Rasgó el aerograma, lo abrió y extendió sobre la mesa, acercando la lámpara de pie para que la luz cayese de pleno sobre la escritura.
Entonces leyó lo siguiente:
Muy señor mío:
Sin duda mi nombre le será desconocido. Soy uno de los varios directores de Nature, la publicación inglesa a la que usted está suscrito desde hace muchos años. No le escribo con papel de la revista porque esta carta es personal y no tiene carácter oficial, y acaso incluso la considere usted de muy mal gusto.
Tal vez le interese saber que es usted nuestro suscriptor más antiguo. Figura usted en nuestras listas de suscriptores desde hace más de ochenta años.
Si bien comprendo que esto no es de mi incumbencia, a veces me he preguntado si ha sido usted mismo quien ha estado suscrito a nuestra publicación durante un período tan prolongado, o si es posible que fuese su padre, o cualquier otro familiar suyo quien inició la suscripción, limitándose usted a dejar que ésta siguiese a su nombre.
Es indudable que mi interés representa una curiosidad, y una intromisión inexcusable y si usted prefiere dar esta carta por no recibida, se halla muy en su derecho de hacerlo y me parecerá justo que así lo haga. Pero si no le importa contestar, agradeceré sumamente una respuesta.
Puedo únicamente decir en mi descargo que llevo tanto tiempo en la revista, que siento cierto orgullo en comprobar que hay alguien que ha sentido interés en recibirla durante más de ochenta años. Dudo que existan muchas publicaciones que hayan podido merecer un interés tan pronunciado por parte de uno de sus suscriptores.
Le saluda respetuosamente, con mi mayor consideración,
suyo affmo. S.S.
Y después venía la firma.
Enoch apartó la carta a un lado.
De nuevo el mismo problema, se dijo. Allí estaba otro que lo vigilaba, aunque discretamente y con suma cortesía, y sin que representase un peligro como los demás.
Pero era otro que se había dado cuenta, otro que se extrañó ante el hecho de que el mismo individuo estuviese suscrito a una revista durante más de ochenta años.
Y a medida que fuese pasando el tiempo, habría más y más. No eran sólo los que lo vigilaban apostados fuera de la estación los que debían de preocuparle, sino los que estaban en potencia. Por más callado y discreto que fuese un hombre, llegaría un momento en que no podría seguirse ocultando. Tarde o temprano, el mundo vendría a pedirle cuentas y las gentes se agolparían, frente a su puerta, ansiosas por saber por qué se ocultaba.
Sabía que el plazo tocaba a su fin. El mundo estrechaba su cerco.
¿Por qué no pueden dejarme en paz?, murmuró entre dientes. Si él pudiese explicarles lo que verdaderamente sucedía, tal vez lo dejasen en paz. Pero no podía explicárselo. Y aunque pudiese, siempre habría algunos que vendrían a curiosear.
Al otro lado de la estancia, el materializador lanzó una llamada de aviso y Enoch giró en redondo.
El thubano había llegado. Estaba en el depósito, como una masa oscura y globular, y, por encima de él, flotando perezosamente en la solución, había un objeto cúbico.
El equipaje, se dijo Enoch. Pero el mensaje decía que no traía equipaje.
Mientras cruzaba apresuradamente la habitación, oyó unos chasquidos… era el thubano que le estaba hablando.
—Un regalo para usted —dijo el chasquido—. Vegetación muerta.
Enoch atisbó el cubo que flotaba en el líquido.
—Tómelo —dijo el thubano con sus chasquidos—. Lo he traído para usted.
Desmañadamente, Enoch le contestó, golpeando con las uñas en la pared de cristal del depósito: "Muchas gracias, gracioso señor”. Mientras transmitía el mensaje, se preguntó si utilizaba el tratamiento adecuado para dirigirse a aquella masa gelatinosa. Un hombre, pensó, podía armarse un lío tremendo con aquellas cuestiones de etiqueta. Había algunos de aquellos seres a los que era necesario dirigirse en un lenguaje florido y ampuloso (y aún, en esos casos, las fórmulas variaban), mientras otros hablaban en los términos más escuetos y directos.
Metió la mano en el depósito para sacar el cubo y vio que era un bloque de madera muy pesada, negra como el ébano y de un grano tan fino, que parecía piedra. Rió interiormente, al pensar que, si había que hacer caso a Winslowe, se había convertido en un experto en maderas artísticas.
Dejó la madera en el suelo y volvió su atención al depósito.
—¿Le importaría explicarme lo que piensa hacer con ella? —le preguntó el thubano—. Para nosotros, eso no sirve para nada.
Enoch titubeó, rebuscando desesperadamente en su memoria. ¿Con qué señales del código se traducía el verbo "tallar”?
—¿Bien? —dijo el thubano.
—Debe usted perdonarme, gracioso señor. No estoy muy versado en su lenguaje. Lo empleo muy pocas veces.
—Apee el tratamiento y no me llame "gracioso señor". Soy un ser vulgar.
