Estado de miedo (26 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Estado de miedo
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—Si estudia la formación de icebergs —intervino Sarah—, ¿por qué trabaja tan lejos de la costa?

—En realidad no estamos tan lejos —dijo Kenner—. Hace dos años se desprendió un iceberg de la plataforma de Ross con unas dimensiones de seis kilómetros y medio de anchura por sesenta y cinco de longitud. Era del tamaño de Rhode Island, uno de los más grandes que se han visto.

—Aunque no debido al calentamiento del planeta —comentó Evans a Sarah con un resoplido de disgusto—. El calentamiento del planeta nunca provocaría algo así. No, ni hablar.

—En efecto, no lo provocó —dijo Kenner—. Se debió a condiciones climáticas locales.

Evans dejó escapar un suspiro.

—¿Por qué no me sorprende?

—La idea de condiciones locales, Peter, no tiene nada de raro —dijo Kenner—. Esto es un continente. Lo raro sería que no tuviese sus propias pautas meteorológicas, independientes de las tendencias globales que puedan o no existir.

—Y eso es muy cierto —confirmó Bolden—. Aquí se dan sin duda pautas locales. Como los vientos catabáticos.

—¿Los qué?

—Los vientos catabáticos. Son vientos gravitacionales. Seguramente observarán que esta zona es mucho más ventosa que el interior. El interior del continente es relativamente tranquilo.

—¿Qué es un viento gravitacional? —preguntó Evans.

—La Antártida es en esencia una gran bóveda de hielo —explicó Bolden—. El interior se halla a mayor altura que la costa. Y es más frío. El aire frío sopla pendiente abajo y gana velocidad a medida que avanza. Puede alcanzar entre ochenta y ciento treinta kilómetros por hora cuando llega a la costa. Sin embargo hoy no hace mal día.

—Es un alivio.

—Allí lo tiene, justo enfrente —anunció en ese momento Bolden—. Ese es el campamento de investigación del profesor Brewster.

CAMPAMENTO DE BREWSTER
MIÉRCOLES, 6 DE OCTUBRE
14.04 H

No había mucho que ver: un par de tiendas abovedadas de color naranja, una pequeña, una grande, ondeando al viento. Daba la impresión de que la grande era para el equipo; los bordes de las cajas se dibujaban en la tela de la tienda. Desde el campamento, Evans vio banderines de color naranja que indicaban la colocación de unidades en el hielo, espaciadas a varios cientos de metros, formando una fila que se perdía de vista a lo lejos.

—Pararemos ya —dijo Bolden—. Me temo que el doctor Brewster no está en este momento. No veo su vehículo oruga.

—Echaré un vistazo —contestó Kenner.

Apagaron los motores y se apearon. Pese a que Evans ya tenía frío en la cabina, cuando pisó el hielo y entró en contacto con el aire gélido, sintió una fuerte impresión. Ahogó una exclamación y tosió. Kenner no exteriorizó reacción alguna. Fue derecho a la tienda de material y desapareció dentro.

Bolden señaló la fila de banderines.

—¿Ven ahí las huellas de su vehículo, paralelas a las unidades sensoras? El doctor Brewster debe de haber salido a comprobadas. La fila se extiende a unos ciento cincuenta kilómetros al este.

—¿Ciento cincuenta kilómetros? —repitió Sarah.

—Así es. Ha instalado unidades de radio GPS a esa distancia.

Le transmiten los datos, y él registra su desplazamiento junto con el hielo.

—Pero no puede haber un desplazamiento muy grande…

—No en el transcurso de unos días, no. Pero estos sensores permanecerán ahí durante un año o más, enviando los datos por radio a Weddell.

—¿El doctor Brewster se quedará aquí todo ese tiempo?

—Ah, no, volverá, estoy seguro. Resulta demasiado caro mantenerlo aquí. Su beca cubre solo una estancia inicial de veintiún días y después visitas de control de una semana cada pocos meses. Pero nosotros le remitiremos los datos. En realidad, acabamos de introducirlos en internet; los recibe dondequiera que esté.

—¿Le han asignado, pues, una página web segura?

—Exactamente.

Evans golpeó el suelo con los pies en medio del frío.

—¿Y Brewster va a volver o qué?

—Debería, pero no puedo decirle cuándo.

Desde el interior de la tienda, Kenner gritó:

—¡Evans!

—Parece que me reclama.

Evans fue a la tienda. Bolden dijo a Sarah:

—Vaya con él si quiere. —Señaló hacia el sur, donde las nubes se oscurecían—. No nos conviene quedamos aquí mucho tiempo. Por lo visto, se avecina tormenta. Disponemos de unas dos horas, y si el cielo descarga no será divertido. La visibilidad se reduce a unos tres metros o menos. Tendríamos que parar hasta que despejase, y podrían pasar dos o tres días.

—Les avisaré —dijo Sarah.

