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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

Expediente 64 (56 page)

BOOK: Expediente 64
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—Siento irrumpir así, sin avisar, señora Hermansen. Pero hay un par de cosas que me gustaría comentar con usted.

Ella asintió en silencio y lo invitó a entrar, y luego reaccionó a un clic procedente de la cocina, que en casa de Carl significaba que el hervidor eléctrico había hecho su trabajo.

—Voy a hacer té, de todas formas es la hora —dijo.

Carl giró la cabeza y asintió en silencio.

—Si tiene café, creo que lo prefiero, gracias —dijo, pensando por un segundo en el jarabe de Assad. Si se lo hubiera ofrecido, lo habría aceptado con sumo gusto, por una vez. Era espantoso pensar que tal vez nunca fuera a repetirse.

Dos minutos más tarde Nete estaba en la sala, junto al aparador, preparando el nescafé.

Le ofreció la taza sonriendo, se sirvió ella, y a continuación se sentó frente a él con las manos en el regazo.

—¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó.

—¿Recuerda que la última vez hablamos de personas desaparecidas, y que yo nombré a un tal Viggo Mogensen?

—Sí, lo recuerdo —sonrió—. Aunque tengo setenta y tres años, gracias a Dios no estoy tan senil.

Carl no le devolvió la sonrisa.

—Dijo que no lo conocía. ¿Podría estar equivocada, tal vez?

Ella se alzó de hombros. ¿Adónde quería llegar?, debía de querer decir.

—Usted conocía al resto de personas desaparecidas, y es que no podía ser de otro modo. El abogado Nørvig, que llevó el caso contra usted en nombre de Curt Wad. Su primo Tage. La enfermera Gitte Charles, que trabajó en Sprogø, y Rita Nielsen, que también estuvo allí a la vez que usted, pero como reclusa. Por supuesto que no podía negarlo.

—No, claro que no, ¿por qué había de hacerlo? Sí que es verdad que todas esas desapariciones son muy extrañas.

—Pero dijo que no conocía a uno de los desaparecidos; probablemente pensaría que así desviaría la atención.

Ella no reaccionó.

—Se me ocurre que cuando estuvimos aquí el sábado le dije que la buscábamos en relación con Curt Wad. Por eso debió de pensar que no era objeto de nuestro interés. Pero Nete, ahora ya
sabemos
que estaba mintiendo. Usted conocía a Viggo Mogensen, y bastante bien, por cierto. Era el culpable de su desgracia. Tenía una relación con él, y la dejó embarazada, lo que la obligó a acudir a la consulta de Curt Wad a que le hiciera un aborto ilegal. Lo sabemos por el historial que escribió Curt Wad sobre usted, que está en nuestras manos, para que lo sepa.

Había previsto que se quedara rígida. Tal vez incluso que echara a llorar o se desmoronara, pero no fue así ni de lejos. Nete se recostó en el sofá, tomó un sorbo de su té y meneó un poco la cabeza.

—Pues sí, ¿qué quiere que le diga? —reconoció—. Siento haber dicho algo que no era cierto, porque lo que dice es verdad. Conocía a Viggo Mogensen, como usted dice. Y también tiene razón en que tuve que decir que no lo conocía.

Le dirigió una mirada apagada.

—El caso es que no tengo nada que ver con la cuestión, y que, al igual que a usted, me pareció que todo apuntaba en mi dirección. ¿Qué podía hacer, sino defenderme? Pero soy inocente. No tengo ni idea de lo que ha pasado con esa pobre gente.

Emitió un ruidito de negación para recalcarlo, y luego señaló el café de Carl.

—Tómese el café, y mientras tanto vuelva a contármelo todo despacio.

Carl arrugó el entrecejo. Para ser una señora mayor era de lo más directa. Ninguna reflexión, duda, frases sin acabar ni preguntas. Simplemente «vuelva a contármelo todo».

