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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

Expediente 64 (54 page)

BOOK: Expediente 64
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—De eso último creo que en el expediente no pone nada.

—No, pero pone otra cosa que es más interesante.

—¿Qué, Rose? ¡Vamos, habla!

—Pone el nombre del que la dejó embarazada, el que echó a rodar la bola.

—¿Quién fue?

—Viggo Mogensen. El que dices que hace unos días Nete dijo no conocer.

43

Septiembre de 1987

Nete divisó a Gitte Charles en cuanto su silueta apareció a bastante distancia, dirigiéndose al Pabellón. Aquella manera de andar característica y el balanceo de sus brazos, que a Nete le producía repelús. Llevaba más de treinta años sin haber tenido que verla, y ahora le hacía retorcerse las manos y mirar por la sala, para ver si todo estaba preparado para que el asesinato se consumara con rapidez. Tenía que ir como la seda, porque el dolor de cabeza no se le había ido, sino que lo sentía como una navaja de afeitar atravesándole la corteza cerebral, y estaba a punto de hacerla vomitar.

Maldita sea la migraña, pensó. Esperaba que se le pasara cuando dejara atrás todo aquello que le recordaba una y otra vez la vida que le habían destrozado.

Sí, pasaría unos meses fuera, y todo sería diferente. Tal vez incluso aceptara el hecho de que Curt Wad siguiera vivo.

Con esa manera de actuar, su pasado va a sorprenderlo y aniquilarlo en cualquier momento, pensó. No le quedaba otra.

Si no, iban a fallarle las fuerzas para matar a Gitte.

Pasados cuatro días desde el incendio y el fallido intento de fuga, llegaron dos policías de uniforme a llevarse a Rita y a Nete. Ni una palabra sobre lo que iba a suceder; claro que tampoco había dudas al respecto. «Incendiaria, corrupta e idiota» eran descripciones que no traían nada bueno allí, y la venganza de Gitte Charles fue metódica. Rita y Nete embarcaron a tierra firme, y después las llevaron en ambulancia al hospital de Korsør, atadas con correas como si fueran presidiarias camino de una ejecución. Y así se sintieron cuando vieron acercarse a los enfermeros de brazos peludos y movimientos precisos, y Nete y Rita gritaron y dieron patadas en todas direcciones mientras las transportaban por la planta hasta la sección de camas. Allí las ataron y dejaron a una junto a la otra, sollozando y pidiendo compasión por sus hijos no nacidos. Por lo visto, al personal del hospital le importaba un pimiento. Habían visto a demasiadas de aquellas «retrasadas morales» para dejarse conmover por las lágrimas y ruegos de Nete.

Al final, Rita se puso a gritar. Primero dijo que quería hablar con el jefe de servicio, después con la Policía, y al final con el mismísimo alcalde de Korsør, pero de nada le valió.

Y Nete se quedó conmocionada.

Dos médicos y dos enfermeras entraron sin decir palabra y se colocaron por parejas junto a sus camas mientras preparaban las inyecciones. Trataron de tranquilizarlas diciéndoles que era por su bien, y que después iban a poder vivir una existencia normal, pero el corazón de Nete latía por todos los niños que no iba a poder traer al mundo. Y cuando le hincaron la aguja su corazón casi paró, y se abandonó a sí misma y a sus sueños.

Cuando despertó pasadas unas horas, solo le quedaban los dolores del vientre y el vendaje. El resto se lo habían quitado.

Nete no dijo nada durante dos días, y tampoco después de que las llevaran de vuelta a Sprogø. Para ella solo quedaba tristeza y desaliento.

—La tonta no dice ni mu, a lo mejor ha aprendido la lección y todo —decían las funcionarias cuando podía oírlo, y era cierto. Pasó un mes sin decir nada. Total, ¿para qué?

Y la dejaron libre.

Pero Rita siguió en la isla. Había que poner algún límite a quién dejaban escapar a la sociedad, decían.