Evans apartó la cortina de la tienda. El interior se hallaba bañado por un resplandor anaranjado a causa de la tela. Contenía los restos de cajas de embalaje de madera, rotas y amontonadas en el suelo. En lo alto había docenas de cajas de cartón, todas con la misma marca estampada: el logotipo de la Universidad de Michigan y un rótulo verde:

Universidad de Michigan

Departamento de Ciencias Medioambientales

Contenido: Material de investigación

Muy frágil

MANIPULAR CON CUIDADO

Arriba

—Parece oficial —decía Evans—. ¿Seguro que este tipo no es un científico de verdad?

—Míralo con tus propios ojos —dijo Kenner, y abrió una caja de cartón. Dentro, Evans vio una pila de conos de plástico, aproximadamente del mismo tamaño que los que se utilizaban en las carreteras. Solo que eran de color negro, no naranja—. ¿Sabes qué es esto?

—No —contestó Evans, negando con la cabeza. Sarah entró en la tienda.

—Dice Bolden que se avecina mal tiempo y no debemos quedamos aquí mucho rato.

—No te preocupes, no tardaremos —respondió Kenner—. Sarah, necesito que vayas a la otra tienda y mires si hay allí algún ordenador. Cualquier clase de ordenador, portátil, para el control del laboratorio, PDA, cualquier cosa con un microprocesador, y a ver si encuentras equipo de radio.

—¿Te refieres a transmisores o radios para escuchar?

—Cualquier cosa con una antena.

—De acuerdo. —Sarah se dio media vuelta y salió.

Evans seguía revisando las cajas de cartón. Abrió tres y luego una cuarta. Todas contenían aquellos mismos conos negros.

—No lo entiendo.

Kenner cogió un cono y lo volvió bajo la luz. En un rótulo en relieve se leía:
UNIDAD PTBC-XX-904/8776-AW203 US DOD
.

—¿Esto es material militar? —preguntó Evans.

—Exacto —contestó Kenner.

—Pero ¿qué son?

—Son contenedores protectores de BSP.

—¿BSP?

—Barrenos sincronizados de precisión. Son explosivos que se detonan con un milisegundo de diferencia a fin de producir efectos resonantes por inducción. Cada una de las cargas por separado no es especialmente destructiva, pero la sincronización crea ondas permanentes en la materia que las rodea. Ahí está su poder destructivo, en la onda permanente.

—¿Qué es una onda permanente? —quiso saber Evans.

—¿Has visto alguna vez a las niñas saltar a la comba? ¿Sí?

Pues bien, si en lugar de hacer girar la cuerda la sacuden de arriba abajo, generan ondas sinuosas que se desplazan a lo largo de la cuerda, de un lado a otro.

—Entiendo.

—Pero si las niñas la sacuden sin cesar, las ondas parecen dejar de moverse de un lado a otro. La cuerda adquiere una única forma curva y la conserva. ¿Lo has visto alguna vez? Pues eso es una onda permanente. Se refleja de un lado a otro en perfecta sincronización, de manera que parece inmóvil.

—¿Y eso es lo que hacen estos explosivos?

—Sí. En la naturaleza, las ondas permanentes poseen una fuerza extraordinaria. Pueden hacer añicos un puente colgante. Pueden destruir un rascacielos. Los efectos más destructivos de un terremoto son causados por ondas permanentes generadas en la corteza terrestre.

—Así que Brewster consiguió estos explosivos… y los ha colocado en fila… ¿a lo largo de unos ciento cincuenta kilómetros? ¿No es eso lo que Bolden ha dicho? ¿Ciento cincuenta kilómetros?

—Así es. Y me parece que no hay duda de cuáles son sus intenciones. Nuestro amigo Brewster espera romper el hielo en una distancia de ciento cincuenta kilómetros y provocar el desprendimiento del mayor iceberg en la historia del planeta.

Sarah asomó la cabeza en la entrada.

—¿Has encontrado algún ordenador? —preguntó Kenner.

—No —respondió ella—. Allí no hay nada. Nada en absoluto. Ni sacos de dormir, ni comida, ni efectos personales. Nada excepto la tienda vacía. Ese hombre se ha marchado.

Kenner lanzó un juramento.

—Muy bien —dijo—. Ahora escuchadme con atención. Esto es lo que vamos a hacer.

CAMINO DE LA ESTACIÓN DE WEDDELL
MIÉRCOLES, 6 DE OCTUBRE
14.22 H

—Ni hablar —dijo Jimmy Bolden negando con la cabeza—. Perdone, doctor Kenner, pero eso no puedo permitido. Es demasiado peligroso.

—¿Por qué es peligroso? —preguntó Kenner—. Usted los lleva a ellos dos a la estación, y yo seguiré a los vehículos de Brewster hasta que lo alcance.

—No, permaneceremos juntos.

—Jimmy —dijo Kenner con firmeza—, no vamos a hacer eso.

—Con el debido respeto, doctor Kenner, usted no conoce esta parte del planeta…

—Olvida que soy inspector de la IADG. Fui residente en la estación de Vostok durante seis meses en invierno de 1999. Y fui residente en Morval durante tres meses en 1991. Sé muy bien lo que hago.

—En fin, no sé…

—Póngase en contacto con Weddell. El jefe de la estación se lo confirmará.

—Bueno, planteado así…

—Así es como lo planteo —dijo Kenner con firmeza—. Ahora lleve a estas dos personas de regreso a la base. Estamos perdiendo el tiempo.

