pasara tanto tiempo entre uno y otro.

Había intentado que le pagaran la ayuda de forma semanal, pero los asistentes sociales ya habían pillado el truco. Si le pagaban una vez por semana, a los pocos días iba a estar con los bolsillos vacíos y la mano extendida, mientras que si le pagaban una vez al mes solo la veían a finales de mes.

Puras medidas prácticas, ya se daba cuenta. Tampoco era ninguna tonta.

Miró los campos y vislumbró a lo lejos el coche del correo avanzando a paso de tortuga desde la iglesia de Nordby por Maarup Kirkevej. En aquella época del año no había mucha actividad en la isla. Los turistas se habían ido, los hermanos que eran dueños de casi todo en la isla se habían refugiado en sus centros de maquinaria agrícola, y el resto solo esperaba al telediario y a que llegara la primavera.

Llevaba casi dos años viviendo en aquel anexo a una granja cuyo propietario nunca tenía contacto con ella. Era una vida solitaria, pero Gitte estaba acostumbrada. Constituía, en muchos sentidos, el paradigma de una isleña. Los años pasados en las islas Faroe, en Sprogø y ahora en Samsø habían sido mucho mejores que los que vivió en grandes ciudades, donde la gente se pisa los talones, pero no tiene relación con los demás. No, las islas estaban hechas para gente como ella. Allí se controlaba mejor todo.

El coche del correo se detuvo en el patio de la granja, y el cartero salió con una carta. El granjero no solía recibir correo a menudo. Era de los que les basta con la publicidad del súper de Maarup, y sus conocidos habían actuado en consecuencia.

Gitte se quedó asombrada. ¿El cartero había metido la carta en su buzón? ¿Se habría equivocado?

Cuando el coche partió se arrebujó en la bata, fue al buzón en zapatillas, a pasitos cortos, y abrió la tapa del buzón.

La dirección estaba escrita a mano, y hacía años que no recibía una carta así.

Aspiró hondo por la emoción, dio la vuelta al sobre y sintió que la sorpresa y el asombro oprimían su diafragma como una losa. «Nete Hermansen», ponía.

Leyó el nombre del remitente varias veces, y después se sentó a la mesa de la cocina y buscó a tientas unos cigarrillos. Estuvo un buen rato mirando la carta, y trató de imaginar su contenido.

¡Nete Hermansen! Qué lejos quedaba aquella época.

A finales del verano de 1956, justo seis meses después de cumplir Gitte veintidós años, tomó el barco postal de Korsør a Sprogø con la cabeza llena de expectativas, pero en realidad sin saber mucho sobre el sitio que iba a ser su hogar durante varios años.

Había consultado con el jefe de servicio de Brejning para saber si podía ser un lugar adecuado para ella, y él la observó con sus recias gafas de concha, y sus ojos, siempre cálidos y sabios, la miraron de un modo que hablaba por sí solo. Le dijo que una chica joven, sana y natural como ella no podía hacer más que el bien en un lugar así; y en eso quedaron.

Gitte tenía experiencia con retrasados. Algunos podían ser bastante tercos, pero la inmensa mayoría eran fáciles de tratar. Se decía que las chicas de aquella isla no eran tan tontas como las que había en su departamento de Brejning, y eso le parecía bien.

Estaban todas en grupo en el muelle, con sus largos vestidos a cuadros, sonrientes y saludando con la mano, y Gitte solo pensó que tenían el pelo feo y que sus sonrisas eran demasiado amplias. Después se enteró de que a la mujer a la que debía relevar la odiaban. Que las chicas habían contado los días que faltaban para que llegara el barco postal y se la llevara.

Tal vez se debiera a eso que la recibieran con abrazos y palmadas por todo el cuerpo.

—¡Oooh, me gustas mucho! —exclamó una chica que era el triple de corpulenta que las demás, mientras apretujaba a Gitte, que tuvo cardenales en el cuerpo durante varios días. Se llamaba Viola, y sus maneras espléndidas iban a resultar excesivas.

Así que era esperada y bienvenida.

—Veo por la documentación de Brejning que te gusta decir que eres enfermera; has de saber que no voy a apoyar esa denominación, pero tampoco voy a protestar si sigues llamándote así. Aquí no hay personal titulado, así que tal vez pudiéramos mejorar un poco el trabajo, si es que el resto de las funcionarias piensan que eres un buen modelo a seguir. ¿Te parece bien?

En las dependencias de la directora no hubo sonrisas, pero al otro lado de la ventana, en el patio, había un grupo de chicas partiéndose de risa y dirigiéndole miradas furtivas. Parecían espantapájaros con el pelo a lo paje, todas apretadas unas a las otras y haciendo muecas.

—Tus papeles están bien, pero has de saber que tu pelo largo puede despertar necesidades no deseadas en las chicas, así que voy a pedirte que lo recojas en una redecilla cuando estés con ellas.

»Me he ocupado de que tu cuarto esté limpio y preparado, y espero que en adelante te encargues tú de esos menesteres. Aquí somos más limpias y escrupulosas con esas cosas que en el sitio de donde vienes, para que lo sepas. Siempre ropa limpia, también las chicas, y la higiene matutina es obligatoria.

Hizo un gesto con la cabeza a Gitte y esperó a que ella correspondiera. Y lo hizo.

La primera vez que reparó en Nete fue cuando, horas más tarde, atravesó el comedor de las chicas para ir al de las funcionarias, que se encontraba justo a continuación.

La chica estaba sentada al lado de la ventana mirando al agua, como si fuera lo único que existía para ella. Ni las otras chicas sentadas a su alrededor voceando, ni la gran Viola que dio a Gitte la bienvenida a gritos, ni la comida de la mesa parecían distraerla de aquel estado de calma total. La luz le daba en el rostro y creaba sombras que parecían proyectar hacia el mundo sus pensamientos más íntimos, y ya en aquel breve instante fascinó a Gitte.

La directora fue presentando a Gitte a las chicas, que aplaudían, saludaban con la mano y gritaban sus nombres señalándose con el dedo. Solo Nete y la chica que se sentaba frente a ella reaccionaron de otro modo. Nete giró la cabeza y miró a Gitte a los ojos, como si hubiera una coraza que atravesar; y la chica de enfrente le dirigió una mirada traviesa que se deslizó arriba y abajo por el cuerpo de Gitte.

—¿Cómo se llama la chica silenciosa que estaba sentada junto a la ventana mirando el mar? —preguntó después, cuando se sentó a la mesa con las funcionarias.

—No sé a quién te refieres —respondió la directora.

—La que estaba sentada frente a la chica provocativa.

—¿Frente a Rita, quieres decir? Ah, entonces te refieres a Nete —aclaró su vecina de mesa—. Siempre se sienta ahí en el rincón mirando el mar y las gaviotas. Pero si crees que es una chica silenciosa, estás muy equivocada.

Gitte abrió la carta de Nete Hermansen y la leyó mientras el temblor de sus manos arreciaba. Cuando llegó a la parte en que Nete decía que iba a donar a Gitte diez millones de coronas, se quedó jadeando y tuvo que apartar de sí la carta. Anduvo un buen rato de un lado para otro en la pequeña cocina, sin atreverse a mirarla. En su lugar alineó las latas de té, pasó la bayeta por la mesa y se secó sin prisa las manos en las caderas antes de volver a bajar la vista. Diez millones de coronas, ponía. Y algo más abajo, que adjuntaba un cheque. Agarró el sobre y comprobó que era verdad. No lo había visto la primera vez.

Luego se dejó caer sobre la silla y observó la estancia desvencijada con labios trémulos.

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