Estado de miedo (29 page)

Read Estado de miedo Online

Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Estado de miedo
6.96Mb size Format: txt, pdf, ePub

Las voces parecían flotar alrededor, incorpóreas. Ahora había más. Cuatro, cinco… ya no estaba segura. Todas mujeres, parecían.

Y ahora le hacían algo más, advirtió. La violaban. Le metían algo en el cuerpo. Romo y frío. No doloroso. Frío.

Las voces flotaban, se deslizaban alrededor. Junto a su cabeza, junto a sus pies. La tocaban con brusquedad.

Era un sueño. O la muerte. Quizá estaba muerta, pensó con una actitud extrañamente distante. El dolor la distanciaba. Y de pronto oyó una voz de mujer que le hablaba al oído, muy cerca y muy clara. Dijo:

—Sarah.

Movió los labios.

—Sarah, ¿estás despierta?

Movió la cabeza en un ligero gesto de asentimiento.

—Voy a quitarte la bolsa de hielo de la cara, ¿de acuerdo?

Ella asintió. El peso, la máscara, se levantó.

—Abre los ojos. Muy despacio.

Sarah obedeció. Estaba en una habitación de paredes blancas tenuemente iluminada. Un monitor a un lado, una maraña de cables verdes. Parecía una habitación de hospital. Una mujer la observaba con preocupación. Vestía un uniforme blanco de enfermera y un chaleco. Hacía frío en la habitación. Sarah veía su aliento condensado.

—No intentes hablar —dijo la mujer. Sarah no lo intentó.

—Estás deshidratada. Esto se alargará durante unas horas. Estamos aumentando tu temperatura lentamente. Has tenido mucha suerte, Sarah. No vas a perder nada.

No iba a perder nada, pensó.

Se alarmó. Movió los labios. Se notaba la lengua seca y pastosa. Un sonido sibilante salió de su garganta.

—No hables —insistió la mujer—. Aún es pronto. ¿Te duele mucho? ¿Sí? Te daré un calmante. —Levantó una jeringuilla—. Tu amigo te ha salvado la vida, ¿sabes? Ha conseguido ponerse en pie y abrir el radioteléfono del robot de la NASA. Así es como os hemos encontrado.

Sarah movió la boca.

—Está en la habitación de aliado. Creemos que él también se recuperará. Ahora descansa.

Notó algo frío en las venas.

Se le cerraron los ojos.

ESTACIÓN DE WEDDELL
JUEVES, 7 DE OCTUBRE
19.34 H

Las enfermeras dejaron solo a Peter Evans para que se vistiese. Se puso la ropa lentamente, evaluando su propio estado. Se encontraba bien, decidió, aunque las costillas le dolían al respirar. Tenía un hematoma enorme en el lado izquierdo del pecho, otro en el muslo y un desagradable verrugón morado en el hombro. Más una fila de puntos de sutura en el cuero cabelludo. Tenía todo el cuerpo entumecido y dolorido. Ponerse los calcetines y los zapatos fue un suplicio.

Pero estaba bien. Más aún, por alguna razón se sentía renovado, casi renacido. Fuera, en el hielo, había tenido la convicción de que iba a morir. Ignoraba cómo había reunido fuerzas para levantarse. Había notado los puntapiés de Sarah, pero no le respondió. Luego había oído el pitido. Y al alzar la vista, vio el rótulo NASA.

Vagamente, se dio cuenta de que era una especie de vehículo.

Así que debía de haber un conductor. Las ruedas delanteras se detuvieron a unos centímetros de su cuerpo. Consiguió ponerse de rodillas y, agarrándose al bastidor, izarse sobre las ruedas. No entendió por qué el conductor no salía a ayudarle.

Finalmente, de rodillas en medio de los aullidos del viento, tomó conciencia de que era un vehículo bajo y bulboso, de poco más de un metro de altura. Era demasiado pequeño para alojar a un operario humano; era una especie de robot. Retiró la nieve de la cápsula en forma de bóveda. El rótulo rezaba
VEHÍCULO A CONTROL REMOTO PARA LA INSPECCIÓN DE METEORITOS, NASA
.

El vehículo hablaba, repitiendo una y otra vez una voz grabada. Evans no entendía las palabras a causa del viento. Apartó la nieve pensando que debía de incluir algún sistema de comunicación, una antena, una…

De pronto tocó con los dedos un panel con un orificio. Tiró de él y lo abrió. Dentro vio un teléfono: un aparato corriente, de color rojo. Se lo acercó a la máscara congelada. No oyó nada, pero dijo: «¿Hola? ¿Hola?».

Nada más.

Volvió a desplomarse.

