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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

Expediente 64 (34 page)

BOOK: Expediente 64
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—D-desde que estuvo el policía local n-no ha entrado n-nadie —informó la mujer, enderezando la colcha. Como si valiera para algo.

—Bonitos carteles —opinó Assad, señalando las fotos de chicas de
Rapport
que había en las paredes.

—Sí, son anteriores a la silicona, a la maquinilla de afeitar para mujeres y a los tatuajes —gruñó Carl, mientras agarraba un montón de papeles mezclados que estaban en una huevera llena de bolas de rodamiento.

Era muy difícil de creer que alguno de aquellos montones desordenados fuera a dar información sobre el paradero de Tage Hermansen.

—¿Habló Tage alguna vez de alguien llamado Curt Wad? —preguntó Assad.

Ella sacudió la cabeza.

—Ajá. ¿De quién solía hablar? ¿Lo recuerda?

La mujer volvió a sacudir la cabeza.

—De n-nadie. Sobre todo hablaba de Kreidler-Florets, Puchs y SCOs.

Assad no comprendía.

—Son marcas de motocicletas, Assad. Bruuum, bruuum, ya sabes —explicó Carl haciendo girar unos aceleradores imaginarios. Después continuó—: ¿Dejó Tage algo de dinero?

—Ni una c-corona, no.

—¿Tenía enemigos?

La mujer rio y le sobrevino un ataque de tos. Tras toser bien y secarse los ojos, dirigió a Carl una mirada elocuente.

—Usted ¿qu-qué cree?

Fue señalando la estancia.

—Esto n-no es exactamente un p-palacio, ¿verdad?

—Bueno, sería deseable que hubiera hecho algo al respecto, pero no ha pasado gran cosa desde entonces, así que no puede haber sido la causa de su desaparición, ¿verdad? ¿Se te ocurre algún motivo, Mette Schmall?

—N-ni uno.

Carl vio que Assad echaba un vistazo a las páginas centrales de
Rapport
. ¿Estaría pensando llevárselas a casa?

Se volvió y vio un sobre que le enseñaba Assad.

—Estaba colgado de la pared.

Assad señaló un alfiler clavado en la placa de pladur, justo encima de una de las chicas desnudas.

—Ya ves, entonces, el agujero. Han sujetado el sobre con dos alfileres, mira.

Carl achicó los ojos. Si Assad lo decía, sería verdad.

—Uno de los alfileres se ha salido, y el sobre se ha metido detrás del póster, suspendido aún del otro alfiler.

—¿Qué le pasa a ese sobre? —preguntó Carl, tomándolo.

—Bueno, está vacío, pero mira el remitente —respondió Assad.

Carl leyó.

—Pone «Nete Hermansen, Peblinge Dossering 32, 2200 Copenhague N».

—Ya. Ahora dale la vuelta y mira el matasellos.

Lo hizo. Estaba algo borroso, pero se podía leer.

«28/8/1987», ponía. Solo una semana antes de la desaparición de Tage.

No era seguro que significara nada, porque como era natural siempre solían encontrarse efectos correspondientes al período justo anterior a la desaparición de su dueño. ¿Dónde se había visto que por si acaso la gente tirara las cosas datadas justo antes de desaparecer? A no ser que tuviera algún objetivo concreto. Tal vez incluso saber que iba a desaparecer.

Carl miró a Assad. Por su mente estaban pasando mil ideas, era evidente.

—Llamaré, o sea, a Rose —balbuceó Assad mientras tecleaba el número—. Tiene que saber lo del sobre, punto.

Carl hizo una panorámica por el taller. Si había un sobre, tenía que haber una carta. Tal vez estuviera escondida tras los carteles, tal vez debajo de la cama o en la papelera. Tendrían que registrarlo todo más a fondo.

—Por cierto, ¿sabes quién es esa Nete Hermansen, Mette Schmall? —preguntó.

—No. P-pero debe de ser alguien de la f-familia, por el ap-pellido.

