Estado de miedo (23 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Estado de miedo
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—¿Eso hizo? —preguntó Evans. Kenner asintió.

—Hace dos semanas.

Evans se volvió hacia Sarah.

—¿Tú lo sabías?

Sarah desvió la mirada por un momento y luego dijo:

—Me pidió que no se lo contase a nadie.

—¿George te pidió eso?

—Se lo pedí yo —terció Kenner.

—¿Así que tú estabas detrás de todo esto?

—No, yo simplemente consulté a George. Era su terreno.

Pero la cuestión es que cuando cedes el dinero a una entidad externa, ya no controlas el gasto, y tienes la posibilidad de negar cualquier implicación al respecto.

—Dios mío —dijo Evans—, y yo que pensaba que a George le preocupaba la demanda de Vanuatu.

—No —dijo Kenner—. La demanda probablemente no tiene ningún futuro. Es muy difícil que llegue a juicio.

—Pero Balder dijo que cuando disponga de datos fiables sobre el nivel del mar…

—Balder ya dispone de datos fiables. Desde hace meses.

—¿Cómo?

—Los datos demuestran que no se ha producido el menor aumento en los niveles del Pacífico sur en los últimos treinta años.

—¿Cómo?

Kenner se volvió hacia Sarah.

—¿Peter siempre es así?

La auxiliar de vuelo colocó los manteles, las servilletas y los cubiertos.

—Tengo fushi con pollo, espárragos y tomates secados al sol —dijo— y a continuación ensalada variada. ¿Les apetece vino?

—Vino blanco —contestó Evans.

—Tengo un Puligny-Montrachet. Creo que del año noventa y ocho, pero no estoy muy segura. El señor Morton solía llevar a bordo el del noventa y ocho.

—Me basta con que traiga la botella entera —dijo Evans, intentando hacer un chiste. Kenner lo había puesto nervioso. Horas antes lo había visto inquieto, casi crispado. En cambio ahora, sentado en el avión, parecía muy tranquilo. Implacable. Mantenía la actitud de un hombre que plantea verdades evidentes, pese a que para Evans ninguna de ellas era en absoluto evidente. Por fin dijo—: Lo había entendido todo mal. Si lo que dices es cierto…

Kenner se limitó a mover la cabeza en un lento gesto de asentimiento.

Evans pensó: «Está dejando que me haga una composición de lugar». Se volvió hacia Sarah.

—¿Esto también lo sabías?

—No —contestó ella—. Pero sabía que algo andaba mal. Venía notando a George muy alterado desde hacía dos semanas.

—¿Crees que por eso pronunció ese discurso y se suicidó?

—Quería incomodar al NERF —explicó Kenner—. Quería un examen a fondo de la organización por parte de los medios. Porque pretendía impedir lo que está a punto de ocurrir.

Llegó el vino en copas de cristal tallado. Evans apuró la suya de un trago y la tendió para que le sirvieran más.

—¿Y qué está a punto de ocurrir? —preguntó.

—Según esa lista, se producirán cuatro acciones —contestó Kenner—. En cuatro lugares del mundo. Con un día de diferencia poco más o menos.

—¿Qué clase de acciones?

—Por el momento tenemos tres pistas útiles —dijo Kenner cabeceando.

Sanjong acarició la servilleta.

—Es de hilo auténtico —comentó, impresionado—. Y cristal auténtico.

—Bonitas, ¿no? —dijo Evans, y volvió a vaciar la copa.

—¿Cuáles son esas pistas? —preguntó Sarah.

—La primera es que no se ha fijado el momento exacto. Cabría pensar que una acción terrorista se planea con toda precisión, al minuto. No es este el caso.

—Quizá el grupo no esté muy bien organizado.

—Dudo que sea esa la explicación. La segunda pista la hemos descubierto esta noche, y es de vital importancia —prosiguió Kenner—. Como habéis observado en la lista, se han previsto varios lugares alternativos para las acciones. También aquí cabría pensar que una organización terrorista elegiría un lugar y se atendría a eso. Pero este grupo no lo ha hecho así.

—¿Por qué no?

—Supongo que eso refleja la clase de acciones planeadas.

Debe de existir un grado de incertidumbre inherente a las propias acciones o a las condiciones necesarias para llevadas a cabo.

—Eso es muy vago.

—Es más de lo que sabíamos hace doce horas.

—¿Y la tercera pista? —preguntó Evans, haciendo una seña a la auxiliar de vuelo para que volviese a llenarle la copa.