Pero, según le explicaron las enfermeras, eso bastó para mandar una señal a la base de la NASA en Patriot Hills. La NASA lo notificó a Weddell, que mandó una partida de búsqueda y los encontró al cabo de diez minutos. Los dos estaban aún vivos, pero por poco.

Eso había ocurrido hacía más de veinticuatro horas.

El equipo médico había necesitado doce horas para devolverles la temperatura corporal normal, porque, le explicó una enfermera, tenía que hacerse despacio. Le dijeron a Evans que se pondría bien pero quizá perdiese un par de dedos de los pies. Tendrían que esperar para vedo. Tardaría unos días. Tenía los pies vendados con una especie de tablillas en los dedos. No podía calzarse sus zapatos corrientes, pero le habían conseguido unas zapatillas de deporte de talla mayor. Parecían de un jugador de baloncesto. En Evans quedaban como los enormes pies de un payaso. Pero podía llevadas, y apenas le dolía.

Con cautela, se levantó. Temblaba, pero se encontraba bien. Regresó la enfermera.

—¿Tienes hambre?

Él negó con la cabeza.

—Todavía no.

—¿Te duele?

Volvió a negar con la cabeza.

—Solo todo el cuerpo, ya sabes.

—Empeorará —dijo ella. Le entregó un frasco con pastillas—. Tómate una de estas cada cuatro horas si es necesario. Y probablemente necesites dormir más durante los próximos días.

—¿Y Sarah?

—Sarah tardará aún una media hora o así.

—¿Dónde está Kenner?

—Creo que en la sala de ordenadores.

—¿En qué dirección?

—Quizá sea mejor que te apoyes en mi hombro…

—Estoy bien —dijo él—. Solo dime cómo se llega.

Ella le señaló la dirección, y Evans empezó a caminar. Pero sus movimientos eran más vacilantes de lo que había previsto. Los músculos no le respondían bien. Le temblaba todo el cuerpo. Hizo amago de desplomarse. La enfermera, agachándose, se apresuró a colocarle el hombro bajo el brazo.

—Haremos una cosa —dijo ella—. Yo misma te llevaré. Esta vez él no puso ningún reparo.

Kenner estaba sentado en la sala de ordenadores con MacGregor, el jefe de la estación, y con Sanjong Thapa. Todos tenían una expresión sombría.

—Lo hemos encontrado —dijo Kenner, señalando un monitor—. ¿Reconoces a tu amigo?

Evans miró la pantalla.

—Sí. Ese es el cabrón.

El monitor mostraba una foto del hombre a quien Evans conocía como Bolden. Pero la ficha de identificación daba como nombre David R. Kane. Veintiséis años. Nacido en Minneapolis. Licenciado en Notre-Dame, doctorado por la Universidad de Michigan. Situación actual: profesor adjunto en oceanografía, Universidad de Michigan, Ann Arbor. Proyecto de investigación: dinámica de flujo de la plataforma de Ross según las mediciones de sensores GPS. Director de tesis/supervisor del proyecto: James Brewster, Universidad de Michigan.

—Se llama Kane —dijo el jefe de la estación—. Lleva aquí una semana, junto con Brewster.

—¿Dónde está ahora? —preguntó Evans lúgubremente.

—Ni idea. Hoy no ha regresado a la estación. Tampoco Brewster. Pensamos que quizá hayan ido a McMurdo y tomado el transporte de la mañana. Hemos hablado con McMurdo para que hagan un recuento de vehículos, pero aún no se han puesto en contacto con nosotros.

—¿Está seguro de que no siguen aquí? —preguntó Evans.

—Totalmente. Aquí se requiere una placa de identificación para abrir las puertas exteriores, así que siempre sabemos dónde está todo el mundo. Ni Kane ni Brewster han abierto ninguna puerta en las últimas doce horas. No están aquí.

—¿Cree, pues, que pueden ir a bordo del avión?

—En la torre de control de McMurdo no estaban seguros. No llevan mucho control con el transporte diario; si alguien quiere utilizarlo, simplemente sube y se va. Es un e-BO, así que siempre hay espacio de sobra. Compréndalo, muchas becas de investigación no conceden permisos durante el período de trabajo, pero la gente tiene en sus casas cumpleaños y acontecimientos familiares. Así que simplemente se marchan y vuelven. No queda registrado.

—Si no recuerdo mal, Brewster llegó con dos estudiantes de posgrado —comentó Kenner—. ¿Dónde está el otro? —Interesante pregunta. Salió de McMurdo ayer, el día que llegaron ustedes.

—Así que se han marchado todos —dijo Kenner—. Debe admitirse que son listos. —Consultó su reloj—. Ahora veamos qué han dejado atrás, si es que han dejado algo.