¿Por qué? ¿Y por qué había de hacerlo despacio? ¿Quería ganar tiempo? ¿Era eso? ¿Había empleado el tiempo que lo tuvo esperando en el rellano para avisar a alguien? ¿Alguien que de alguna manera podía ayudarla a salir del aprieto?

Carl no lo entendía. Porque era imposible que estuviera confabulada con su archienemigo Curt Wad.

Desde luego, tenía muchas preguntas en la cabeza, pero no sabía cuáles hacer.

Se rascó el mentón.

—¿Tendría inconveniente en que hiciéramos un registro del piso, Nete?

La anciana lanzó una rápida ojeada a un lado. Un único movimiento casi invisible de distanciarse de la realidad, que Carl había visto cientos de veces antes y que decía más que mil palabras.

Ahora iba a decir que no.

—Bueno, si le parece necesario, puede echar un vistazo, si quiere. Pero no me revuelva demasiado los cajones.

Trató de decirlo con coquetería, pero no lo consiguió.

Carl se adelantó en el asiento.

—Pues creo que es lo que voy a hacer. Pero le advierto que me ha autorizado a registrar todas las habitaciones y todo lo que se me pueda ocurrir. Ha de saber que eso puede llevar bastante tiempo.

La mujer sonrió.

—Entonces tómese el café, porque va a necesitar energía. Como comprenderá, el piso no es pequeño.

Carl tomó un buen sorbo, y sabía de puta pena, así que apartó la taza.

—Voy a llamar a mi jefe, y le ruego que se lo confirme, ¿de acuerdo?

Ella asintió con la cabeza, se levantó y fue a la cocina. Sí, iba a tener que reponerse, después de todo.

Carl estaba seguro. Había algo que no encajaba.

—Hola, Lis —se presentó cuando por fin contestaron. Haz el favor de decirle a Marcus…

Se fijó en la sombra tras de sí y giró de golpe.

Justo a tiempo de ver que el martillo que iba dirigido a su nuca iba a darle de lleno.

45

Noviembre de 2010

Pasó toda la noche y la mañana agarrado de la mano de su amada. La estrechó, besó y acarició hasta que llegaron los de la funeraria.

Curt temblaba de emoción cuando le pidieron que entrara a la sala a verla tumbada en el féretro forrado de seda blanca como la nieve, con las manos asiendo el ramo de novia. Hacía meses que sabía que llegaría aquel día, y aun así se le hacía insoportable. La luz de su vida, madre de sus hijos. Allí estaba. Fuera del mundo, lejos de él.

—Un momento, déjenme estar a solas con ella —solicitó, y siguió con la vista a los empleados hasta que salieron de la sala y cerraron la puerta.

Entonces se arrodilló ante ella, acarició su cabello por última vez.

—Cariño mío —intentaba decir, pero la voz le fallaba. Se secó las lágrimas, pero estas tenían vida propia. Se aclaró la garganta, pero el llanto seguía en ella.

Luego hizo la señal de la cruz ante su rostro y besó con suavidad la frente helada.

En el bolso que había en el suelo junto a él tenía todo lo necesario. Doce ampollas de veinte mililitros de Propofol, de las que tres estaban ya en la jeringa. Suficiente anestésico para pacificar a cualquiera; por lo que sabía, suficiente para matar a unas cinco o seis personas. Y, si la situación lo exigía, tenía bastante Flumazenil para contrarrestar el efecto anestesiante del Propofol. Estaba bien preparado.

Nos veremos por la noche, querida, pensó, y se levantó. Según sus planes, iba a llevarse a unos cuantos por delante antes de morir.

Solo esperaba a que lo avisaran.

¿Dónde estaba Carl Mørck?

Encontró a su informador a dos bloques del piso de Nete, en Peblinge Dossering. Era el que había atacado a Hafez el-Assad.