Nete, de pie en popa, vio que las olas envolvían la isla y el faro se hundía poco a poco en el horizonte, mientras pensaba que habría sido igual quedarse dentro, porque su vida había terminado de todas formas.

La primera familia para la que trabajó se componía de un herrero, su mujer y tres hijos mecánicos que vivían de trabajos esporádicos y chapuzas. Ninguna familia necesitaba tanto como aquella a alguien a quien reñir y esclavizar sin parar, y esa necesidad la tenían más que cubierta ahora que Nete vivía con ellos. Le mandaban hacer de todo, desde poner en orden el terreno sembrado de restos de maquinaria oxidada hasta cuidar a una patrona cuya mayor y única diversión consistía en mangonear, y sobre todo con Nete.

—Zorra, gitana, pocoseso —la insultaban sin parar, y si había la menor oportunidad de burlarse de ella, lo hacían.

—Tonta de capirote. ¿Es que no lees lo que pone, imbécil? —decía su patrona, señalando la parte trasera del paquete de detergente. Y como no podía leerlo, la humillación venía acompañada de un guantazo en la nuca.

—¿Es que no entiendes danés, inútil? —era la cantinela diaria, y Nete se encogía hasta desaparecer.

Los chicos le sobaban los pechos cuanto querían, y el padre amenazaba con ir más lejos. Cuando se lavaba, llegaban uno tras otro, olfateando como perros, y se quedaban frente a la puerta aullando de lascivia sin ningún pudor.

—Déjanos entrar, Nete. Y verás cómo hacemos que chilles como la cerda que eres —decían entre risas.

Y así pasaban los días, a la buena ventura, pero las noches eran más difíciles. Solía cerrar bien la puerta de su cuarto, sujetaba la manilla con la silla y se tumbaba en el suelo, a los pies de la cama. Si alguno consiguiera entrar y saltar sobre la cama, iba a llevarse una sorpresa, ya se encargaría ella de eso. Porque la cama estaba vacía, y el tubo de hierro que había encontrado en el patio era bastante pesado. Si las cosas se desmadraban, le importaba un carajo si dejaba a alguno medio muerto. ¿Qué podía ocurrirle que fuera peor que estar allí?

A veces se le pasaba por la cabeza mezclar un poco del beleño que había traído de la isla en el café de la noche. Pero siempre le fallaba el ánimo, así que se quedó en nada.

Lo que sí pasó fue que un día que la señora de la casa dio a su marido una bofetada de más, este fue en busca de la escopeta de caza y no solo le arrancó la cabeza, sino que dejó a la familia sin medios de subsistencia.

Nete pasó las horas siguientes sola en la cocina, balanceándose inquieta atrás y adelante, mientras los peritos de la Policía recogían de las paredes de la sala perdigones y pedazos de carne.

Pero al llegar la noche su destino inmediato se aclaró.

Un hombre bastante joven, tal vez solo cinco o seis años mayor que ella, le tendió la mano, diciéndole:

—Me llamo Erik Hanstholm, y a mi mujer Marianne y a mí nos han pedido que nos ocupemos de ti.

Las palabras «que nos ocupemos de ti» sonaron extrañas. Como una débil música de otro tiempo, hacía una eternidad de aquello, pero también como una señal de advertencia. Eran palabras así a las que había intentado una y otra vez aferrarse en vano, pero en aquel horrible hogar donde el eco del disparo aún estaba pegado a las paredes, no se habían pronunciado jamás.

Miró al hombre. Parecía bueno, pero rechazó la idea. ¿Cuántas veces se había equivocado por lo buenos que podían parecer los hombres?

—Pues así tendrá que ser —repuso, alzándose de hombros. ¿Qué podía decir? No tenía nada que decir.

