Estado de miedo (21 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Estado de miedo
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—Los guardias de seguridad me han encontrado micrófonos encima —contestó Sarah—, y por toda la casa. Suponen que esa fue la razón del robo, colocar micrófonos. ¿Y adivina qué? Tú también llevas micrófonos.

Evans miró alrededor.

—¿Ya no hay problema en la casa?

—La han barrido y verificado electrónicamente. Han encontrado una docena de micrófonos. Es de suponer que está limpia.

Se sentaron en el sofá.

—Quienquiera que haya hecho esto, piensa que sabemos algo —dijo Sarah—, y empiezo a creer que están en lo cierto.

Evans le mencionó los comentarios de Morton acerca de la lista.

—¿Compró una lista?

Evans asintió con la cabeza.

—Eso me dijo.

—¿Te explicó qué clase de lista era?

—No. Iba a contarme algo más, pero no tuvo ocasión de hacerla.

—¿No te dijo nada más cuando estabais solos?

—No que yo recuerde.

—¿Al subir al avión?

—No…

—¿En la mesa, durante la cena?

—No, creo que no.

—¿Cuando lo acompañaste al coche?

—No, se pasó el rato cantando. Me resultó un tanto violento, para serte sincero… y luego subió al coche. Un momento. —Evans se irguió en el asiento—. Me dijo algo raro.

—¿Qué?

—Un dicho filosófico budista. Me pidió que lo recordase.

—¿Qué era?

—No me acuerdo —respondió Evans—. O al menos no exactamente. Era algo así como «Lo que importa está cerca de donde se encuentra el Buda».

—A George no le interesaba el budismo. ¿Por qué te diría una cosa así?

—Lo que importa está cerca de donde se encuentra el Buda —repitió Evans. Tenía la mirada fija al frente, en la sala audiovisual contigua—. Sarah…

Justo delante de ellos, bajo una espectacular iluminación cenital, se alzaba una enorme escultura en madera de un Buda sentado. Birmano, del siglo XIV.

Evans se puso en pie y entró en la sala audiovisual. Sarah lo siguió. La escultura medía un metro veinte de altura y se hallaba sobre un elevado pedestal. Evans rodeó la estatua.

—¿Tú crees? —preguntó Sarah.

—Es posible.

Evans recorrió con los dedos la base de la estatua. Bajo las piernas cruzadas había un estrecho hueco, pero no notó nada. Se agachó, miró: nada. Se advertían en la madera anchas grietas, pero no contenían nada.

—¿Y si movemos la base? —sugirió Evans.

—Lleva ruedas —dijo Sarah.

La desplazaron a un lado dejando a la vista nada más que la alfombra blanca.

Evans dejó escapar un suspiro.

—¿Hay por aquí algún otro Buda? —preguntó, mirando alrededor.

Sarah se había arrodillado.

—Peter —dijo.

—¿Qué?

—Mira.

Se agachó. Una brecha de algo más de dos centímetros separaba la base del pedestal del suelo. Apenas visible en esa brecha asomaba el ángulo de un sobre, adherido al interior del pedestal.

—Vaya, vaya.

—Es un sobre.

Sarah introdujo los dedos.

—¿Llegas?

—Eso… creo… ¡Ya lo tengo! —Lo extrajo. Era un sobre de tamaño carta, cerrado y sin membrete—. Podría ser esto —dijo, entusiasmada—. Peter, me parece que quizá lo hemos encontrado.

Se apagaron las luces y la casa se sumió en la oscuridad. Se pusieron de pie al instante.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Evans.

—No te preocupes —dijo ella—. El generador de emergencia se activará enseguida.

—En realidad no se activará —aseguró una voz en la oscuridad.

Dos potentes linternas les iluminaron las caras. Evans entornó los ojos ante la áspera luz; Sarah se los tapó con la mano.

—¿Puede darme el sobre, por favor? —preguntó la voz.

