Puso la comida sobre lo que él llamaba la mesa de la cocina, aunque no había cocina. Después puso la cafetera sobre la estufa y volvió a su escritorio.
La carta aún estaba allí, abierta, y él la plegó para guardarla en el cajón.
Rasgó las fajas marrones de los periódicos y formó un montón con ellas. Escogió del montón el
Times
neoyorquino y se instaló en su sillón favorito para leerlo.
SE CONVOCA UNA NUEVA CONFERENCIA DE PAZ, rezaban los titulares del articulo de fondo.
La crisis se había estado gestando desde hacia más de un mes; era la última de una larga serie de crisis que mantenían al mundo en vilo desde hacía años. Y lo peor de todo, se dijo Enoch, era que en su mayoría se trataba de crisis creadas artificialmente por un bando u otro, a fin de conseguir ventajas en la implacable partida de ajedrez de la política, entablada desde que se terminó la segunda guerra mundial.
Las crónicas que publicaba el
Times
sobre la conferencia tenían una nota bastante desesperada, casi fatalista, como si los cronistas, y acaso los diplomáticos y los políticos aludidos en ellas, ya supiesen de antemano que la conferencia no resolvería nada… si en realidad no servía para agravar aún más la crisis.
Los observadores de esta capital (escribía el corresponsal de Washington del
Times
) no se hallan muy convencidos de la utilidad que pueda tener la conferencia en este caso, a diferencia de otras conferencias celebradas anteriormente, para aplazar un estallido bélico o mejorar las perspectivas de arreglo. En muchos círculos apenas se oculta la preocupación y se afirma que esta conferencia únicamente servirá para atizar el fuego de la controversia sin abrir en cambio el camino hacia un posible compromiso. En la mente del público, una conferencia sirve para proporcionar un lugar y un tiempo destinado a estudiar reposadamente los hechos y los puntos de litigio, pero son muy pocos los que ven en la convocatoria de esta conferencia un indicio de que vaya a ser también así, en esta ocasión.
La cafetera se había puesto a hervir y Enoch tiró el periódico para correr a la estufa y retirarla. Luego sacó una taza de la alacena y se dirigió a la mesa.
Pero antes de empezar a comer, volvió al escritorio, y, abriendo un cajón, sacó su gráfica y la extendió sobre la mesa, preguntándose por enésima vez el valor que pudiese tener, aunque a veces parecía tener cierto sentido, en algunas partes de ella.
La había basado en la teoría de la estadística de Mizar y se vio obligado, a causa de la naturaleza del tema, a extrapolar algunos factores y sustituir ciertos valores.
Volvió a preguntarse la validez que su trabajo podía tener y si había cometido algún error en alguna parte. ¿Habría destruido la validez del sistema con sus extrapolaciones y cambios? Y, de ser así, ¿cómo podría corregir los errores para restablecer la validez?
En este caso, se dijo, los factores eran el índice de natalidad y la población total de la Tierra, el índice de mortalidad, la cotización monetaria, el coste de la vida y su nivel, la asistencia a los lugares del culto, los progresos médicos, el avance tecnológico, los índices industriales, la mano de obra disponible, las tendencias que se registraban en el comercio mundial, y otros muchos, entre los que se incluían algunos que a primera vista no parecían tener importancia: los precios alcanzados en las subastas por los objetos de arte, las preferencias demostradas por el público en sus vacaciones, movimientos migratorios, la velocidad de los transportes y la frecuencia de los trastornos mentales.
El método estadístico creado por los matemáticos de Mizar era de aplicación universal, empleado correctamente. Pero él se vio obligado a deformarlo al aplicarlo a la situación que reinaba en un planeta distinto, si quería que se adaptase a la situación existente en la Tierra… Y, después de aquella deformación, ¿podía dársele aún por válido?
Se estremeció al contemplar la gráfica. Si no había cometido ninguna equivocación, si había manejado correctamente todos los factores, si la aplicación del sistema no había ido contra sus mismos principios, entonces la Tierra iba en derechura hacia otra guerra mundial, hacia un holocausto en el ara de la destrucción nuclear.
Soltó los bordes de la gráfica y ésta se enrolló por sí sola hasta formar de nuevo un cilindro.
Tendió la mano hacia uno de los frutos que le había traído el sirrano y le hincó el diente. Luego lo saboreó, notando su delicadeza. Desde luego, pensó, era tan bueno como le había asegurado aquel extraño ser con apariencia de pájaro.
Se acordaba de que hubo un tiempo en que abrigó la esperanza de que la gráfica basada en la teoría de Mizar le indicase, si no un medio para acabar las guerras, al menos un medio de mantener la paz. Pero la gráfica nunca le facilitó el menor indicio del camino que llevaba a la paz. De una manera inexorable, implacable, señalaba hacia la guerra.
¿Cuántas guerras podría soportar aún la población de la Tierra?, se preguntó.
Era imposible saberlo, desde luego, pero la próxima podía muy bien ser la última, pues las armas que se utilizarían en el nuevo conflicto eran de efectos incalculables y nadie podía afirmar aún qué resultados tendrían aquellas armas.
