Estado de miedo (27 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Estado de miedo
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—Habría cabido pensar que les preocupaba más la ecología —comentó Evans, contemplando los gases de escape del vehículo de Bolden mientras avanzaba.

—No encuentro música —dijo Sarah.

—Da igual —respondió Evans—. Tampoco me apetece tanto.

Recorrieron otros cien metros y Bolden se detuvo de nuevo.

—¿Y ahora qué? —protestó Evans.

Bolden se apeó del vehículo, fue a la parte trasera y echó un vistazo a las orugas.

Sarah seguía manipulando la radio. Pulsando los botones de las distintas frecuencias de transmisión, consiguió ráfagas de estática en cada una de ellas.

—No estoy muy seguro de que eso mejore las cosas —comentó Evans—. Déjalo. ¿Por qué nos habremos parado?

—No lo sé —contestó Sarah—. Parece que está examinando algo.

Bolden se dio media vuelta y los miró. Permaneció inmóvil, observándolos.

—¿Debemos salir? —pregunto Evans. La radio crepitó y oyeron:

—CM… aquí Weddell CM a… 401. ¿Está ahí, doctor Kenner? Weddell CM a… Kenner. ¿Me oye?

—Eh —dijo Sarah, sonriendo. Parece que por fin hemos encontrado algo.

La radio silbó y crepitó.

—… acabamos de encontrar a Jimmy Bolden inconsciente en el cuarto de mantenimiento. No sabemos quién es… ahí con… pero no es…

—Mierda —dijo Evans, fijando la mirada en el hombre que estaba frente a ellos—. ¿Ese no es Bolden? ¿Quién es?

—No lo sé, pero nos está cortando el paso —dijo Sarah—. Y espera…

—Espera ¿qué?

Se produjo un sonoro chasquido bajo ellos. Dentro de la cabina el ruido resonó como una detonación. El vehículo se desplazó ligeramente.

—A la mierda —dijo Sarah—. Nos vamos de aquí, aunque tenga que embestir a ese cabrón.

Puso el vehículo en movimiento y empezó a retroceder. Cambió la marcha y avanzó de nuevo.

Otro chasquido.

—¡Vamos! —exclamó Evans—. ¡Vamos!

Más chasquidos. El vehículo dio un bandazo y se ladeó.

Evans miró al individuo que se hacía pasar por Bolden.

—Es el hielo —dijo Sarah—. Ese hombre está esperando a que nos hundamos por nuestro propio peso.

—Embístele —dijo Evans señalando al frente. Aquel cabrón les dirigía un gesto con la mano. Evans tardó un momento en entenderlo. Por fin lo captó.

Les estaba diciendo adiós.

Sarah pisó el acelerador y avanzaron con un rugido del motor, pero al cabo de un instante el suelo cedió por completo y el vehículo descendió de morro. Evans vio la pared azul de una grieta en el suelo. El vehículo comenzó a despeñarse, y por un instante los envolvió un sobrecogedor mundo azul, antes de sumergirse en la negrura.

ZONA DE CORRIMIENTO
MIÉRCOLES, 6 DE OCTUBRE
15.51 H

Sarah abrió los ojos y vio una enorme forma estrellada de color azul cuyos brazos irradiaban en todas direcciones. Tenía la frente helada y un espantoso dolor en el cuello. Con cuidado, comprobó la movilidad de cada uno de sus miembros. Le dolían, pero podía moverlos todos excepto la pierna derecha, que le había quedado atrapada debajo de algo. Tosió y quedó inmóvil por un momento, intentando orientarse. Estaba tendida de costado, con la cara contra el parabrisas, que había roto con la frente. Tenía los ojos a unos centímetros del cristal resquebrajado. Se separó con cuidado y miró alrededor lentamente.