—No —contestó Sarah.

Se oyó un chasquido mecánico, como si hubiesen amartillado un arma.

—Nos haremos con ese sobre —dijo la voz—. Por las buenas o por las malas.

—Ni hablar —insistió Sarah.

De pie junto a ella, Evans susurró:

—Sarah…

—Cállate, Peter. No voy a dárselo.

—Dispararemos si no queda más remedio —advirtió la voz.

—Sarah, entré gales el puto sobre —exigió Evans.

—Que lo cojan ellos —dijo Sarah con tono desafiante.

—Sarah…

—¡Zorra! —gritó la voz, y se oyó un disparo.

Evans se vio envuelto en el caos y la negrura. Siguió otro grito. Una de las linternas rebotó en el suelo, rodó y quedó enfocada hacia un rincón. En las sombras, Evans vio una silueta enorme y oscura atacar a Sarah, que lanzó un chillido y golpeó con el pie. Sin pensar, Evans se arrojó contra el agresor y le agarró un brazo enfundado en la manga de una cazadora de cuero. Olió el aliento a cerveza del hombre, lo oyó gruñir. Acto seguido, alguien tiró de él, lo derribó y le asestó un puntapié en las costillas.

Evans rodó por el suelo y chocó contra un mueble. En ese momento una voz distinta, grave, dijo desde detrás de una linterna:

—Apártate.

De inmediato el agresor dejó de luchar contra ellos y se volvió hacia esta nueva voz. Evans miró atrás y vio a Sarah en el suelo. Otro hombre se levantó y se volvió hacia la linterna.

Se oyó una leve detonación y el hombre gritó y cayó de espaldas. El haz de la linterna giró hacia el individuo que había golpeado a Peter.

—Tú, al suelo.

El hombre se tendió al instante en la alfombra.

—Boca abajo.

El hombre se dio la vuelta.

—Así está mejor —dijo la nueva voz—. ¿Estáis los dos bien?

—Yo sí —contestó Sarah, jadeando, con la mirada fija en la luz—. ¿Quién demonios eres?

—Sarah —dijo la voz—, me decepciona que no me reconozcas.

En ese preciso momento volvió a encenderse la luz en la sala.

—¡John! —exclamó Sarah.

Y para asombro de Evans, ella pasó por encima del cuerpo del agresor caído para dar un abrazo de agradecimiento a John Kenner, profesor de ingeniería geoambiental del MIT.

HOLMBY HILLS
MARTES, 5 DE OCTUBRE
20.03 H

—Creo que merezco una explicación —dijo Evans.

Kenner, agachado, esposaba a los dos hombres tendidos en el suelo. El primer hombre seguía inconsciente.

—Es una pistola Tasef modulada —respondió Kenner—. Dispara un dardo de quinientos megahercios y este transmite una descarga de cuatro milisegundos que anula el funcionamiento del cerebelo. La víctima se desploma. La pérdida de conocimiento es inmediata. Pero solo dura unos minutos.

—No —dijo Evans—. Me refiero a…

—¿Por qué estoy aquí? —dijo Kenner mirándolo con un amago de sonrisa.

—Sí —confirmó Evans.

—Es un buen amigo de George —aclaró Sarah.

—¿Lo es? —preguntó Evans—. ¿Desde cuándo?

—Desde que nos conocimos todos nosotros, hace un tiempo —contestó Kenner—. Y creo que recordarás también a mi socio, Sanjong Thapa.

Entró en la sala un joven robusto y musculoso de piel oscura y pelo muy corto. Como la vez anterior, Evans se fijó en su porte vagamente militar y su acento británico.

—Ya hay luz en todas partes —dijo Sanjong Thapa—. ¿Aviso a la policía?

—Todavía no —respondió Kenner—. Échame una mano, Sanjong. —Juntos, Kenner y su amigo, registraron los bolsillos de los hombres esposados—. Como pensaba —dijo Kenner, irguiéndose por fin—, no llevan identificación.