Tras una hora de búsqueda infructuosa en los restos de Tage y tres cuartos de hora atravesando Fionia volvieron al enorme puente que une Fionia con Selandia, cuyos pilones casi atravesaban las nubes.

—Ahí está otra vez esa isla de mierda —comentó Assad señalando hacia Sprogø, que aparecía ante ellos entre la niebla.

La contempló un rato en silencio, y luego se volvió hacia Carl.

—¿Qué hacemos si Herbert Sønderskov y Mie Nørvig siguen sin estar en casa, Carl?

Carl observó la isla mientras pasaban al lado. Parecía un lugar pacífico, allí, en medio del puente, al que daba apoyo. El faro, que se erguía blanco en la verde colina, los bellos edificios amarillos a su arrimo, los prados verdes y los indómitos matorrales.

La antesala del infierno, la había llamado Rose, y Carl notó de pronto que la maldad se colaba por encima de los quitamiedos y que los fantasmas del pasado tenían el alma herida y cicatrices en su vientre estéril. ¿El Estado danés había aprobado, e incluso incitado, aquel tipo de intervenciones realizadas por médicos titulados y personal de asistencia? Era difícil de comprender. Claro que… La verdad es que se sabía de parecidas diferencias extremas de tratamiento en la Dinamarca actual. Solo que por lo visto no habían madurado aún como para llegar a ser escándalos.

Sacudió la cabeza y apretó el acelerador.

—¿Qué era lo que decías, Assad?

—Que a ver qué hacemos si Herbert Sønderskov y Mie Nørvig siguen sin estar en la casa.

Carl se volvió hacia él.

—En ese caso, supongo que seguirás teniendo la navaja donde la tenías antes.

Assad hizo un gesto afirmativo; así que estaban de acuerdo. Ahora sí que iban a mirar en los archivos y ver de qué iba el caso Hermansen, al que se había referido Mie Nørvig. Con orden de registro o sin ella; de todas formas, no se la iban a conceder, aunque lo intentaran.

Sonó el móvil de Carl, que encendió los altavoces.

—Hola, Rose. ¿Dónde estás? —preguntó.

—Cuando ha llamado Assad he ido a Jefatura; por lo menos es más emocionante que estar en Stenløse mirando a las musarañas. Y he investigado algo el caso —dijo con voz excitada—. Y vaya si me he sorprendido. Imagínate, hay una Nete Hermansen que vive en esa dirección de Nørrebro; qué guay, ¿no?

Assad levantó el pulgar en el aire.

—Ya veo. Pero será una señora mayor, ¿no?

—Eso no lo he averiguado todavía, pero veo que ha estado registrada en esa dirección como Nete Rosen. Bonito apellido, ¿verdad? Igual debería pensar en comprarlo. Así me llamaría Rose Rosen, ¿a que suena bien? A lo mejor la señora podría adoptarme. Es imposible que sea peor que mi madre.

Assad rio, y Carl se abstuvo de hacer comentarios. Oficialmente, no sabía nada de la vida privada de Rose. Si trascendía que había estado fisgando en su vida por medio de su verdadera hermana Yrsa, las cosas iban a ponerse feas.

—Bien, Rose. Esa información la analizaremos luego. Mientras tanto, comprueba los datos que tenemos de ella, ¿vale? Ahora nos dirigimos a Halsskov, para ver los archivos de Nørvig. ¿Alguna novedad por ahí?

—Sí, ahora controlo mejor las aventuras y desventuras de Curt Wad, porque me he puesto en contacto con un periodista, Søren Brandt, que tiene mucha información sobre ese partido tras el que está Curt Wad.

—¿Ideas Claras?

—Sí. Pero me parece que en su vida privada no ha sido todo tan claro. Desde luego, no es un señor agradable. Ha habido a lo largo del tiempo muchas denuncias, pero ninguna condena, aunque parezca increíble.

—¿A qué te refieres?

