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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

Expediente 64 (50 page)

BOOK: Expediente 64
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Aquella misión parecía del todo absurda. ¿Por qué entrar por la fuerza en una casa en la que está claro que no está Assad?, pensó Carl. ¿La intuición femenina se había convertido de pronto en fuerza motriz para él? ¿O era que tenía ganas de dar a aquella bestia una dosis de su propia medicina?

—Y ahora ¿qué? —cuchicheó Rose.

—Quiero ver qué hay en el primer piso, porque creo que ahí ocurre algo extraño. Tal vez algo que pueda ayudarnos en relación con lo que pasó en mi casa. Curt Wad me ha contado esta mañana una historia de que su mujer estaba agonizando arriba. Pero si fuera así tendría que estar él en la casa, ¿no? Porque ¿quién abandona a su mujer agonizante en una casa a oscuras? Nadie. No, seguro que tiene algo ahí arriba que quiere ocultar al mundo, es lo que me dice el estómago.

Encendió la linterna e iluminó el camino a través del comedor y el recibidor, donde la persiana a flores de la ventana junto a la puerta de entrada protegía el interior de miradas curiosas. Tiró de la puerta de la consulta de médico, y ocurrió justo lo que pensaba. La puerta no solo era maciza, seguro que también tenía placas de acero y sutiles mecanismos dispuestos a dar la alerta en caso de abrirla gente no autorizada.

Carl miró a lo alto de la escalera con el mueble esquinero en el rellano. La escalera, cubierta de una alfombra gris, tenía a los lados balaustradas redondas de teca, y Carl subió los peldaños a zancadas.

El piso superior no estaba tan presentable como la planta baja. Solo un montón de armarios empotrados en un pasillo largo y habitaciones en ambos extremos, que parecían recién abandonadas por los niños de la casa. Quedaban fotos de ídolos de juventud en las paredes abuhardilladas, y sofás baratos con motivos de flores grandes.

Percibió una débil luz bajo una puerta al fondo del pasillo de los armarios. Entonces apagó la linterna y agarró a Rose del brazo.

—Puede que Curt Wad esté ahí dentro, aunque no creo —cuchicheó tan cerca de la oreja de Rose que sus labios la rozaron—. Habría aparecido cuando hemos destrozado la puerta del jardín, pero nunca se sabe. A lo mejor es de los que esperan dentro con una escopeta de postas; no me extrañaría. Ponte detrás y estate preparada para echarte al suelo.

—Si es él y no está armado, ¿cómo vas a explicar nuestra presencia?

—Hemos recibido una llamada de socorro —cuchicheó Carl, y rezó por que no tuviera que repetir la explicación ante Marcus Jacobsen.

Luego se apretó contra la puerta chapeada de teca y contuvo un rato el aliento mientras su mano se deslizaba hacia la pistola.

Uno, dos, tres, contó para sí; después dio una patada a la puerta con un pie y con el otro giró hacia la protección de la pared.

—Hemos recibido una llamada de socorro, Curt Wad —dijo con voz normal, y se dio cuenta de que la luz de la habitación vaciló como si se tratara de una vela.

Se movió con cuidado hasta que su cabeza apareció en el marco de la puerta, pese a saber que era imprudente, y después reparó en una figura menuda tumbada sobre la colcha de la cama con una sábana cubriéndole la parte inferior del cuerpo y un ramo de flores marchitas en el regazo. Iluminada solo por la vela de vigilia que había encendido su amado.

Rose entró, y se hizo el silencio. La muerte siempre tenía ese efecto.

Se quedaron observando a la muerta, y luego se oyó un débil sollozo de Rose.

—Creo que es su ramo de novia, Carl —anunció.

Carl volvió a tragar saliva. —

Vámonos de aquí, Rose; lo que hemos hecho ha sido una auténtica estupidez —dijo Carl en el jardín, ante la puerta destrozada. Después recogió del suelo la manilla de metal, la limpió con cuidado con su pañuelo y volvió a dejarla caer—. Espero que no hayas manoseado demasiadas cosas y dejado tus huellas dactilares por todas partes.

—¿Qué dices? Bastante trabajo tenía con pensar cómo atacar con el bolso si es que te acribillaban a balazos.

Mírala, qué considerada.

—Dame la linterna —exigió Rose—. No me gusta ir detrás sin poder ver nada.

Apuntó con ella en todas direcciones, como un escolar de aventuras, así que todo el mundo en kilómetros alrededor debía de sospechar que se estaba cometiendo un robo. A ver si al hombre del cubo de basura volcado se le había pasado ya.

—Mantén la linterna mirando al suelo —advirtió Carl.

Y Rose lo hizo.

De pronto se detuvo.

El charco de sangre en la esquina de hierba que estaba iluminando no era grande, pero se trataba de sangre. Dirigió el cono de luz hacia los alrededores y encontró otra mancha de sangre justo a la vuelta de la esquina de la casa, en el sendero de entrada. Un charquito de sangre que se extendía formando una línea apenas visible de gotas que llevaba al anexo.

Carl sintió otra vez la sensación del estómago. No era nada agradable.