—De acuerdo, si no va a correr usted peligro… —Bolden se giró hacia Evans y Sarah—. Nos vamos, pues. Monten, amigos, y nos marcharemos.

Minutos después Evans y Sarah daban tumbos por el hielo siguiendo al vehículo oruga de Bolden. Detrás de ellos, Kenner se alejaba hacia el este, avanzando en paralelo a la línea de banderines. Evans volvió la vista atrás justo a tiempo de ver a Kenner detenerse, salir, inspeccionar por un instante uno de los banderines para después volver a montar y continuar su camino.

Bolden lo vio también.

—¿Qué está haciendo? —preguntó con nerviosismo.

—Simplemente echando un vistazo a la unidad, supongo.

—No debería salir del vehículo —dijo Bolden—. Y no debería estar solo en la plataforma. Lo prohíbe el reglamento.

Sarah presintió que Bolden se disponía a dar media vuelta y advirtió:

—Le diré una cosa sobre el doctor Kenner, Jimmy.

—¿Qué?

—No le conviene sacado de sus casillas.

—¿En serio?

—De verdad, Jimmy. No le conviene.

—Bueno…, pues nada.

Siguieron adelante, ascendiendo por una larga elevación y bajando por el lado opuesto. El campamento de Brewster se perdió de vista, y también el vehículo de Kenner. Frente a ellos el inmenso campo blanco de la plataforma de hielo de Ross se extendía hasta el horizonte gris.

—Dos horas, amigos —anunció Bolden—. Y después una ducha caliente.

La primera hora transcurrió sin incidentes. Evans empezó a adormecerse, y de vez en cuando lo despertaban con un sobresalto los bruscos movimientos del vehículo. Luego se adormilaba de nuevo y daba cabezadas hasta la siguiente sacudida.

Conducía Sarah.

—¿No estás cansada?

—No, en absoluto.

El sol estaba bajo en el horizonte, oscurecido por la niebla. El paisaje era una combinación de tonos gris claro, sin apenas separación entre la tierra y el cielo. Evans bostezó.

—¿Quieres que te releve?

—Estoy bien, gracias.

—Soy buen conductor.

—Ya lo sé.

Evans pensaba que Sarah, pese a su encanto y su belleza, tenía sin duda un lado marimandón. Era la clase de mujer que desearía controlar el mando a distancia.

—Seguro que eres de las que se apropian del mando a distancia —comentó.

—¿Eso crees? —Sarah sonrió.

En cierto modo, pensó él, resultaba irritante que no lo tomara en serio como hombre. Al menos, no como hombre en el que podía llegar a interesarse. A decir verdad, la encontraba un poco demasiado fría para su gusto. Un poco demasiado rubia impasible. Un poco demasiado controlada bajo aquel hermoso exterior.

Se oyó el chasquido de la radio y Bolden dijo:

—No me gusta esa tormenta que se avecina. Mejor será que tomemos un atajo.

—¿Qué atajo?

—Es menos de un kilómetro, pero nos ahorrará veinte minutos. Síganme. —Se desvió a la izquierda y, dejando atrás la pista de nieve apisonada, se adentró por los campos de hielo.

—Muy bien —dijo Sarah—. Detrás de usted.

—Buen trabajo —observó Bolden—. Aún estamos a una hora de Weddell. Conozco bien esta ruta, es coser y cantar. Basta con que sigan siempre justo detrás de mí. Ni a la izquierda ni a la derecha, justo detrás, ¿está claro?

—Entendido —contestó Sarah.

—Bien.

En cuestión de minutos, se habían alejado varios centenares de metros de la carretera. Allí el terreno era hielo duro y desnudo, y las orugas de los vehículos chirriaban sobre él.

—Ahora estamos sobre hielo —anunció Bolden.

—Ya lo he notado.

—No tardaremos.

Evans miraba por la ventanilla. Ya no veía la carretera. De hecho, ya no sabía siquiera en qué dirección había quedado. Todo parecía igual. De pronto sintió inquietud.

—Estamos literalmente en medio de ninguna parte.

El vehículo se deslizó un poco a un lado por el hielo. Evans tendió las manos hacia el salpicadero. Sarah recuperó el control de inmediato.

—¡Dios santo! —exclamó Evans aferrándose al salpicadero.

—¿Eres un pasajero nervioso? —preguntó Sarah.

—Quizá un poco.

—Es una lástima que no podamos oír música. ¿Hay alguna manera de poner música? —preguntó Sarah a Bolden.

—Debería —contestó Bolden—. Weddell emite las veinticuatro horas del día. Un momento. —Detuvo su vehículo y, a pie, retrocedió hasta el de ellos. Subió al pescante y abrió la puerta, dejando entrar una ráfaga de aire gélido—. A veces esto produce interferencias —dijo, y desprendió el transpondedor del salpicadero—. Pruebe la radio ahora.

Sarah giró el botón del receptor. Bolden regresó a su cabina roja con el transpondedor. Su motor de gasoil expulsó una nube de humo negro por el escape cuando puso el vehículo en marcha.

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