—Creía que iba a ir a pie todo el camino, así que me lo he tomado con calma y le he pisado los talones hasta que ha llegado a la Estación Central —dijo el tipo para excusarse—. Por lo demás, es un buen sitio para empujar a alguien al pasar un autobús, pero no me ha dado tiempo, porque se ha subido a un taxi. Así que he parado el siguiente taxi y lo he seguido a distancia, pero para cuando he doblado la esquina estaba ya entrando en el inmueble.

Curt asintió en silencio. Aquel idiota era incapaz de hacer su trabajo como era debido.

—¿Hace cuánto que ha entrado?

El tipo miró el reloj.

—Hace hora y cuarto.

Curt dirigió una mirada lateral hacia el piso. Allí había vivido ella desde que lo invitó aquella vez, hacía muchos años, y era comprensible. Porque el sitio escogido por Nete Hermansen no estaba nada mal. Céntrico, con hermosas vistas y muy animado.

—¿Has traído la herramienta? —preguntó.

—Sí, pero hace falta maña. Primero le abriré la puerta para que vea cómo funciona.

Curt hizo un gesto afirmativo y lo siguió hasta la puerta del inmueble. Conocía bien aquel tipo de cerradura.

—Esta cerradura tiene seis pasadores, y parece complicada, pero no lo es —aclaró el hombre—. Supongo que la cerradura del piso será igual. Cuando pusieron el portero automático las cambiarían todas.

Sacó un pequeño estuche de cuero y miró alrededor. Aparte de una pareja de jóvenes enlazados que pasó por el sendero, no había nadie cerca.

—Aquí hay que meter un par de ganzúas finas —continuó, y las metió—. Fíjese que la ganzúa de arriba debe estar a distancia de la de abajo. No la apriete hasta que meta la pistola-ganzúa, ¿vale? Mire, hay que meter el percutor de la pistola algo más abajo de la mitad del bombillo, justo debajo de los pasadores. De hecho, los puede sentir con claridad.

Entonces apretó, giró las ganzúas y abrió la puerta como si nada.

Hizo un gesto con la cabeza y le dio a Curt la herramienta.

—Y se colará dentro. ¿Podrá hacerlo, o quiere que lo acompañe?

Curt sacudió la cabeza.

—No, gracias. Puedes irte.

En adelante, prefería hacer las cosas solo.

El descansillo estaba en calma. Algo de ruido de un televisor de la vecina de Nete, pero por lo demás nada que indicase que hubiera gente en casa.

Curt se inclinó hacia la puerta de Nete. Había esperado oír voces dentro, pero no oyó nada.

Entonces metió la mano en el bolso, sacó dos jeringas, comprobó que las agujas estaban bien colocadas, y las metió en el bolsillo.

El primer intento con la pistola-ganzúa no tuvo éxito, pero luego recordó que había que evitar tocar la ganzúa superior, y volvió a probar.

Al principio la cerradura parecía resistirse, pero tras un ligero forcejeo entró. Empujó hacia abajo con el codo la manilla de la puerta, asió bien las ganzúas, y la puerta cedió.

Lo recibió un extraño olor a cerrado. Como a libros viejos o a armarios que llevaban años sin abrirse. Como a ropa enmohecida tratada con naftalina. Como las tiendas de antigüedades sin clientes.

Ante él se extendía un largo pasillo con varias puertas. Oscuro al fondo y con sendas franjas de luz colándose bajo las puertas de enfrente. A juzgar por la luz temblorosa, la puerta de la derecha debía de corresponder a la cocina, con tubos fluorescentes, y era igual de probable que la luz amarillenta del otro lado surgiera de una cantidad considerable de bombillas incandescentes, de las que ya estaban casi prohibidas en la Unión Europea.

Dio un paso pasillo adentro, dejó el bolso en el suelo y asió una de las jeringas del bolsillo de la chaqueta.