Si hubieran encontrado las huellas antes de entrar en la casa, habría pedido ayuda. Pero aquello ya no era tan simple.

Estuvo un rato pensando.

Claro que… En el fondo, tal vez fuera una ventaja que hubiera tantas cosas que sugerían que algo muy raro estaba pasando. ¿Quién decía que fueran ellos los que habían forzado la entrada? Desde luego, ellos no.

—Voy a llamar a la Policía de Glostrup y denunciarlo —comunicó—. No nos vendrá mal un poco de apoyo oficial en esto.

—¿No has dicho que Marcus Jacobsen te había prohibido acercarte a Curt Wad? —preguntó Rose mientras paseaba el cono de luz por las tres puertas del anexo.

—Sí.

—Ya. ¿Y por qué estás aquí, junto a la casa de Curt Wad?

—Tienes razón, pero de todas formas voy a llamar — aseguró, sacando el móvil del bolsillo. La gente de Glostrup podría decir qué coche tenía Curt Wad y, no menos importante, podría dictar una orden de busca y captura en un plis-plas. Tal vez el coche de Curt Wad circulara por las carreteras con una persona herida en el maletero. Y tal vez fuera Assad. En aquel momento la fantasía de Carl no conocía límite.

—Espera —advirtió Rose—. ¡Mira!

Bajó el cono de luz hasta el candado de la puerta central del antiguo establo. Era un candado corriente y moliente, de los que vendían en Lidl por diez coronas, y si mirabas con atención se apreciaban dos huellas en medio de la superficie de latón que parecían sin duda corresponder a un dedo.

Rose metió el índice en la boca y después lo pasó por encima de las huellas. Luego chupó el dedo.

Asintió con la cabeza. Sabía a sangre.

Carl volvió a observar el candado y sacó la pistola de la funda. Lo más fácil, por supuesto, habría sido disparar un tiro contra el mecanismo, pero Carl eligió el otro sistema, y golpeó con la culata tantas veces el candado que al final dedos y tornillos quedaron machacados.

Rose aplaudió, cosa poco habitual en ella, cuando el candado cedió al fin.

—Ahora ya no importa —decidió, y buscó a tientas los interruptores de la pared, junto a la puerta.

La luz parpadeó un par de veces y un tubo fluorescente iluminó un espacio que podía encontrarse en cualquier anexo del pueblo de Carl. Estanterías en una de las paredes con tapatiestos, cazuelas y sartenes desechadas y un montón de bulbos secos que no se habían plantado ni aquel año ni el anterior. En el otro lado, un arcón congelador ronroneante, y ante él una escalera de acero con peldaños colgantes que subían por una compuerta a un desván donde se vislumbraba una bombilla de veinticinco vatios, a lo sumo.

Carl trepó por la escalera y miró a una estancia abarrotada cuyo ingrediente principal lo constituían cuadros y colchones viejos, y el resto, un mar de bolsas de plástico negro llenas de ropa vieja.

Iluminó las paredes abuhardilladas revestidas de arpillera y pensó que habría sido un buen escondite para los habitantes de la casa en sus años mozos.

—Oh, Dios mío —oyó decir a Rose abajo.

Estaba con la tapa del arcón abierta y la cabeza echada hacia atrás, y el corazón de Carl empezó a latir deprisa.

—¡Uf, qué asco! —exclamó Rose torciendo el gesto.

Bueno, pensó Carl. No habría dicho eso si hubiera visto a Assad dentro.

Carl bajó y miró en el arcón. Era una caja de plástico blanco llena de bolsas de plástico transparente con fetos humanos. Contó ocho. Pequeñas vidas que nunca llegarían a nada. No creía que él hubiera dicho «uf, qué asco» en esa situación. No era esa la sensación que lo había golpeado.

—No conocemos las circunstancias, Rose.

Esta sacudió la cabeza y apretó los labios. Aquello debía de parecerle demasiado fuerte.

—La sangre que has visto fuera podría ser de una de esas bolsas, Rose. Puede que al nuevo médico de la consulta se le haya caído una bolsa en el sendero de entrada, la haya recogido, y es posible que haya goteado algo sobre las baldosas. Eso explicaría la huella sanguinolenta. La sangre es de las bolsas.

Rose sacudió la cabeza.

—No, la sangre de fuera es bastante fresca, y estos fetos están congelados.

Luego fue señalando el interior del arcón.

—¿Ves acaso alguna bolsa agujereada?

Observación muy pertinente. Carl parecía estar algo espeso en aquel momento.

—Escucha, esto no vamos a poder resolverlo sin ayuda —explicó—. Tal como lo veo yo, solo hay tres posibilidades. O nos largamos mientras estamos a tiempo, o bien llamamos a la Policía de Glostrup y les comunicamos nuestras sospechas, que creo que es lo correcto. Y, en tercer lugar, deberíamos volver a llamar al teléfono de Assad en Jefatura. Tal vez haya vuelto.

Asintió con la cabeza para sí.

—Puede que haya recargado su móvil.

