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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

Expediente 64 (48 page)

BOOK: Expediente 64
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Luego ordenó el dormitorio y preparó a Beate, buscó las llaves del coche, salió al anexo, abrió el búnker y comprobó que aún había señales de vida en el cuerpo oscuro que yacía sobre el piso de cemento.

—Que te vaya bien, moro estúpido. Si aún estás vivo cuando vuelva de la funeraria, te ayudaré en el último tramo.

38

Septiembre de 1987

Amedida que Gitte se acercaba a Copenhague, su plan iba tomando forma.

Diez millones eran mucho dinero, pero Nete tenía muchísimo más, y cuando solo tienes, como Gitte, cincuenta y tres años, diez millones no bastan para el resto de tu vida. No con la relación que tenía ella con el dinero, no con los sueños que alimentaba. Si se cuidaba y en adelante no bebía tanto, bien podía vivir otros treinta o cuarenta años, y en ese caso no hacía falta ser un experto contable para saber que diez millones eran demasiado poco.

Por eso, el plan era tratar de asumir el control sobre todo lo que Nete poseía. Desconocía aún el medio y el modo, dependería de la situación. Lo mejor sería que Nete siguiera siendo fácil de manipular. Pero si estaba de verdad tan enferma como dejaba entrever, se trataba de hacerse imprescindible mientras durase. Ya se encargaría ella de esas paparruchas de testamentos y firmas.

Y si resultaba que a Nete no le gustaba su modo, el medio tendría que ser más violento. No era lo que Gitte deseaba, pero tampoco podía descartarse. Ya había enviado antes a enfermos incurables a encontrar al Creador más rápido de lo que el propio destino podía pensar.

Fue Rita Nielsen la primera en darse cuenta de la debilidad que sentía Gitte por las mujeres. Cuando se acercaba a Gitte con sus labios suaves y el flequillo sudoroso, la funcionaria se quedaba sin habla. Por supuesto que estaba prohibido, pero cuando Rita tenía la camisa húmeda y prieta, y como Gitte tenía poder para ordenarle que fuera a la zona pantanosa cuando quería, era Gitte quien imponía sus reglas.

Por eso era fantástico y maravilloso que Rita Nielsen estuviera bien dispuesta. Que aquel cuerpo suave buscara satisfacción y que Gitte pudiera dársela.

Aquello continuó mientras Rita se conformó, pero cuando una noche se levantó y se cubrió los pezones con la blusa, todo aquello terminó.

—Quiero irme de aquí, y tienes que ayudarme — explicó—. Di a la directora que me he corregido y que recomiendas que me saquen del asilo, ¿vale?

No era un tono que Gitte estuviera acostumbrada a oír a ninguna de las chicas de Sprogø, y no iba a tolerarlo. Cuando Gitte afilaba la lengua, las chicas salían corriendo, y así debía ser. La admiraban y la temían como el verdugo en que podía convertirse cuando le convenía.

Nadie mandaba a los dos cuartos de reflexionar a tantas chicas como Gitte. Nadie cargaba tanto las tintas cuando una chica se ponía insolente. Y el resto de funcionarias creían que estaba bien y la admiraban, porque era enfermera y también guapa.

Gitte pensó un momento en golpearla por su osadía, pero dudó demasiado y recibió en su lugar una sonora bofetada que le cortó la respiración y la hizo caer de espaldas. ¿Cómo se atrevía aquella chiquilla tonta a levantarle la mano?

—Sabes muy bien que puedo arruinarte la vida. Puedo describir cada detalle de tu cuerpo, y es lo que pienso hacer en presencia de la directora si no me ayudas — aseguró Rita con voz pausada, de pie ante el cuerpo tumbado—. Cuando le diga a la directora cómo me obligas a manosearte, solo con mi descripción de tu cuerpo podrá comprobar que no miento. Así que vas a hacer que me manden a tierra firme. Ya sé que la decisión la toman los médicos, pero ya te las arreglarás.