—A varias cosas, pero todavía no he estudiado los casos. Søren Brandt va a enviarme más material. Mientras tanto, estoy revisando viejos expedientes; y deberíais estarme agradecidos, porque no es ni por el forro un trabajo de mi gusto.

Carl asintió en silencio. Tampoco del suyo.

—En cuanto a Curt Wad, se menciona un antiguo caso de violación, que fue sobreseído. Después hubo tres casos llevados por abogados de oficio. En 1967, 1974, y el último en 1996. Lo han denunciado varias veces por declaraciones racistas. Denunciado por incitación a la discriminación, denuncia por violación del derecho a la propiedad privada, varias denuncias también por injurias. Todas ellas sobreseídas, y solo unas pocas con suficiente fundamento, en opinión de Søren Brandt. La causa de sobreseimiento solía ser falta de pruebas.

—¿Lo han acusado de homicidio?

—No directamente, pero de manera indirecta, sí. Acusaciones de abortos forzados en varios casos. ¿Eso no es homicidio?

—Bueeeno, tal vez. Desde luego, es una circunstancia agravante si la mujer no estaba de acuerdo.

—Ya. Pero sea como sea, el caso es que tenemos delante a un hombre que durante toda su vida ha establecido una diferencia clara entre los denominados subhumanos y los buenos ciudadanos. Un hombre competente cuando la buena gente sin hijos le pedía ayuda; y todo lo contrario si acudían a él lo que denominaba subhumanos con sus problemas de embarazo.

—Porque ¿qué ocurría entonces?

Carl había recibido de Mie Nørvig insinuaciones que tal vez fueran a tomar cuerpo ahora.

—Pues eso, que no ha habido ninguna sentencia, pero la Dirección de Sanidad ha estado varias veces en su consulta para ver si había extraído fetos a mujeres embarazadas sin su aprobación ni conocimiento.

Carl notó que Assad se removía en el asiento de al lado. ¿Quizá alguna vez se habían atrevido a llamarlo subhumano?

—Gracias, Rose. Seguiremos hablando cuando volvamos a Jefatura.

—Otra cosa, Carl: uno de los seguidores de Ideas Claras, un tal Hans Christian Dyrmand, de Sønderborg, se ha suicidado. Así es como me he puesto en contacto con ese periodista, Søren Brandt. Escribió en su blog que en principio podría haber relación entre lo que hacía Curt Wad en su época y lo que hacía Dyrmand.

—Cabrón de mierda —soltó Assad; lo que, viniendo de él, no era poco.

Encontraron la casa de Halsskov tan vacía como por la mañana, así que Assad se palpó el bolsillo e iba ya camino del jardín trasero cuando Carl lo detuvo.

—Espera un poco, quédate en el coche, Assad —indicó, y se dirigió hacia el bungaló del otro lado de la carretera.

Mostró su placa de policía, y la mujer la miró, asustada. A veces solía ocurrir; otras veces escupían encima.

—No, no sé dónde están Herbert y Mie.

—¿Tal vez tienen trato con ellos?

Aquello la hizo salir un poco de su reserva.

—Sí, sí, somos buenos amigos. Jugamos al
bridge
cada quince días, y cosas así.

—¿Y no tiene ni idea de dónde pueden encontrarse? ¿Vacaciones, hijos, casa de veraneo?

—No. Nada de eso. Suelen viajar de vez en cuando, y mi marido y yo solemos cuidarles las plantas, a no ser que esté la hija en la casa. Es una especie de toma y daca, claro. También nosotros tenemos plantas que cuidar cuando nos vamos de vacaciones.

—Las contraventanas están cerradas. Eso querrá decir que van a estar fuera más de unos días.

La mujer se llevó la mano a la nuca.

—Sí. Y eso es lo que nos inquieta. ¿Cree que puede haber sucedido algo serio?

Carl sacudió la cabeza y dio las gracias. Aquello daría a la señora sobre qué cavilar, y al menos estaría atenta a lo que ocurría al otro lado de la carretera.