El letrero en la puerta rezaba:
DAVE KANE, U. MICH
. Evans abrió de un empujón y vio una habitación reducida, una cama sin hacer, un pequeño escritorio con un montón de papeles en desorden y cuatro latas de Cola-Cola Light. En el rincón había una maleta abierta.

—Empecemos —propuso Kenner—. Yo me ocuparé de la cama y la maleta. Tú mira en el escritorio.

Evans comenzó a examinar los papeles. Todos parecían copias de artículos de investigación. Algunos llevaban el sello
U MICH BIB GEO
, seguido de un número.

—Puro escaparate —dijo Kenner cuando le enseñó los papeles—. Todo eso se lo trajo ya impreso. ¿Alguna otra cosa? ¿Algo personal?

Evans no encontró nada de interés. Algunos de los textos contenían frases resaltadas con rotulador amarillo. Había una pila de fichas con anotaciones de siete centímetros por doce, con notas escritas, pero parecían auténticas, y relacionadas con los artículos.

—¿No crees que este hombre es realmente estudiante de posgrado?

—Podría ser, pero lo dudo. Normalmente los ecoterroristas tienen poca formación.

Se incluían fotografías del movimiento de los glaciares e imágenes de satélite diversas. Evans las examinó por encima. De pronto se detuvo en una:

ISS006.ESC1.03003375 SCORPION B

Fue el pie de foto lo que atrajo su atención.

—Oye —dijo—, en aquella lista de cuatro lugares, ¿no aparecía uno llamado Scorpion?

—Sí…

—Está aquí, en la Antártida —dijo Evans—. Fíjate en esto.

—Pero no puede ser… —Kenner se interrumpió—. Esto es muy interesante, Peter. Bien hecho. ¿Estaba en esa pila? Bien. ¿Algo más?

A su pesar, Evans recibió complacido la aprobación de Kenner.

Se apresuró a seguir con su registro. Un momento después dijo:

—Sí. Aquí hay otra.

ISS006.ESC1.03003375 SCORPION B

»En esencia es el mismo dibujo de afloramientos rocosos en la nieve —comentó Evans con entusiasmo—. Y en cuanto a estas líneas finas, no sé… ¿carreteras? ¿Carreteras cubiertas de nieve?

—Sí —convino Kenner—. Casi seguro.

—Y si son fotografías aéreas, debe de haber una manera de seguirles el rastro. ¿Crees que estos números son referencias de algún tipo?

—Indudablemente. —Kenner sacó una pequeña lupa de bolsillo y examinó la imagen detenidamente—. Sí, Peter. Muy bien.

Evans exhibió una radiante sonrisa.

Desde la puerta, MacGregor preguntó:

—¿Han encontrado algo? ¿Puedo ayudarles?

—No lo creo —dijo Kenner—. Nos ocuparemos de esto nosotros mismos.

—Pero quizá él reconozca… —empezó a decir Evans.

—No —atajó Kenner—. Identificaremos el lugar a partir del archivo de imágenes de la NASA. Sigamos.

Registraron la habitación en silencio aún durante varios minutos. Kenner extrajo una navaja de bolsillo y empezó a cortar el forro de la maleta abierta en el rincón.

—Ah. —Se irguió. Entre los dedos sostenía dos arcos curvos de goma clara.

—¿Qué es eso? —preguntó Evans—. ¿Silicona?

—O algo muy parecido. En todo caso, una especie de plástico blando. —Kenner parecía muy satisfecho.

—¿Para qué sirven? —quiso saber Evans.

—No tengo la menor idea —contestó Kenner.

Continuó registrando la maleta. En sus adentros, Evans se preguntó qué complacía tanto a Kenner. Seguramente prefería no decir lo que sabía delante de MacGregor. Pero ¿qué podían ser esos dos trozos de goma? ¿Qué utilidad tenían?

Evans revisó por segunda vez los documentos del escritorio, pero no encontró nada más. Levantó la lámpara y miró bajo la base. Se agachó y escrutó el lado inferior de la mesa por si habían pegado algo con cinta adhesiva. N o encontró nada.

Kenner cerró la maleta.

—Como preveía, nada más. Hemos tenido ya mucha suerte encontrando lo que hemos encontrado. —Se volvió hacia MacGregor—. ¿Dónde está Sanjong?

—En la sala del servidor, haciendo lo que le ha pedido: impidiendo acceso al sistema a Brewster y su equipo.

Other books

Not the Best Day by Brynn Stein
Immortal Blood (1) by Artso, Ramz
Downtime by Tamara Allen
As Night Falls by Jenny Milchman
Come to Me Recklessly by A. L. Jackson
After the Cabaret by Hilary Bailey
Miss Shumway Waves a Wand by James Hadley Chase