Gitte siguió con la mirada el vuelo de los gansos sobre las copas de los árboles e hizo un vago gesto afirmativo con la cabeza. Rita iría a tierra firme, pero cuando le conviniera a ella. Ni un momento antes.

A la mañana siguiente Gitte se frotó con fuerza las mejillas y golpeó con violencia la puerta del despacho de la directora, y la mirada que encontró al otro lado de la mesa era tan temerosa como desprevenida.

—¡Santo cielo, Gitte Charles! ¿Qué ha pasado?

Gitte contuvo el aliento y giró un poco, para que la directora se diera cuenta, no solo de que su bata blanca estaba desgarrada, sino de que no llevaba bragas debajo.

Gitte describió en pocas palabras cómo la impredecible, desviada sexual y psicópata de Rita Nielsen le había arrancado la ropa detrás de la lavandería y la había forzado a tumbarse en el suelo con las piernas abiertas.

Apretó las cuerdas vocales para que vibrasen y miró al suelo, avergonzada, mientras hablaba del abuso y de su inútil defensa.

—Por eso recomiendo que Rita Nielsen permanezca diez días en celdas de castigo y que se le retiren sus atribuciones —declaró, y el movimiento de manos y la mirada espantada de la directora le dijeron que su deseo le sería concedido—. Y después tendremos que pensar si recurrir a la esterilización antes de expulsarla de aquí. La fijación que tiene con la sexualidad es enorme, y estoy segura de que en el futuro va a ser fuente de cargas para la sociedad si no lo hacemos.

Los dedos de la directora se encorvaron mientras miraba con fijeza el cuello manchado de Gitte.

—Por supuesto, Gitte Charles —se limitó a decir, y se levantó.

Se montó una buena con Rita, pero sus acusaciones contra Gitte fueron todas desestimadas, y fue evidente el susto de Rita al ver que su maniobra no solo no había resultado, sino que se había vuelto contra ella. Fue un auténtico placer ser Gitte en esos momentos.

—Pues claro que conoces el cuerpo de Gitte, tal como dices —exclamó la directora—. Como que has abusado de ella. No, amiguita. Con tu manera de ser obtusa y malvada tratas de dar la vuelta a la situación, pero no me engañas. ¿Qué otra cosa puede esperarse de una chica con tus pobres facultades mentales y tu repugnante pasado?

El relato de lo acontecido se extendió con rapidez. Antes de terminar el día ya había recorrido establos, descampados, gallineros y todos los rincones del asilo. Rita no paraba de gritar en su celda y le pusieron más de una inyección, y muchas de las colegas de Gitte, y también muchas de las chicas, se regodearon.

Cuando la sacaron fue solo por poco tiempo, porque Rita era una chica terca y le costaba controlar la boca, así que al cabo de una semana volvió a estar inmovilizada en la celda, gritando como una posesa.

—Nete Hermansen es una buena chica, no debe compartir cuarto con ese monstruo —comentó Gitte a la directora. Entonces sacaron las cosas de Rita y dejaron todo el cuarto para Nete.

Aquello hizo que Nete mirase a Gitte con otros ojos, Gitte se dio cuenta enseguida.

Fue Nete quien tomó la iniciativa para el contacto. Ingenua, esperanzada y de todo punto deseable.

Las habían puesto a descargar barriles de carbón del barco, y una de las chicas tropezó, se torció el tobillo y se puso a chillar como un cerdo ante el matarife. Todas acudieron, pese a los gritos y golpes del personal, y en medio del tumulto Nete y Gitte de pronto estuvieron muy cerca una de la otra.

—Me han traído por equivocación —susurró Nete con mirada límpida—. No soy tonta, y sé también que hay muchas otras que tampoco lo son, pero tampoco soy una chica sucia y ligera de cascos, como dicen. ¿No podría revisarse mi caso?