—Modelarla —dijo Enoch—. Darle otra forma. ¿Es usted un ser visual? Si puede verla, le mostraré una.
—No soy visual —repuso el thubano—. Muchas otras cosas, sí, pero no visual.
Cuando llegó tenía forma de globo y entonces empezaba a aplastarse.
—Usted es un bípedo —le dijo el thubano con sus curiosos chasquidos.
—Sí, eso es lo que soy.
—Hablemos de su planeta. ¿Es un planeta sólido?
¿Sólido?, se preguntó Enoch. Oh sí, sólido; lo contrarío de líquido.
—Sólido en una cuarta parte —respondió—. El resto es líquido.
—El mío es casi totalmente líquido. Sólo una pequeña parte es sólida. Un mundo muy tranquilo.
—Quiero preguntarle una cosa —dijo Enoch, golpeando en las paredes del tanque.
—Pregunte —repuso el extraño ser.
—Usted es matemático. ¿Todos ustedes lo son?
—Sí —contestó el thubano—. Es un excelente pasatiempo. Mantiene la mente ocupada.
—¿Quiere usted decir que no aplican sus conocimientos a nada?
—Oh, sí, una vez los aplicamos. Pero ahora ya no necesitamos aplicarlos. Hace mucho, muchísimo tiempo que tenemos todo cuanto necesitamos. Ahora sólo nos divertimos.
—He oído hablar de su sistema de notación numérica.
—Es muy diferente —observó el thubano—. Un concepto muy superior.
—¿No puede usted explicármelo?
—¿Conoce el sistema de notación que emplean los habitantes de Polar VII?
—No, no lo conozco —contestó Enoch.
—Entonces, será inútil que le hable del nuestro. Primero debe de conocer el de Polar.
Así era, pensó Enoch. Debiera haberlo supuesto. ¡Había una suma tan fabulosa de conocimientos en la Galaxia y era tan poco lo que él había podido aprender, y entendía tan poco de lo poco que sabia!
Había en la Tierra hombres que podrían comprenderlo. Hombres que lo darían todo, salvo la vida, por saber lo poco que él sabia, y poder sacar partido de aquellos conocimientos.
Allá entre las estrellas había una masa de conocimientos colosal, que en parte era una extensión de lo que ya sabía la humanidad, y en parte relacionada con cuestiones que el hombre ni siquiera sospechaba, y que se utilizaban de unas maneras y para unas finalidades que en la Tierra eran inimaginables. Y que el hombre nunca podría imaginar, abandonado a sus propios medios.
Dentro de cien años, pensó Enoch. ¿Cuánto habría aprendido dentro de cien años? ¿Y cuando hubiesen pasado mil?
—Ahora me voy a descansar —dijo el thubano—. Hemos tenido una agradable conversación.
Enoch se apartó del tanque y recogió el bloque de madera. A su alrededor se había formado un pequeño charco, que brillaba sobre el suelo.
Se fue con el bloque hacia una de las ventanas para examinarlo. Era pesado, negro, de grano fino y a un lado aún tenía un poco de corteza. Lo habían aserrado. Alguien lo había aserrado hasta darle unas dimensiones que permitieran meterlo en el tanque donde descansaba el thubano.
Recordó un artículo periodístico que había leído un par de días antes, en el que un hombre de ciencia argüía que en un mundo líquido la inteligencia nunca podría desarrollarse.
Pero aquel científico se equivocaba, porque los thubanos eran una de las especies inteligentes que habitaban en un mundo líquido, y había otras que pertenecían a la comunidad galáctica. Había muchas cosas, se dijo, que el hombre no sólo tendría que aprender, sino que desaprender, si alguna vez quería convertirse en un miembro de la cultura galáctica.
La limitación de la velocidad de la luz, por ejemplo.
Si nada pudiese moverse a una velocidad superior que la de la luz, entonces el sistema galáctico de transporte sería imposible.
Pero no había que censurar al hombre, se dijo, por haber supuesto que la velocidad de la luz era la velocidad límite del Universo. El hombre —o cualquier ser que pensase como él— únicamente podía valerse de sus observaciones y de los datos que éstas facilitaban, para establecer sus postulados. Y como la ciencia humana no conocía hasta la fecha nada que fuese más rápido que la luz, entonces había que dar como válida la suposición de que nada podía ser más veloz. Pero este postulado era únicamente válido como suposición, y nada más.
Pues los impulsos que transportaban a los seres de una estrella a otra eran casi instantáneos, fuese cual fuese la distancia.
Por más que pensara en ello, tuvo que reconocer que le costaba admitirlo.