—Marianne y yo vamos a trabajar como profesores de niños sordos en Bredebro. Allí en la «oscura Jutlandia» —dijo, riendo por la expresión—. Pero, a pesar de eso,a lo mejor tienes ganas de venirte con nosotros.

En aquel momento, lo miró a los ojos por primera vez. ¿Cuántas veces le habían dejado elegir a ella su futuro? Nunca, que ella recordara. ¿Y cuántas veces se habían dirigido a ella con palabras como «a lo mejor» y «tienes ganas»? Jamás desde que murió su madre, estaba segura.

—Nos hemos visto antes, pero hace ya muchos meses de eso —explicó el hombre—. Yo estaba leyendo un libro para una niña enferma de cáncer que era algo dura de oído en el hospital de Korsør, y tú estabas en la cama de enfrente. ¿Te acuerdas?

El hombre movió la cabeza arriba y abajo cuando vio la confusión de Nete, y cómo pestañeó un par de veces para protegerse de su mirada escrutadora.

¿Era realmente él?

—¿Crees que no noté cómo escuchabas? Ya lo creo que escuchabas. Esos ojos azules no se olvidan tan fácil.

Luego extendió la mano poco a poco hacia ella, sin tomar la suya. La dejó en el aire, frente a la mano de ella, y esperó.

Esperó hasta que Nete extendió sus dedos. Y estrechó su mano.

La vida de Nete sufrió una transformación unos días más tarde, en la casa de los maestros de Bredebro.

Llevaba tumbada en la cama desde su llegada, esperando que comenzara la esclavitud. Esperando más palabras duras y más abandonos que la seguirían como su propia sombra.

Entonces la mujer, Marianne Hanstholm, fue a buscarla, la llevó al despacho y señaló una pizarra.

—Vas a ver, Nete. Voy a hacerte unas preguntas, y tú tómate el tiempo que te haga falta para responder. ¿Lo harás?

Nete miró a la pizarra con las letras. Dentro de poco su mundo se desmoronaría, porque ya sabía para qué era aquello. Aquellos signos de la pizarra habían sido su maldición cuando iba a la escuela del pueblo. El cimbreo de la vara contra las costillas o el golpe de la regla contra los dedos no se olvidaban tan fácil. Y cuando la mujer que tenía enfrente se diera cuenta de que Nete no era capaz de reconocer ni la cuarta parte de las letras, y que además no sabía juntarlas, la empujarían otra vez al fango, que era donde todos decían que debía estar.

Nete apretó los labios.

—Yo quiero leer, señora Hanstholm, pero es que no sé.

Se miraron un momento en silencio, mientras Nete trataba de calcular dónde caería el golpe. Pero Marianne Hanstholm se limitó a sonreír.

—Que sí, cariño. Sí que sabes, pero no mucho. Si me dices cuál de esas letras reconoces, me pondré muy contenta.

Nete arrugó la frente. Y como lo único que sucedió fue que la mujer de enfrente sonrió y señaló la pizarra, se levantó a regañadientes y avanzó hacia ella.

—Conozco esa letra —dijo, señalando con el dedo—. Es la N; lo sé porque mi nombre empieza por esa letra.

Y la señora Hanstholm aplaudió y rio de buena gana.

—Bueno, pues ahora solo nos faltan otras veintisiete, ¿no es magnífico? —exclamó, poniéndose en pie y abrazando a Nete—. Verás qué sorpresa vamos a darles a todos.

Al sentir el calor de aquellos brazos Nete echó a temblar, pero la mujer la apretó con fuerza contra sí y le susurró que todo iba a arreglarse. Nete no podía creerlo.

Por eso siguió temblando y llorando.

Entonces apareció Erik Hanstholm, atraído por el barullo, y enseguida se emocionó ante la mirada brillante de Nete y sus hombros encogidos.

—Ay, Nete. Llora, llora tranquila por tus penas, que a partir de hoy no tendrás que sufrir más —la consoló, susurrando las palabras que desde aquel momento iban a sustituir toda la maldad que había sufrido—: Tú también vales, Nete. No lo olvides nunca: tú también vales.