Sacó el móvil mientras Rose sacudía una y otra vez la cabeza.

—¿No te parece que huele a quemado? —preguntó.

A Carl no se lo parecía, y volvió a oír el contestador automático de Assad de Jefatura.

—Mira eso —dijo Rose, señalando el desván.

Carl tecleó el número del móvil de Assad y miró arriba. ¿Era un poco de humo lo que se veía, o solo polvo flotando a la pálida luz?

Vio el trasero de Rose bailar subiendo por la escalera, mientras la compañía telefónica le comunicaba que el abonado estaba ilocalizable.

—¡Hay humo! —gritó desde arriba—, y viene de ahí abajo.

Bajó zumbando.

—La estancia de arriba es más grande que esta de abajo, a pesar de las paredes abuhardilladas. Y en este momento sale humo de algún lugar de ahí —observó, señalando la pared del fondo.

Carl vio que la pared se componía de dos grandes planchas, lo más seguro de pladur.

Si hay un cuarto detrás, está claro que no se puede entrar desde aquí, pensó Carl, y vio también el humo que se filtraba por las paredes.

Rose se acercó enseguida y las golpeó.

—¡Mira! Una de las planchas parece maciza, y la otra retumba como si fuera metal. Créeme, Carl, es una puerta corredera.

Carl asintió en silencio y miró alrededor. A menos que la puerta solo pudiera abrirse mediante un mando a distancia, debería haber algo allí que pudiera abrirla.

—¿Qué vamos a buscar? —quiso saber Rose.

—Interruptores, cosas en la pared de aspecto inusual, cables o indicios de cables —respondió Carl, mientras notaba que el pánico iba apoderándose de él.

—¡Por ejemplo, esto! —gritó Rose, señalando la pared tras el congelador.

Carl siguió la mirada de ella y comprendió a qué se refería tras haber paseado la vista por la pared de un extremo al otro. Rose tenía razón. Había una línea en la pared, que daba a entender que en la mañana de los tiempos se había hecho una reparación en ella.

Siguió la línea hasta una vieja pieza de latón colgada de la pared encima del congelador que tal vez había pertenecido a un barco o a una máquina grande.

Retiró la pieza y vio detrás una pequeña trampilla metálica, que abrió.

—¡Mierda puta! —gritó, mientras el humo que se filtraba por el resquicio arreciaba. Lo que se ocultaba en el pequeño nicho de la pared no era un interruptor, era una pantallita con teclas de cifras y letras. Complicadísimo para buscar una combinación que pudiera activar el mecanismo que hacía abrirse la puerta.

—Nombres de hijos, cumpleaños de la mujer, números de registro civil, número de la suerte, la gente siempre usa cosas así cuando escriben sus códigos. ¿Cómo coño vamos a acertar este? —se desesperó Carl, buscando con la vista algo que usar contra la pared.

Entretanto, Rose puso en marcha su habitual razonamiento sistemático.

—Vamos a empezar con lo que recordamos —dijo, acercándose al teclado.

—No recuerdo nada. El hombre se llama Curt Wad y tiene ochenta y ocho años, eso es todo.

—Pues menos mal que estoy yo —se consoló Rose.

Empezó a teclear. Ideas Claras; en vano. Luego escribió ideas claras en minúscula. Tampoco. La Lucha Secreta, tampoco.

A duras penas, pero a toda velocidad, Rose fue tecleando nombres de los expedientes, protocolos y recortes sobre Curt Wad que había estado empollando los últimos días. Había grabado en su mente hasta su fecha de cumpleaños y el nombre de su mujer.

Luego estuvo un rato pensando, mientras la atención de Carl se dividía entre el humo del resquicio y los faros de los coches que barrían el edificio de vez en cuando.

De pronto Rose alzó poco a poco la cabeza y le hizo comprender que tras su rostro serio maquillado de negro había una idea que parecía lógica y posible.

Observó sus dedos mientras tecleaba.

H-E-R-M-A-N-S-E-N

Se oyó un clic y las planchas de la pared se deslizaron, revelando un espacio oculto tras una densa nube de humo que invadió el local. En el momento en que entró aire en el búnker, surgió una llama.

—¡Hostias! —gritó Carl, arrancando la linterna a Rose y saltando al interior del cuarto.

Vio otro arcón y una serie de estanterías con montones de papeles, pero fue la figura inerte que yacía despatarrada en el suelo la que atrajo su mirada y todos sus sentidos.

Las llamas lamían las perneras de Assad, y Carl lo sacó a rastras mientras gritaba a Rose que le arrojara el abrigo encima para ahogar el fuego.

—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío, apenas respira! —gritó Rose mientras Carl volvía a echar una mirada al cuarto y veía que el fuego había prendido tan bien que era imposible salvar nada.

Lo último en que reparó Carl antes de salir del búnker con Assad entre él y Rose fue que en el pequeño cuarto de archivos apenas había una superficie donde no hubiera escrito con sangre «ASSAD WAS HERE!», y que encima del arcón había un encendedor fundido que sin duda alguna se parecía al que tenía encima del escritorio apenas unas horas antes.

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