La guerra ya era bastante mala cuando los hombres se enfrentaban con las armas en la mano, pero en la guerra actual la destrucción cruzaría rauda los cielos para abatirse sobre ciudades enteras… y su objetivo no serian las concentraciones militares, sino la población total del planeta.
Tendió la mano de nuevo hacia la gráfica y luego la retiró. No había necesidad de seguirla mirando. Se la sabía de memoria. No encerraba esperanza alguna. Podía estudiarla y darle vueltas hasta el día del juicio final, y no cambiaría nada. No había la menor esperanza. El mundo había tomado de nuevo el camino de la guerra, en medio de una roja niebla de furia e impotencia que lo cegaba, y avanzaba por él rugiendo.
Siguió comiendo la fruta que aún le supo mejor que cuando la probó por primera vez. «La próxima vez le traeré más», le dijo aquel ser. Pero tal vez transcurriese mucho tiempo antes de que volviese, si es que volvía. Muchos de ellos sólo pasaban una vez por la estación, aunque algunos aparecían por allí casi todas las semanas… eran viejos viajeros regulares con los que estableció una íntima amistad.
Y luego hubo aquel pequeño grupo de hazers que, bastantes años antes, efectuaron largas paradas en la estación, para sentarse en torno a aquella misma mesa y matar el tiempo charlando. Llegaban cargados con cestas y canastas llenas de comida y bebida, como si fuesen a merendar al campo.
Mas por último dejaron de venir y hacía años que no aparecían por allí. Y lo lamentaba, porque eran unos compañeros muy agradables.
Tomó una taza más de café, sentado ocioso en el sillón, pensando en los buenos días de antaño, en que recibía la visita de los hazers.
Oyó un débil susurro de seda, levantó rápidamente la mirada y la vio sentada en el sofá, vestida con el recatado miriñaque de mediados del siglo XIX.
—¡Mary! —exclamó, sorprendido, poniéndose en pie.
Ella le sonreía de aquella manera tan especial, que era más bonita, pensó, que la de ninguna otra mujer.
—¡Cuánto me alegro de que hayas venido, Mary!
Y luego vio, apoyado en la repisa de la chimenea, vistiendo el uniforme azul de la Unión, con el sable al cinto y su marcial bigote negro, a otro de sus amigos.
—Hola, Enoch —le dijo David Ransome—. Supongo que no te molestamos.
—En absoluto —contestó Enoch—. ¿Cómo pueden molestarme los amigos?
Se quedó de pie junto a la mesa y el pasado acudió de nuevo a él, el pasado bueno y tranquilo, el pasado perfumado por las rosas y libre de obsesiones, que nunca le había abandonado.
Desde muy lejos le llegó el sonido de pífanos y tambores y el tintineo de las armas, cuando los mozos se iban a la guerra, con el coronel muy erguido y bizarro en su uniforme y montado en su gran caballo negro, y las banderas del regimiento ondeando bajo la brisa de junio.
Cruzó la habitación y se acercó al sofá. Luego hizo una ligera inclinación ante Mary.
—Con su permiso, señora —dijo.
—No faltaba más —contestó ella—. Pero si estás ocupado…
—En absoluto. Deseaba mucho que vinieses.
Se sentó en el sofá, no muy cerca de ella, y vio que tenía las manos cruzadas en el regazo, muy compuesta y atildada. Hubiera querido tomarle las manos entre las suyas y sujetarlas por un momento, pero sabía que no podía.
Porque ella no era real.
—Hacía casi una semana que no nos veíamos —observó Mary—. ¿Cómo va tu trabajo, Enoch?
Él meneó dubitativamente la cabeza.
—Continúo con todos mis problemas. Los que me vigilan aún no se han marchado. Y la gráfica anuncia guerra.
David se apartó de la chimenea, cruzó la habitación y se sentó en una silla, arreglando cuidadosamente el sable.
—La guerra, tal como ahora la hacen —manifestó—, es algo muy lamentable. La nuestra era distinta, Enoch.
—En efecto —asintió éste—. Y si una guerra ya es una cosa intrínsecamente mala, ahora aún sería peor. Si en la Tierra hay otra guerra, a nuestros semejantes les será vedado el acceso a la comunidad del espacio, si no para siempre, al menos durante muchos siglos.
—Quizás esto no sea tan malo como parezca —observó David—. Acaso aún no estemos preparados para convivir con los pueblos del espacio.
—Tal vez no —admitió Enoch—. Dudo mucho que lo estemos. Pero tarde o temprano lo estaremos. Y ese día aún se aplazará más, si tenemos otra guerra. Los pueblos del espacio únicamente aceptarán con ellos a una especie verdaderamente civilizada.
—Acaso no sepan lo de la guerra —observó Mary—. ¿Cómo pueden saberlo, si no salen de ésta estación?
Enoch movió la cabeza negativamente.
—Lo saben. Estoy seguro de que nos observan. Y, además, leen los periódicos.
—¿Los periódicos a los que tú estás suscrito?