—La tercera pista la tenemos desde hace un tiempo. Ciertos organismos estatales siguen el rastro a la venta de alta tecnología de uso restringido que podría ser útil a terroristas. Por ejemplo, a todo aquello que puede emplearse en la producción de armas nucleares, como centrifugadores, determinados metales y demás; a los explosivos convencionales de gran potencia; a ciertas biotecnologías de vital importancia; y a todo equipo que pudiese usarse para alterar redes de comunicación, por ejemplo, todo aquello que genera impulsos electromagnéticos o frecuencias de radio de alta intensidad.

—Sí…

—Realizan este trabajo con procesadores para el soporte de redes neurales aplicables al reconocimiento de pautas, que buscan regularidades en grandes cantidades de datos; en este caso, básicamente miles de facturas. Hace unos ocho meses los procesadores detectaron una tenue pauta que parecía indicar un origen común en la venta muy dispersa de cierto equipo electrónico y de investigación.

—¿Cómo llegó a esa conclusión el ordenador?

—El ordenador eso no lo dice; simplemente informa de la pauta, y después esta es investigada por agentes sobre el terreno.

—¿Y?

—La pauta se confirmó. El FEL estaba comprando alta tecnología muy avanzada a empresas de Vancouver, Londres, Osaka, Helsinki y Seúl.

—¿Qué clase de equipo? —preguntó Evans.

Kenner empezó a enumerar con la ayuda de los dedos.

—Depósitos de fermentación para bacterias oxidantes del amonio. Unidades de dispersión de partículas de nivel medio, de uso militar. Generadores de impulsos tectónicos. Unidades magnetohidrodinámicas transportables. Cavitadores hipersónicos.

Procesadores de impactos resonantes.

—No sé qué es nada de eso —dijo Evans.

—Casi nadie lo sabe —dijo Kenner—. Parte de eso es tecnología medioambiental bastante corriente, como las bacterias oxidantes del amonio. Se utilizan en el tratamiento industrial de las aguas residuales. Otra parte es de uso militar, pero está a la venta en el mercado abierto. Y otra parte es material experimental de alto nivel. Pero todo es caro.

—Pero ¿cómo va a utilizarse? —preguntó Sarah. Kenner negó con la cabeza.

—Nadie lo sabe. Eso es lo que vamos a averiguar.

—¿Y cómo
crees
que va a utilizarse?

—No me gustan las especulaciones —respondió Kenner. Cogió una canasta de panecillos—. ¿Alguien quiere pan?

CAMINO DE PUNTA ARENAS
MIÉRCOLES, 6 DE OCTUBRE
3.01 H

El avión surcó el cielo nocturno.

La parte delantera estaba a oscuras; Sarah y Sanjong dormían en camas improvisadas, pero Evans no podía conciliar el sueño. Sentado en la parte de atrás, miraba por la ventanilla la alfombra de nubes, que despedía un resplandor plateado a la luz de la luna.

Kenner ocupaba el asiento de enfrente.

—Es un mundo hermoso, ¿no? —preguntó—. El vapor de agua es uno de los rasgos característicos de nuestro planeta. Crea una gran belleza. Resulta sorprendente que la ciencia tenga un conocimiento tan limitado del comportamiento del vapor de agua.

—¿En serio?

—Aunque nadie lo admita, la atmósfera es un gran misterio. Un sencillo ejemplo: nadie puede afirmar con certeza si el calentamiento del planeta dará como resultado más nubes o menos.

—Un momento —dijo Evans—. El calentamiento del planeta elevará las temperaturas, así que se evaporará más humedad de los mares, y a mayor humedad, más nubes.

—Esa es una teoría. Pero el aumento de las temperaturas implica también más vapor de agua en el aire y por tanto menos nubes.

—¿Y cuál se impondrá?

—Nadie lo sabe.

—Si es así, ¿cómo se crean modelos del clima por ordenador? —preguntó Evans.

Kenner sonrió.

—Por lo que a la capa de nubes se refiere, extraen conjeturas.

—¿Conjeturas?

—Bueno, no suelen llamarse conjeturas. Se llaman estimación, o parametrización o aproximación. Pero si algo no se comprende, es imposible aproximarse a ello, así que en realidad son solo conjeturas.

Evans sintió el principio de un dolor de cabeza.

—Creo que para mí ya es hora de dormir un rato —dijo.

—Buena idea —contestó Kenner echando un vistazo a su reloj—. Aún faltan ocho horas para aterrizar.

La auxiliar de vuelo entregó un pijama a Evans. Fue a cambiarse al baño. Al salir, Kenner seguía allí sentado, contemplando las nubes iluminadas por la luna a través de la ventanilla. Aun sabiendo que no le convenía, Evans dijo:

—Por cierto, antes has comentado que la demanda de Vanuatu no llegará a juicio.

—Así es.

—¿Por qué no? ¿Por los datos sobre el nivel del mar?

—En parte, sí. Es difícil sostener que tu país corre peligro de inundación a causa del calentamiento del planeta si no sube el nivel del mar.