Nete coincidió con Rita ante la farmacia de la calle principal de Bredebro en otoño de 1961, y oyó el mensaje a voces antes de que pudiera reaccionar ante el reencuentro.

—Han cerrado el asilo de Sprogø —le contó Rita, y rio un poco al ver la expresión asustada de Nete.

Y de pronto se puso seria.

—A la mayoría nos enviaron a casas para trabajar a cambio de comida y cama, así que no ha habido grandes cambios. Trajinar desde primera hora de la mañana hasta acostarte, y ni un céntimo para gastos. De eso se cansa una pronto.

Nete asintió con la cabeza. Bien que lo sabía ella. Luego trató de mirar a Rita a los ojos, pero era difícil. Tampoco eran unos ojos a los que hubiera esperado volver a mirar.

—¿Por qué has venido aquí? —preguntó por fin, aunque no sabía si quería oír la respuesta.

—Trabajo en una empresa de lácteos a veinte kilómetros. Pia, la puta de Århus, currela allí también; trabajamos desde las cinco de la mañana todo el puto día, y es un coñazo. Así que me he escapado para preguntarte si quieres venirte conmigo.

¿Que si Nete quería irse con ella? Ni hablar, nada más lejos de su intención. Solo verla le revolvía el estómago. ¿Cómo se atrevía a visitarla después de lo que le había hecho? De no ser por los celos y el egoísmo de Rita, todo habría sido diferente.

Nete habría salido de la isla y habría podido tener hijos.

—¡Venga, tía! Vendrás conmigo, ¿verdad, Nete? Nos escapamos, y al mundo que le den. ¿Te acuerdas de nuestros viejos planes? Inglaterra, y luego América. A un lugar donde nadie nos conozca.

Nete desvió la mirada.

—¿Cómo has sabido dónde estaba?

Rita rio con una risa seca. Los cigarrillos habían dejado su huella.

—¿Crees que Gitte Charles no te ha seguido la pista, boba? ¿Crees que no me ha dado el coñazo día tras día contándome lo bien que te iba la vida en libertad?

¡Gitte Charles! Nete apretó los puños al oír el nombre.

—¡Charles! ¿Dónde está ahora?

—Si lo supiera, no lo iba a pasar nada bien —replicó Rita con frialdad.

Nete la miró un instante. Ya había visto de lo que era capaz Rita. La había visto golpear con el cucharón de la colada a las chicas que no querían pagar por los cigarrillos. Golpes duros, profundos, cuyos rastros violáceos solo se veían cuando las chicas se desvestían.

—Vete, Rita —advirtió, cabreada—. No quiero volver a verte en mi vida, ¿entendido?

Rita levantó el mentón y miró burlona a Nete.

—Vaya, la putita se ha vuelto fina. Eres demasiado distinguida para hablar conmigo. ¿Es por eso?

Nete asintió para sí. La vida le había enseñado que si querías entenderlo todo, tenías que atenerte a las dos verdades sobre las personas. La primera eran las palabras de su hermano acerca de las dos clases de personas; y la otra, que la vida de las personas es una constante cuerda floja sobre el abismo de las tentaciones, y que se puede caer muy bajo si no afianzas bien el pie.

En aquel momento tuvo la enorme tentación de emplear sus puños contra Rita y borrar a golpes la mirada arrogante de su rostro, pero Nete agachó la cabeza y se dio la vuelta. Si alguien tenía que caer en el abismo de las tentaciones, no iba a ser ella, desde luego.

—Buen viaje, Rita —dijo, vuelta de espaldas, pero Rita no estaba satisfecha.

—¡Ven aquí! —gritó, agarrando a Nete del hombro mientras se dirigía a dos inocentes amas de casa con la bolsa de la compra y rostros inescrutables.

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