—¿Quiénes son?

—Eso será una pregunta para la policía —contestó Kenner. El hombre inconsciente empezó a toser y despertó—. Sanjong, llevémoslos a la puerta de entrada.

Levantaron a los intrusos y, medio arrastrándolos, los condujeron afuera.

Evans se quedó solo con Sarah.

—¿Cómo ha entrado Kenner en la casa?

—Estaba en el sótano. Ha estado registrando la casa casi toda la tarde.

—¿Y por qué no me lo has dicho?

—Yo se lo pedí —dijo Kenner, regresando a la sala—. No estaba totalmente seguro respecto a usted. Esto es un asunto complicado. —Se frotó las manos—. Y ahora, ¿echamos un vistazo a ese sobre?

—Sí. —Sarah se sentó en el sofá y lo abrió. Contenía una sola hoja, cuidadosamente plegada. La miró con incredulidad. El desánimo se reflejó en su rostro.

—¿Qué es? —preguntó Evans.

Sin pronunciar palabra, Sarah le entregó el papel.

Era una factura de Edwards Pine Art Display Company de Torrance, California, por la construcción de un pedestal de madera para colocar la estatua de un Buda, con fecha de tres años atrás.

Abatido, Evans se sentó en el sofá al lado de Sarah.

—¿Qué? —dijo Kenner—. ¿Ya os dais por vencidos?

—No sé qué más hacer —repuso Evans.

—Puedes empezar por contarme qué te dijo exactamente George Morton.

—No lo recuerdo exactamente.

—Dime lo que recuerdes.

—Me dijo que era un dicho filosófico. Algo así: «Lo que importa está cerca de donde se encuentra el Buda».

—No. Eso es imposible —dijo Kenner con tono categórico.

—¿Por qué?

—Nunca diría una cosa así.

—¿Por qué?

Kenner suspiró.

—Me parece evidente. Si estaba dando instrucciones, como suponemos, nunca habría sido tan impreciso. Tuvo que añadir algo más.

—Eso es lo único que recuerdo —replicó Evans, a la defensiva. La actitud exigente de Kenner le resultaba descortés, casi insultante. Aquel hombre empezaba a inspirarle antipatía.

—¿Es lo único que recuerdas? —dijo Kenner—. Intentémoslo otra vez. ¿Dónde hizo George esa afirmación? Debió de ser cuando salisteis del vestíbulo.

Evans quedó desconcertado. De pronto se acordó.

—¿Tú estabas allí?

—Sí, estaba allí. En el aparcamiento, a un lado.

—¿Por qué? —preguntó Evans.

—Ya hablaremos de eso más tarde —respondió Kenner—. Me decías que tú y George salisteis…

—Sí —dijo Evans—. Salimos. Hacía frío, y George dejó de cantar al sentir el frío. Estábamos de pie en la escalinata del hotel, esperando el coche.

—Ajá.

—Y cuando llegó, George montó en el Ferrari, y a mí me preocupó que condujese, y se lo comenté, y George dijo: «Esto me recuerda un dicho filosófico». Y yo pregunté: «¿Qué dicho?», y el respondió: «Lo que importa no está lejos de donde se encuentra el Buda».

—¿«No está lejos»? —repitió Kenner.

—Eso dijo.

—De acuerdo. Y en ese momento tú estabas…

—Inclinado junto al coche.

—El Ferrari.

—Sí.

—Inclinado. Y cuando George citó ese dicho filosófico, ¿qué contestaste?

—Simplemente le pedí que no condujese.

—¿Repetiste la frase?

—No —respondió Evans.

—¿Por qué no?

—Porque estaba preocupado por él. No debía conducir. En todo caso, recuerdo que pensé que no estaba bien expresado. «No a mucha distancia de donde se encuentra el Buda».

—¿A mucha distancia? —repitió Kenner.

—Sí —confirmó Evans.