Era muy atractiva. Tenía labios carnosos y un cuerpo tan prieto y ágil como ningún otro de la isla. Gitte la quería para sí, hacía tiempo que lo sabía, y ahora se presentaba la ocasión.

Escuchó mientras el aire se llenaba de golpes y gritos, y solo aquello hizo que la pobre chica echara a llorar. Entonces Gitte la tomó de la mano y la condujo unos pasos hacia el patio, y el efecto fue maravilloso. Un estremecimiento atravesó el cuerpo de la chica, como si ese contacto y esa atención fueran la clave de todo. Gitte secó las lágrimas de sus mejillas y la llevó en silencio hacia el pantano de Stæremosen, asintiendo en silencio en los momentos oportunos.

Fue todo muy inocente, y en menos de diez minutos la pobre chica estaba atrapada en su confianza.

—Veré lo que puedo hacer, pero no te prometo nada —declaró Gitte.

Nunca había visto a nadie lucir una sonrisa tan convincente.

No fue tan fácil como había pensado Gitte. A pesar de varias conversaciones en sus paseos por el pantano, Nete no parecía dispuesta a entregarse.

Fue
Mickey
, el gato de la mujer del farero, el que de forma indirecta acudió en su auxilio.

La intensa rivalidad entre dos gallos del corral del farero llevaba varias noches sin dejar dormir a su familia, y los gallos no se dejaban atrapar. Por eso enviaron al ayudante del farero al sembrado y a los descampados en busca de beleño seco, para aturdir a todo el gallinero a la vez con el humo de aquellos rastrojos, echarle el guante a uno de los gallos y retorcerle el pescuezo.

Arrojaron varias plantas secas a un charco de agua, donde fermentaron, hasta que el gato
Mickey
, atraído por el olor, dio unos lametazos al charco.

Lo vieron subir y bajar por los árboles durante una hora, antes de tumbarse delante de la despensa y expirar mientras daba un par de vueltas sobre sí mismo.

Todos excepto la mujer del farero se divirtieron de lo lindo ante el espectáculo, y fue así como Gitte oyó historias sobre aquella planta poco frecuente que crecía en Sprogø y tenía unos efectos tan prodigiosos en quienes la tomaban.

Pidió libros sobre el tema, y pronto supo lo bastante para poder hacer experimentos.

El poder sobre la vida era algo que la fascinaba, como pudo comprobar una de las chicas, que se había puesto impertinente. Gitte sumergió un cigarrillo en un extracto de aquella porquería, y después lo puso a secar. Y cuando llegó el día, la chica encontró el cigarrillo por casualidad en el bolsillo de su delantal a cuadros.

La oyeron rugir y vociferar detrás del Mojón, que era como llamaban al montón de piedras que señalaba el punto medio entre Selandia y Fionia, adonde la chica solía ir para fumar sola, pero no se extrañaron cuando de repente calló.

Sobrevivió, sí, pero nunca volvió a ser la misma descarada de porte altivo de antes. El miedo a la muerte la tenía demasiado atenazada para eso.

Qué bien, pensó Gitte. Ya tengo algo con que amenazar a Nete.

Las amenazas de muerte y locura y la conciencia de lo que Gitte deseaba hacerle asustaron tanto a Nete que ni siquiera pudo llorar. Era como si todo tipo de maldad se hubiera alojado en su ángel liberador, y fuera a borrar sus sueños de volver a una vida normal.

Gitte comprendía su reacción, de hecho le venía de perlas. La entretenía asegurándole que mientras la satisficiera, también ella se esforzaría en hacer que la directora reconsiderase el caso. Fue así como Nete estuvo dócil durante bastante tiempo, y, aunque a Gitte le costara admitirlo, también ella se había hecho dependiente de aquella relación. Porque era la relación que hacía soportable vivir esa vida apartada de todo y rodeada de mujeres amargadas, deseosas de venganza y nauseabundas que no se le parecían en nada. Sí, era aquella relación la que hacía que no deseara que nada cambiase.