—Sí, los guardo para Ulises. Esa pila del rincón. El se los lleva a la Central Galáctica cada vez que viene. Siente mucho interés por la Tierra, por los años que ha pasado aquí. Y de la Central Galáctica, cuando él ya los ha leído, tengo la impresión de que van hasta el último confín de la Galaxia.
—¿Te imaginas —dijo David— lo que diría el administrador de uno cualquiera de esos periódicos, si supiese hasta dónde llega su circulación?
Enoch no pudo contener una sonrisa al pensarlo.
—Ahí tienes, por ejemplo, ese diario de Georgia —siguió diciendo David—, que cubre el Estado, como el rocío.
—Tendrá que pensar en una metáfora adecuada para la Galaxia.
—Un guante —terció Mary—. Puede decir que cubre la Galaxia como un guante. ¿Qué os parece?
—Excelente —dijo David.
—Pobre Enoch —observó Mary, contrita—. Nosotros aquí de chiste y él a vueltas con sus problemas.
—No soy yo quién los resolverá, desde luego —le aseguró Enoch—. Pero no pueden dejar de preocuparme. Con quedarme aquí dentro de la estación, para mí ya no hay problemas. Me basta con cerrar la puerta para dejar todos los problemas del mundo en el exterior.
—Pero no puedes hacer eso.
—No, no puedo —convino Enoch.
—Acaso tengas razón —dijo David— al pensar que esas otras especies pueden estar observándonos. Tal vez con la intención de invitar algún día a la raza humana a unirse a ellas. De lo contrario, ¿por qué hubieran querido establecer una estación aquí en la Tierra?
—Están ampliando la red continuamente —contestó Enoch—. Necesitaban una estación en este sistema solar, para proseguir su expansión por nuestro brazo espiral.
—Sí, eso es verdad —asintió David—, pero…, ¿qué necesidad había de que fuese la Tierra? Hubieran podido construir una estación en Marte, poner a un extraterrestre de guardián y les hubiera servido lo mismo.
—Yo también lo he pensado a veces —dijo Mary—. Pero ellos querían una estación en la Tierra y a un terrestre de guardián. Debían de tener algún motivo para ello.
—Yo también confiaba que así fuese —repuso Enoch—, pero temo que hayan venido demasiado pronto. Aún es demasiado temprano para la especie humana. Todavía no estamos maduros. Somos unos simples adolescentes.
—Es una pena —observó Mary—. Con lo mucho que podríamos aprender… Ellos saben mucho más que nosotros. Su concepto de la religión, por ejemplo…
—No sé si en realidad se trata de una religión —dijo Enoch—. No tiene todos esos ringorrangos que suelen acompañar a nuestras religiones. Y no se basa en la fe. ¿Por qué tenía que basarse? Se basa en el conocimiento. Los extraterrestres saben, y esto es todo.
—¿Quieres decir la fuerza espiritual?
—Existe —prosiguió Enoch— con tanta seguridad cómo las demás fuerzas que componen el Universo. Existe una fuerza espiritual, del mismo modo como existen el tiempo, el espacio, la gravitación y todos los demás factores que forman el Universo no material. Existe y los extraterrestres pueden establecer contacto con ella…
—Pero, ¿tú no crees —le preguntó David— que la especie humana también puede intuir la existencia de esta fuerza? No la conoce, pero la siente. Y tiende las manos hacia ella. Como no posee el conocimiento, tiene que pasar como puede con la fe. Y la fe es antiquísima. Tal vez se remonta a los primeros días de la prehistoria. Entonces era una fe tosca, pero una especie de fe, un avanzar a tientas en busca de una fe más profunda.
—Es posible —dijo Enoch—. Pero en realidad, yo no pensaba en la fuerza espiritual, si no en todas las demás cosas, las cosas materiales, los métodos, las filosofías que podrían ser útiles para la humanidad. Nómbrame la rama que quieras de la ciencia, que habrá algo nuevo para nosotros, algo más de lo que tenemos.
Pero su mente volvió a aquella extraña cuestión de la fuerza espiritual y de la máquina aún más extraña que fue construida hacía eones, mediante la cual los galácticos podían establecer contacto con la fuerza. Aquella máquina tenía un nombre, pero no existía palabra alguna en el idioma inglés que se le acercase ni remotamente. «Talismán» era acaso la versión más próxima, pero talismán era un término demasiado tosco. Aunque ésa fue la palabra que empleó Ulises cuando hablaron de ella unos cuantos años después.
Había tantas cosas, tantos conceptos en la Galaxia, pensó, que no podían expresarse adecuadamente en ningún idioma de la Tierra… El Talismán era mucho más que un simple talismán y la máquina que recibió este nombre, algo más que una simple máquina. En ella, además de ciertos conceptos mecánicos, se hallaba involucrado un concepto psíquico, acaso una especie de energía psíquica desconocida en la Tierra. Pero esto no era todo, sino que había mucho más. Si había leído parte de la literatura publicada sobre la fuerza espiritual y el Talismán y se acordaba de que al leerla se percató de cuán pequeña era su estatura, cuánto escapaba aquello a la comprensión de la especie humana.