Estaba oscuro, como en una especie de crepúsculo. Una tenue luz llegaba de alguna parte a su izquierda. Pero veía que toda la cabina del vehículo yacía sobre un lado, con las orugas contra la pared de hielo. Debían de haber caído sobre un saliente. Miró hacia arriba; la boca de la grieta se hallaba sorprendentemente cerca, quizá a unos treinta o cuarenta metros. Eso le bastó para darle aliento.

A continuación miró hacia abajo, buscando a Evans. Pero en ese dirección la oscuridad era total. No lo vio. La vista se le acostumbró poco a poco. Ahogó un gritó. Comprendió su verdadera situación.

No se encontraban en un saliente.

El vehículo había caído en una grieta cada vez más estrecha, quedando encajonado de lado entre las paredes de la grieta. Las orugas estaban contra una pared, el techo de la cabina contra la otra, y la propia cabina se hallaba suspendida sobre la negra brecha. La puerta de Evans se había abierto.

Evans no estaba en la cabina. Había caído.

En la negrura.

—Peter.

No hubo respuesta.

—Peter, ¿me oyes?

Aguzó el oído. Nada. Ningún sonido ni movimiento. Nada en absoluto.

Y de pronto cayó en la cuenta: estaba sola ahí abajo. En una grieta helada a treinta metros de profundidad, en medio de un campo de hielo sin caminos, lejos de la carretera, a kilómetros de cualquier parte.

Y comprendió, con un escalofrío, que aquella sería su tumba.

Bolden —o quienquiera que fuese— lo había planeado muy bien, pensó Sarah. Se había llevado el transpondedor. Podía alejarse unos cuantos kilómetros, arrojarlo a la grieta más profunda que encontrase y luego regresar a la base. Cuando las partidas de rescate saliesen, se encaminarían hacia el transpondedor, que no estaría cerca de donde ella se encontraba. La búsqueda quizá se prolongaría durante días en una grieta profunda hasta que el grupo desistiese.

¿Y si ampliaban el radio de la búsqueda? Tampoco encontrarían el vehículo. Pese a estar solo a unos cuarenta metros de profundidad, era como si estuviese a cuatrocientos. Allí no lo vería un helicóptero, ni siquiera otro vehículo que pasase por al lado. Y de hecho no pasaría ninguno. Pensarían que el vehículo se había desviado de la ruta señalada, y buscarían en las inmediaciones de la carretera. No lejos, en medio de aquel campo de hielo. La carretera tenía una longitud de veintisiete kilómetros. Pasarían días buscando.

No, pensó Sarah. Nunca la encontrarían.

Y aun si conseguía llegar a la superficie, ¿después qué? No tenía brújula, ni mapa, ni GPS. Ni radio, porque había quedado aplastada bajo su rodilla. Ni siquiera sabía en qué dirección se hallaba la estación de Weddell desde su actual posición.

Aunque llevaba una parka de vivo color rojo que se vería a lo lejos, pensó, y tenía provisiones, comida, equipo… todo aquello de lo que el supuesto Bolden les había hablado antes de salir. ¿Qué sería exactamente? De una manera vaga recordó algo sobre material de escalada. Crampones y cuerdas.

Sarah se inclinó y consiguió liberar el pie de una caja de herramientas que la tenía inmovilizada contra el suelo. A continuación se arrastró hasta la parte trasera de la cabina, procurando a toda costa mantener el equilibrio para no caer por la puerta abierta bajo ella. En el perpetuo crepúsculo de la grieta, vio el armario de las provisiones. Se había aplastado un poco a causa del impacto, y no pudo abrirlo.

Regresó hasta la caja de herramientas, la abrió, sacó un martillo y un destornillador, y se pasó casi media hora haciendo palanca para intentar abrir el armario. Por fin, con un chirrido metálico, la puerta cedió. Miró dentro.

El armario estaba vacío.

No había comida, ni agua, ni material de escalada. Ni mantas térmicas, ni calefactores.

Nada.