Si estaban los dos dentro, primero iría a por Carl Mørck. Una inyección rápida en una de las venas del cuello y aflojaría enseguida. Si había lucha, tendría que hincársela en el corazón, pero no quería eso. Cuando se busca información, no hay que preguntar a los muertos, y era justo eso, información, lo que venía buscando. Información descontrolada que pudiera dañar el partido Ideas Claras y, en definitiva, el importante trabajo de La Lucha Secreta. Era ese tipo de información lo que buscaba.

Nete había tramado algo para vengarse de él, de eso no cabía duda. Todo encajaba. Su extraña invitación de muchos años antes, y ahora la relación con Carl Mørck. Curt tenía que saber si en aquel piso había algo que pudiera poner en peligro la obra de su vida. Cuando hubiera despertado a las dos personas del piso, ya hablarían. Y sobre la información que le suministraran podrían trabajar otros.

Entonces oyó pasos en la habitación que daba a los Lagos. Pasos ligeros, algo arrastrados. No eran los pasos de un hombre de la altura y corpulencia de Carl Mørck.

Avanzó un paso y miró más allá de la mujer asustada. No parecía haber nadie más en la sala.

—Buenas tardes, Nete —dijo, mirándola a los ojos. Su mirada estaba más apagada, sus ojos más grises. El cuerpo no era tan ágil, ni el rostro tan perfilado y fino como antes. La edad había transformado de forma visible sus proporciones. Solía ocurrir—. Perdona, pero la puerta estaba abierta, así que me he permitido entrar. Supongo que no te importará. He tocado con los nudillos, pero no has debido de oírlo.

Ella sacudió la cabeza despacio.

—Bueno, somos viejos amigos, ¿no? Curt Wad es siempre bien recibido en tu casa, ¿verdad, Nete?

Cuando ella lo miró perpleja, él sonrió e hizo una panorámica lenta de la estancia. No, allí no había nada extraño, aparte de que había dos tazas en la mesa y de que Carl Mørck no estaba a la vista. Se fijó en las tazas. ¡Vaya! Una estaba casi llena de café, la otra casi vacía.

Curt avanzó un par de pasos hacia la mesa para tocar la taza de café mientras se aseguraba de que la mujer no iba a escapar. El café estaba algo tibio, no caliente.

—¿Dónde está Carl Mørck? —preguntó.

La mujer parecía asustada. Como si Mørck estuviera en algún rincón espiándolos. Miró una vez más alrededor.

—¿Dónde está? —repitió.

—Ha salido hace un rato.

—No, no ha salido, Nete. Lo habríamos visto salir del edificio. Vuelvo a preguntar: ¿dónde está? Harías bien en responder.

—Ha bajado por la escalera trasera. No sé por qué.

Curt se quedó un rato quieto. ¿Se habría dado cuenta Carl Mørck de que lo seguían? ¿Había estado siempre un paso por delante?

—Vamos a la puerta trasera —ordenó, e hizo señas para que se pusiera delante.

Ella se llevó la mano al pecho, pasó vacilante junto a él y siguió hacia la cocina.

—Por ahí —dijo, señalando con evidente inquietud la puerta de las escaleras en un rincón. Curt entendía bien por qué no quería seguir.

—Dices que se ha ido por ahí. Así que se ha tomado el trabajo de retirar las botellas, el cesto de la verdura y las bolsas de basura, y después tú te has tomado el trabajo de volver a ponerlo todo en su sitio. Lo siento mucho, pero no me lo creo ni por un segundo.

La agarró por los hombros y la giró hacia sí de golpe. Sus ojos miraban al suelo, y Curt lo comprendía. Aquella mujer simple era una mentirosa. Siempre lo había sido.

—¿Dónde está Carl Mørck? —repitió, agarró una jeringa del bolsillo de la chaqueta, quitó la funda de la aguja y se la colocó en el cuello.

—Se ha ido por la escalera trasera —repitió ella con un susurro.

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