Con Nete tumbada junto a ella entre la hierba crecida, podía aislarse de todo y respirar libre en aquella cárcel.

Por supuesto, fue Rita la que se interpuso entre ellas, eso lo supo Gitte después.

El día en que por fin sacaron a Rita del cuarto de reflexionar, la directora había empezado a dudar.

—En cuanto a la esterilización, debo pedir consejo al médico jefe de servicio —comunicó—. Pronto vendrá a la isla, y entonces veremos.

Pero las visitas del médico jefe de servicio solían ser muy espaciadas, y Rita aprovechó el tiempo para vengarse, abrió los ojos de Nete y le dijo que de aquella Gitte Charles no podía fiarse una, y que la única solución para ellas era fugarse.

Entonces empezó la guerra de verdad.

39

Noviembre de 2010

—Ya lo he llamado no sé cuántas veces, Carl, y no contesta. Estoy segura de que ha apagado el móvil. Pero ¿por qué lo habrá hecho? No suele apagarlo.

Rose parecía preocupada de verdad.

—Todo por tu culpa, que eres idiota. Antes de irse ha dicho que lo habías acusado de la muerte de ese lituano, Verslovas.

Carl sacudió la cabeza.

—No lo he acusado en absoluto, Rose, pero el fax del cadáver planteaba algunos interrogantes. Ninguno de nosotros puede sentirse seguro cuando ocurre algo así.

Rose se plantó ante él con los puños en la cintura.

—Escucha, me importan un huevo tus sospechas. Si Assad dice que no tiene que ver con que ese psicópata cínico y cabrón de Linas Verslovas ya no pueda seguir haciendo de las suyas, será que es verdad, ¿no? No, el problema es que nos presionas, Carl, y que no tienes consideración por nuestros sentimientos. Ese es el problema que tienes.

Uf, vaya discurso. Así que la tía había dado la vuelta a la cuestión; desde luego era una de sus ventajas en una investigación, pero también uno de sus inconvenientes cuando se trataba de cuestiones privadas. Aquellas acusaciones sobraban.

—Sí, claro, Rose. Tú y Assad lleváis eso de los sentimientos y las presiones como nadie. Pero perdona, no tengo tiempo para esas filantropías en este momento. Tengo que subir a que Marcus Jacobsen me monte un pollo.

—¿Siniestro total? ¿Y dices que quieres otro coche?

El inspector jefe de Homicidios lo miró, desesperado.

—Estamos en noviembre, Carl. ¿Has oído hablar de algo que se llama presupuestos?

—Ahora que lo dices, Marcus, es curioso, pero no he oído hablar mucho de ello. La asignación del Departamento Q para este año era de ocho millones, ¿verdad? ¿Adónde diablos ha ido la pasta?

Los hombros de Marcus Jacobsen se abatieron.

—¿Vamos a tener otra vez esa discusión sobre el dinero? Ya sabes que ese dinero se distribuye entre los departamentos, ¿no?

—Sí, el dinero de
mi
departamento, y yo me quedo con la quinta parte de todo, ¿no es así? Desde luego, es un departamento barato el que el Estado danés tiene funcionando en el sótano, ¿no te parece?

—Bueno, pues
no
vas a tener un coche nuevo, porque no hay dinero en la cuenta. No tienes ni idea de cuántos casos complicados tenemos en este momento.

Carl no respondió, porque de hecho lo sabía bien. Lo que pasaba era que eso era harina de otro costal.

Marcus sacó otro chicle de nicotina, y ya tenía la boca casi llena. Desde luego, estaba bien que hubiera dejado de fumar, pero tal vez era la cantidad de chicle la culpable de que hubiera estado algo acelerado las últimas veinticuatro horas, después de remitir el resfriado.

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