Sólo hacía unos instantes, el ser que descansaba en el depósito estaba en otro depósito de otra estación, y el materializador captó su estructura molecular… y no sólo de su organismo, sino la estructura de su misma fuerza vital, el soplo que le infundía vida. Luego esta estructura recorrió casi instantáneamente los insondables abismos del espacio, hasta llegar al receptor instalado en esta estación, dónde los impulsos recibidos sirvieron para duplicar el organismo, la mente, la memoria y la vida de aquel ser, que entonces yacía muerta a muchos años luz de distancia. Y en el depósito, el nuevo cuerpo, la nueva mente, la nueva memoria y la vida cobraron realidad y forma casi instantáneamente… el ser era nuevo por completo, pero réplica exacta del anterior, por lo que la identidad continuaba, lo mismo que la consciencia (el pensamiento únicamente se había interrumpido durante una fracción de segundo), de manera que para todos los fines y propósitos, aquel ser era el mismo.
Existían limitaciones para el envío de estos impulsos, pero estas limitaciones nada tenían que ver con la velocidad, pues los impulsos podían cruzar toda la Galaxia en un tiempo brevísimo. Pero bajo ciertas condiciones, podían alterarse los impulsos y por esto tenían que existir muchas estaciones… millares de ellas. Las nubes de polvo o de gas cósmico y las zonas altamente ionizadas podían alterar los impulsos, y en los sectores de la Galaxia donde reinaban estas condiciones, los saltos de estación a estación eran mucho más cortos, para evitar dichas alteraciones. Había que evitar algunas zonas dando un rodeo, a causa de las elevadas concentraciones de gases o de polvillo que presentaban, y que producían efectos comparables al de la refracción.
Enoch se preguntó cuántos cadáveres de aquel ser descansaban a la sazón en los tanques de las estaciones que había ido recorriendo en el curso de su viaje… del mismo modo como dejaría allí otro cadáver, dentro de pocas horas, cuando él enviase los impulsos correspondientes a la estructura molecular de aquel ser, para que éste continuase su viaje.
Un largo reguero de cadáveres, pensó, quedaba entre las estrellas, para ser destruido por una solución de ácidos y arrojados a tanques enterrados profundamente, mientras el ser continuaba su viaje, hasta llegar a su punto de destino y cumplir el objeto de su travesía cósmica.
¿Y cuál era el objeto, se preguntó Enoch… el objeto que impulsaba a las innúmeras criaturas que pasaban por las estaciones esparcidas por la inmensidad del espacio? Algunos casos, charlando con los viajeros, éstos le existieron el objeto de su viaje, pero en su mayoría nunca supo qué les impulsaba a viajar… ni tenía derecho alguno a saberlo. Pues él sólo era el guardián.
A veces el anfitrión, pensó, aunque no siempre, porque con algunos seres era imposible serlo. Pero siempre era el hombre que vigilaba el funcionamiento de la estación y la mantenía en marcha, disponiéndola para recibir a los viajeros, y reexpidiendo a éstos cuando llegaba el momento de hacerlo. Y que realizaba también las pequeñas tareas que éstos pudiesen necesitar, tratándolos siempre con deferencia y cortesía.
Examinó el bloque de madera y pensó lo contento que estaría Winslowe con él. Muy raramente se encontraban maderas tan negras y pulidas como aquélla.
¿Qué pensaría Winslowe si supiese que las estatuillas que tallaba estaban hechas de una madera que había crecido en planetas desconocidos, situados a muchos años-luz de distancia? Sabía que Winslowe debía de haberse preguntado muchas veces de dónde procedía aquella madera y cómo se la había procurado su amigo. Pero nunca se lo preguntó. Y sabía también, naturalmente, que había algo muy raro en aquel hombre que iba todos los días a esperarlo en el buzón. Pero tampoco le había hecho preguntas al respecto.
Esto era la verdadera amistad, se dijo Enoch.
Aquella madera que entonces tenía en las manos también era otra prueba de amistad… la amistad que demostraban los seres de las estrellas hacia un humilde guarda de una estación remota y provinciana, perdida en uno de los brazos espirales, muy lejos del centro de la Galaxia.
Se había corrido la voz, al parecer, en el transcurso de los años y a través del espacio, de que el guarda de aquella estación coleccionaba maderas exóticas… y las maderas empezaron a afluir. No sólo se las traían los miembros de aquellas especies que él consideraba sus amigos, sino completos desconocidos, como la burbuja gelatinosa que entonces descansaba en el tanque.
Dejó la madera encima de la mesa y se acercó al frigorífico, para sacar un trozo de queso reseco que Winslowe le trajo hacía unos días, y un paquete de fruta que un viajero de Sirra X le regaló la víspera.
—Las he analizado —le explicó el viajero— y puede usted comerlas sin temor. No producirán ningún trastorno en su metabolismo. ¿Aún no ha probado estas frutas? Es una lástima que no las conociese, porque son deliciosas. La próxima vez, si quiere, le traeré más.
De la alacena contigua al frigorífico sacó un panecillo redondo, que formaba parte de la ración que le enviaba regularmente la Central Galáctica. Hecho con un cereal distinto a cuanto se conocía en la Tierra, tenía un marcado sabor a nueces con un ligero deje de especias no terrenales.