—Cuesta creer que el nivel del mar no esté subiendo —dijo Evans—. No he leído un solo texto donde no se afirme lo contrario. Todos los informes que se emiten por televisión…

—¿Te acuerdas de las abejas asesinas africanas? —preguntó Kenner—. Se habló de ellas durante años. Ahora están aquí, y al parecer no hay ningún problema. ¿Te acuerdas del Y2K? Todo lo que uno leía por aquel entonces inducía a pensar que el desastre era inminente. Aquello duró meses. Pero al final no era verdad.

Evans pensó que el Y2K no demostraba nada en cuanto al nivel del mar. Sintió el impulso de plantearlo, pero a la vez tuvo que reprimir un bostezo.

—Es tarde —dijo Kenner—. Ya hablaremos de todo eso mañana.

—¿No vas a dormir?

—Todavía no. Tengo que trabajar.

Evans se dirigió hacia la parte delantera, donde dormían los otros. Se acostó aliado de Sarah, pasillo por medio, y se tapó hasta la barbilla con la manta. Le quedaron los pies al descubierto, se incorporó, se envolvió los pies con la manta y volvió a tenderse. La manta no le llegaba ni a los hombros. Pensó en levantarse y pedirle otra a la auxiliar de vuelo.

Pero antes le venció el sueño.

Lo despertó el intenso resplandor del sol. Oyó el tintineo de los cubiertos y percibió olor a café. Se frotó los ojos y se sentó. Los demás desayunaban en la parte de atrás del avión.

Consultó su reloj. Había dormido más de seis horas. Fue a la parte posterior.

—Será mejor que comas —aconsejó Sarah—. Aterrizamos dentro de una hora.

Temblando a causa del aire helado que soplaba desde el océano, salieron a la pista de aterrizaje de Marso del Mar. Alrededor, el paisaje era llano, verde, pantanoso y gélido. A lo lejos, Evans vio los chapiteles nevados y desiguales de la sierra de El Fogara, en el sur de Chile.

—Pensaba que aquí era verano —comentó.

—Lo es —confirmó Kenner—. O más bien finales de la primavera.

El aeródromo se componía de una pequeña terminal de madera y una hilera de hangares de acero ondulado, como chozas Quonset de enorme tamaño. Había siete u ocho aviones, todos cuatrimotores con hélices. Algunos tenían patines retráctiles sobre el tren de aterrizaje.

—Justo a tiempo —dijo Kenner señalando las colinas más allá del aeródromo. Un Land Rover avanzaba hacia ellos bamboleándose—. Vamos.

Dentro de la pequeña terminal, que era poco más que una sala con las paredes cubiertas de cartas de navegación aérea manchadas y descoloridas, todos se pusieron parkas, botas y demás equipo llegado en el Land Rover. Las parkas eran de vivo color rojo o naranja.

—He intentado conseguir las tallas adecuadas para todos —dijo Kenner—. No os olvidéis de coger también calzoncillos largos y chalecos de forro polar.

Evans echó una mirada a Sarah. Estaba sentada en el suelo calzándose unos calcetines gruesos y unas botas. Después, con toda naturalidad, se quedó en sujetador y se puso un forro polar por la cabeza. Se movía con rapidez y eficacia. No miraba a ninguno de los hombres.

Fuente:
giss.nasa.gov

Sanjong observaba los gráficos y cartas de navegación aérea de la pared y pareció interesarse en uno en particular. Evans se acercó.

—¿Qué es?

—Es el registro de la estación meteorológica de Punta Arenas, cerca de aquí. Es la ciudad más cercana a la Antártida de todo el mundo. —Golpeteó el gráfico con el dedo y se echó a reír—. He ahí el calentamiento del planeta.

Evans miró el gráfico con expresión ceñuda.

—Id acabando —dijo Kenner echando un vistazo a su reloj—. Nuestro avión sale dentro de quince minutos.

—¿Adónde vamos exactamente? —preguntó Evans.

—A la base más próxima al monte Terror. Se llama Estación Weddell, supervisada por los neozelandeses.

—¿Qué hay allí?

—No gran cosa, amigo —contestó el conductor del Land Rover, y soltó una risotada—. Pero con el tiempo que hemos tenido en los últimos días, tendrán suerte si llegan.

CAMINO DE LA ESTACIÓN WEDDELL
MIÉRCOLES, 6 DE OCTUBRE
8.04 H

Evans miró por le estrecha ventanilla del Hércules. La vibración de las hélices lo adormecía, pero le fascinaba el paisaje: kilómetros y kilómetros de hielo gris, panorama interrumpido solo por la niebla intermitente y algún que otro afloramiento de roca negra. Era un mundo sin sol, mono cromático. E inmenso.

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