Sarah respiró hondo y dejó escapar el aire lentamente. Permaneció serena, negándose a sucumbir al pánico. Consideró sus opciones. Sin cuerdas ni crampones, no podía llegar a la superficie. ¿Qué podía utilizar en su lugar? Tenía una caja de herramientas. ¿Podía emplear el destornillador a modo de piolet? Probablemente era demasiado pequeño. Quizá podría desmontar la palanca de cambios y construir un piolet con las piezas. O quizá podía desprender una sección de la oruga y usar las partes.

No disponía de crampones, pero si encontraba objetos afilados, tornillos o algo así, podía clavárselos en las suelas de las botas. ¿Y a modo de cuerda? Algo de tela, tal vez… miró alrededor. Quizá podía arrancar el tapizado de los asientos y cortarlo a tiras. Eso tal vez sirviese.

Así, mantuvo la moral alta. No se dio por vencida. Aunque las probabilidades de éxito fuesen mínimas, existía una opción. Una opción.

Se centró en eso.

¿Dónde estaba Kenner? ¿Qué haría al oír el mensaje de radio? Seguramente lo habría escuchado ya. ¿Regresaría a Weddell? Casi con toda seguridad. Y buscaría a aquel tipo, el que llamaban Bolden. Pero Sarah tenía casi la total certeza de que ese individuo había desaparecido, y con él, sus esperanzas de rescate.

Se le había roto el cristal del reloj. No sabía cuánto tiempo llevaba allí abajo, pero notó que la oscuridad era mayor. Sobre ella, la brecha no se veía ya tan iluminada. O bien había cambiado el tiempo en la superficie, o el sol estaba bajo en el horizonte. Eso significaría que ya llevaba allí dos o tres horas.

Tomó conciencia de un creciente entumecimiento en todo el cuerpo. No solo por la caída, sino también, comprendió, por el frío. La cabina había perdido calor.

Se le ocurrió entonces que quizá podía poner el motor en marcha y recuperar la calefacción. Valía la pena intentarlo. Encendió los faros, y el único que funcionaba alumbró la pared de hielo. La batería producía aún electricidad.

Hizo girar la llave. El generador chirrió. El motor no se puso en marcha.

Entonces oyó una voz:

—¡Eh!

Sarah alzó la vista hacia la superficie. Solo vio la brecha y, más allá, la franja de cielo gris.

—¡Eh!

Entornó los ojos. ¿De verdad había alguien allí?

—¡Eh! —gritó Sarah—. Estoy aquí.

—Sé dónde estás —dijo la voz.

Y en ese momento comprendió que la voz procedía de abajo. Miró en esa dirección, hacia las profundidades de la grieta.

—¿Peter? —preguntó.

—Me estoy congelando, joder —dijo él. Su voz flotaba desde la oscuridad.

—Estás herido.

—No, no lo creo. No lo sé. No puedo moverme. Estoy atrapado en una especie de hendidura o algo así.

—¿Estás muy abajo?

—No lo sé. No puedo volver la cabeza hacia arriba para mirar.

—Estoy atascado, Sarah. —Le temblaba la voz. Parecía asustado.

—¿Puedes moverte mínimamente? —preguntó ella.

—Solo un brazo.

—¿Ves algo?

—Hielo. Veo una pared de hielo. La tengo a un metro de distancia más o menos.

Sarah, a horcajadas en la puerta abierta, aguzaba la vista para escudriñar en el fondo de la grieta. Allí la oscuridad era mucho mayor. Aun así, daba la impresión de que se estrechase rápidamente. En tal caso, Evans no podía estar mucho más abajo.

—Peter, mueve el brazo. ¿Puedes mover el brazo?

—Sí.

—Agítalo.

—Eso hago.

Sarah no vio nada. Solo oscuridad.

—Bien, para —dijo.

—¿Me has visto?

—No.

—Mierda. —Evans tosió—. Hace mucho frío, Sarah.

—Lo sé. Aguanta.

Tenía que encontrar la manera de ver el fondo de la grieta.