Pasó junto al coche patrulla y observó que Assad ya había salido, y a los pocos segundos, que las contraventanas de una ventana de la trasera de la casa estaban entreabiertas, así como la ventana. Ni una marca, ni un rasguño. Seguro que Assad lo había hecho muchas veces antes.

—¡Carl, baja a la puerta del sótano! —gritó Assad desde el interior.

Gracias a Dios, los archivadores seguían allí. Así que la desaparición de los dueños tal vez no guardara relación con la visita que hicieron la víspera.

—Hermansen. Es lo primero que debemos buscar — hizo saber a Assad.

No habían pasado veinte segundos, y Assad apareció con la carpeta colgante en la mano.

—En la H, claro. Más fácil, o sea, imposible. Pero no aparece Tage Hermansen.

Tendió la carpeta a Carl, que extrajo el expediente. «Curt Wad contra Nete Hermansen», ponía en él, y debajo aparecía la fecha del proceso de 1955, sellos del distrito judicial y el logotipo del bufete de Philip Nørvig.

Tras hojear con rapidez el texto del expediente, advirtió que aparecían palabras como «denuncia de violación» y «declaración de haber pagado por la interrupción de su embarazo». Todo ello presentado como si la carga de la prueba incumbiera solo a la tal Nete Hermansen. El caso terminó con la absolución de Curt Wad, eso se desprendía con claridad de los documentos; pero nada ponía acerca de qué fue de Nete Hermansen.

En aquel momento sonó el móvil de Carl.

—No es buen momento para llamadas, Rose —la amonestó.

—Pues yo creo que sí que lo es. Escucha esto: Nete Hermansen ha sido una de las chicas de Sprogø. Estuvo internada desde 1955 hasta 1959. ¿Qué me dices?

—Te digo que me lo imaginaba —respondió Carl, sopesando el expediente en la mano.

Pesaba poco.

Un cuarto de hora después habían terminado de cargar expedientes en el maletero del coche patrulla.

Justo cuando cerraban el maletero vieron una furgoneta verde subiendo la colina hacia ellos. No fue el vehículo lo que hizo que Carl le dirigiera una mirada; fue el modo en que aminoró la velocidad de pronto.

Se enderezó y lo miró de frente, mientras al parecer el conductor vacilaba y no podía decidir si detenerse o acelerar.

Luego el chófer miró hacia las casas junto a las que pasaba. Tal vez buscase un número, pero estos estaban a la vista en aquel barrio de chalés; ¿por qué había de ser tan difícil?

Cuando la furgoneta pasó junto a Carl el conductor giró la cabeza, así que solo se vio su pelo ondulado, casi blanco.

27

Septiembre de 1987

Se sintió como un rey cuando vio Selandia pasar desde las ventanillas del tren. «Rápida marcha hacia la felicidad», pensó, y dio una corona a un chico del vagón.

Sí, se sentía como un rey el día de su coronación. Era el día en que sus sueños más desquiciados iban a convertirse en realidad.

Se imaginó a Nete llevándose la mano al pelo e invitándolo a entrar, algo cohibida. Sentía ya en la mano el documento de la transferencia. El papel que iba a darle diez millones de coronas, para gran contento de Hacienda y para su felicidad eterna.

Pero cuando estuvo en la Estación Central y vio que tenía menos de media hora para saber dónde estaba la calle de Nete y llegar hasta allí, hizo su aparición el miedo.

Abrió la puerta de un taxi y preguntó al chófer cuánto le costaría. Y como el precio que le dio era algo más de lo que tenía, le pidió que lo llevara tan lejos como pudiera con el dinero que le quedaba. Después puso las monedas en la mano del chófer, que condujo setecientos metros y lo dejó en la plaza de Vesterbro, diciéndole que lo más corto era atravesar el paso del Nuevo Teatro, y después a todo correr por los Lagos.

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