—¿Te dijo «a mucha distancia»?

—Sí.

—Mucho mejor —dijo Kenner. Se movía inquieto por la sala, y su mirada saltaba de un objeto a otro. Tocaba algo, lo dejaba, seguía adelante.

—¿Por qué te parece mucho mejor? —preguntó Evans, airado.

Kenner abarcó la sala con un gesto.

—Mira alrededor, Peter. ¿Qué ves?

—Veo una sala audiovisual.

—Exacto.

—Pues no entiendo…

—Siéntate en el sofá, Peter.

Evans, todavía indignado, se sentó. Cruzó los brazos ante el pecho y dirigió una mirada colérica a Kenner.

Sonó el timbre de la puerta. Los interrumpió la llegada de la policía.

—Dejad que me ocupe yo de esto —propuso Kenner—. Será más fácil si no os ven.

Volvió a salir de la sala. Procedentes del vestíbulo, llegaron varias voces apagadas que hablaban de los dos intrusos capturados. Parecía percibirse una gran confianza entre todos ellos.

—¿Tiene Kenner algo que ver con las fuerzas del orden? —preguntó Evans.

—No exactamente.

—¿Qué significa eso?

—Según parece, simplemente conoce a cierta gente.

—Conoce a cierta gente —repitió Evans, mirándola de hito en hito.

—A gente de distinta clase, sí. Mandó a George a ver a muchos de ellos. Kenner tiene una gama de contactos muy amplia. Sobre todo en el terreno del medio ambiente.

—¿Es eso a lo que se dedica el Centro de Análisis de Riesgos? ¿A los riesgos medioambientales?

—No estoy segura.

—¿Por qué se ha tomado unos años sabáticos?

—Eso deberías preguntárselo a él.

—De acuerdo.

—No te cae bien, ¿verdad? —preguntó Sarah.

—No me cae mal. Solo pienso que es un gilipollas engreído.

—Está muy seguro de sí mismo.

—Los gilipollas suelen estarlo.

Evans se levantó y fue hasta un lugar desde donde veía el vestíbulo. Kenner, hablando con los policías, firmó unos documentos y les entregó a los intrusos. Los agentes bromeaban con él. De pie a un lado estaba el hombre moreno, Sanjong.

—¿Y qué me dices del hombrecillo que lo acompaña?

—Sanjong Thapa —dijo Sarah—. Kenner lo conoció en Nepal mientras escalaba una montaña. Sanjong era un oficial del ejército nepalí con la misión de ayudar a un equipo de científicos que estudiaba la erosión del terreno en el Himalaya. Kenner lo invitó a colaborar con él en Estados Unidos.

—Ahora me acuerdo. Kenner también es alpinista. Y estuvo a punto de entrar en el equipo olímpico de esquí. —Evans no pudo disimular su enojo.

—Es un hombre excepcional, Peter —dijo Sarah—. Aunque no te inspire simpatía.

Evans regresó al sofá, se sentó y cruzó los brazos.

—Bueno, en eso tienes razón. No me inspira simpatía.

—Presiento que en eso no estás solo. La lista de personas que no aprecian a John Kenner es muy larga.

Evans resopló y guardó silencio.

Seguían sentados en el sofá cuando Kenner regresó a la sala con andar brioso. Se frotaba otra vez las manos.

—Muy bien —dijo—. Lo único que esos dos chicos tienen que decir es que quieren hablar con un abogado, y parece que conocen a uno. Imaginaos. Pero sabremos algo más dentro de unas horas. —Se volvió hacia Peter—. Así pues, ¿misterio resuelto respecto al Buda?

Evans lo miró con inquina.

—No.

—¿En serio? Está bastante claro.

—¿Por qué no nos lo explicas? —preguntó Evans.

—Tiende la mano derecha hacia el extremo de la mesa —indicó Kenner.

Evans alargó la mano. En la mesa había cinco mandos a distancia.

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