Miró bajo el salpicadero, cerca de donde el extintor se hallaba prendido a la pared del vehículo. Si había un extintor, seguramente habría también una linterna. Sin duda tenían una linterna… en alguna parte.

No debajo del salpicadero.

Quizá en la guantera. La abrió, introdujo la mano y buscó a tientas en la oscuridad. Crujidos de papel. Sus dedos se cerraron en tomo a un grueso cilindro. Lo sacó.

Era una linterna.

La encendió. Funcionaba. Alumbró las profundidades de la grieta.

—Eso lo veo —dijo Peter—. Veo la luz.

—Bien. Ahora vuelve a agitar el brazo.

—Lo estoy haciendo.

—¿Ahora?

—Sí, ahora.

Sarah miró con atención.

—Peter, no veo… sí, un momento. —Por fin lo vio, solo las puntas de los guantes rojos, asomando por un instante más allá de las orugas y el hielo.

—Peter.

—¿Qué?

—Estás muy cerca de mí —dijo Sarah—. Un metro y medio por debajo o poco más.

—Estupendo. ¿Puedes sacarme?

—Podría si tuviese una cuerda.

—¿No hay cuerda? —preguntó Evans.

—No. He abierto el armario de las provisiones. No hay nada.

—Pero no están en el armario —dijo él—. Están debajo del asiento.

—¿Cómo?

—Sí, lo he visto. Las cuerdas y lo demás están debajo del asiento del acompañante.

Sarah miró allí. El asiento iba montado sobre una base de acero firmemente anclada al suelo del vehículo. En la base no había puertas ni compartimentos. Era difícil moverse en tomo al asiento para ver debajo, pero estaba segura: ninguna puerta.

En un repentino impulso, levantó el cojín del asiento y vio debajo un compartimento. La luz de la linterna reveló cuerdas, garfios, piolets, crampones.

—Lo he encontrado —anunció—. Tenías razón. Aquí está todo.

—¡Uf! —exclamó él.

Sarah extrajo el equipo con cuidado para que nada cayese por la puerta abierta.

Empezaban a entumecérseles los dedos, y se sintió torpe al sostener la cuerda de nailon de quince metros con un garfio de tres púas en un extremo.

—Peter, si descuelgo una cuerda, ¿podrás agarrarla?

—Quizá. Creo que sí.

—¿Puedes sujetar la cuerda con fuerza para que yo te saque de ahí tirando?

—No lo sé. Solo me queda un brazo libre. El otro lo tengo atrapado debajo del cuerpo.

—¿Tienes fuerzas suficientes para agarrarte a la cuerda con un solo brazo?

—No lo sé. No lo creo. O sea, si consigo salir parcialmente y me suelto… —Se le quebró la voz. Parecía al borde del llanto.

—De acuerdo —dijo ella—. No te preocupes.

—¡Sarah, estoy atrapado!

—No, no lo estás.

—¡Lo estoy, estoy atrapado! ¡Atrapado, joder! —El pánico se había adueñado de él—. Voy a morir aquí.

—Peter, basta ya. —Mientras hablaba, se enrollaba la cuerda a la cintura—. Todo saldrá bien. Tengo un plan.

—¿Qué plan?

—Vaya hacerte llegar el garfio del extremo de la cuerda —explicó ella—. ¿Puedes engancharlo a algo? ¿Al cinturón, por ejemplo?

—Al cinturón no… no. Estoy aquí encajonado, Sarah. No me puedo mover. La mano no me llega al cinturón.

Sarah trataba de visualizar la situación de Evans. Debía de estar atrapado en una hendidura del hielo. Asustaba solo imaginarlo. No le extrañaba que tuviese miedo.

—Peter, ¿puedes engancharlo a algo?

—Lo intentaré.

—Muy bien, allá va —dijo Sarah, bajando la cuerda. El garfio desapareció en la oscuridad—. ¿Lo ves?

—Lo veo.

—¿Llegas a cogerlo?

—No.

—De acuerdo, lo haré oscilar hacia ti.

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