Allí se detuvieron, uno frente al otro; Ulises terminó de quitarse la máscara, que se había aflojado al romperse, y terminó de mostrar un cráneo lampiño en forma de huevo… y la cara, que parecía pintarrajeada. Dijérase la cara de un indio bravo y belicoso, pintado con los colores de la guerra, con la única diferencia de que aquí y allá mostraba toques de payaso, como si al pintarse la cara de aquel modo hubiese querido poner de relieve lo grotesco y absurdo de la guerra. Pero al mirarla Enoch comprendió que no era pintura, sino la coloración natural de aquel ser procedente de algún lugar perdido entre las estrellas.
Fuesen cuales fuesen las dudas que subsistieran en su ánimo, o el pasmo que aún sintiese, Enoch no tenía ninguna duda de que aquel extraño ser no era de la Tierra. Pues no era humano. Podía tener forma humana, con dos brazos y dos piernas, una cabeza y un rostro, pero había en él algo esencialmente inhumano, casi la negación de la humanidad.
En otras épocas acaso lo hubiesen tomado por un demonio, pero aquellos tiempos ya habían pasado (aunque en algunos lugares aún subsistían) hasta cierto punto, en que la gente creía en demonios, en trasgos o en cualquier otro miembro de aquella legión sobrenatural que, en la imaginación de los hombres antiguos, tenía sus reales en la Tierra.
Dijo que venía de las estrellas. Y era posible que así fuese, aunque aquello no tenía pies ni cabeza. Nadie había podido imaginarlo, ni en las fantasías más descabelladas. Sin ningún asidero, no ofrecía nada a que sujetarse. No tenía puntos de referencia ni podía medirse con nada. Y dejaba una especie de vacío en la mente que acaso podría llenarse, andando el tiempo, pero que entonces no era más que un túnel de pasmo y maravilla que sé extendía indefinidamente.
—No tenga prisa —le dijo el extraterrestre—. Ya sé que no es fácil. Y no conozco nada para facilitar el proceso. Al fin y al cabo, no tengo ningún medio de demostrar que vengo de las estrellas.
—Pero, ¿cómo habla usted tan bien…?
—¿Quiere decir en su idioma? Esto no ha sido muy difícil. Si conociese todos los idiomas de la Galaxia, comprendería que esto ofrece muy poca dificultad. Su idioma no es difícil. Es un idioma fundamental y omite un sinfín de conceptos.
Enoch tuvo que admitir que aquello podía ser cierto.
—Si usted lo desea —prosiguió el extraño visitante—, puedo irme durante un día o dos, para que usted tenga tiempo de pensar. Entonces volveré y usted ya habrá llegado a una decisión.
Una sonrisa forzada y que le pareció poco natural al mismo Enoch, sé dibujó en su cara.
—Esto me daría tiempo —replicó— para dar la alarma en toda la comarca. Podríamos tenderle una celada.
El extraterrestre movió negativamente la cabeza.
—Estoy seguro de que usted no haría eso. Estoy dispuesto a correr ese riesgo. Si desea que…
—No —le atajó Enoch, con tanta calma que él mismo se sorprendió—. No, las cosas tiene que afrontarlas uno solo. Eso es lo que aprendí en la guerra.
—Usted servirá —dijo el extraterrestre—. Servirá perfectamente. No me equivoqué al juzgarlo y esto hace que me sienta orgulloso.
—¿Al juzgarme?
—¿Cree acaso que me presenté aquí por casualidad? Yo ya le conocía, Enoch. Quizá tanto como se conoce usted mismo. Probablemente aún más.
—¿Sabe usted mi nombre?
—Naturalmente.
—Vaya, pues no está mal —comentó Enoch—. Y usted, ¿cómo se llama?
—Me hace una pregunta muy embarazosa —contestó el extraterrestre—. Pues ha de saber que yo no tengo nombre, tal como en la Tierra se entiende. No tengo más que identificación, lo cual basta para mi especie; pero no un nombre que se pueda articular con la lengua.
De pronto, sin ningún motivo determinado, Enoch recordó aquella figura inclinada, montada en el último larguero de una cerca, con un bastón en una mano y un cortaplumas en la otra, aguzando tranquilamente el palo mientras sobre su cabeza silbaban las balas de cañón y a menos de un kilómetro de distancia se escuchaba el fuego de los mosquetones, cuyos fogonazos brillaban entre el humo de la pólvora que se alzaba sobre las líneas.
—Entonces, es necesario que le ponga un nombre —dijo—. Voy a llamarle Ulises. Comprenda que tengo que llamarle de algún modo.
—De acuerdo —repuso el extraterrestre—. Pero, ¿me permite preguntarle por qué ha de ser Ulises?
—Porque es el nombre —contestó Enoch— de un gran hombre de mi raza.
Era algo completamente absurdo, desde luego, porque no existía el menor parecido entre ambos… entre aquel general de la Unión, sentado sobre la cerca aguzando un palo, y el ser que estaba junto a él bajo el porche.
—Me alegro de que lo hayas escogido —dijo el nuevo Ulises, de pie bajo el porche—. A mis oídos tiene un son noble y digno y te diré en confianza que me alegraré de llevarlo. Y yo te tutearé y te llamaré Enoch, que es tu nombre de pila, porque ambos seremos amigos y colaboraremos durante muchos de tus años.
Empezaba a comprender el alcance de aquella conversación y la idea era abrumadora. Tal vez hubiese sido mejor, se dijo Enoch, tardar un poco en comprenderlo, estar tan aturdido que no lo comprendiese en seguida.
—¿No quieres comer nada? —dijo Enoch, esforzándose por desechar de su mente aquella certidumbre, que surgía con demasiada rapidez—. Podría preparar un poco de café…
—Café —dijo Ulises, haciendo chasquear sus delgados labios—. ¿Tienes café?
—Puedo preparar una buena cafetera. Le echaré un huevo para darle mejor sabor…
—Es delicioso —observó Ulises—. De todas las bebidas que he probado en cientos de planetas, el café es la mejor.
Entraron en la cocina, Enoch revolvió las brasas del fogón y puso más leña al fuego. Se fue con la cafetera al fregadero, le echó un poco de agua del cubo y la puso a hervir. Luego se fue a la despensa en busca de unos huevos y bajó al sótano a por el jamón.
Mientras él iba de una parte a otra, Ulises permanecía sentado, muy rígido, en una silla de la cocina y sin quitarle ojo de encima.
—¿Puedes comer huevos con jamón? —le preguntó Enoch.
—Puedo comer lo que sea —contestó Ulises—. Mi especie es muy adaptable. Por esta razón me enviaron a este planeta en calidad de… ¿cómo lo decís vosotros?… un observador, tal vez.
—¿No sería mejor decir explorador? —apuntó Enoch.
—Si, eso es, explorador.
Enoch pensaba que resultaba muy fácil hablar con él… casi tan fácil como con otra persona, a pesar de que, ¡Santo Dios!, parecía muy poco una persona. Más bien parecía la ridícula caricatura de un ser humano.
—Vives aquí, en esta casa, desde hace muchísimo tiempo —afirmó Ulises—. Y le tienes afecto.
—Ha sido mi hogar desde el día en que nací —repuso Enoch—. Estuve ausente de ella durante casi cuatro años, pero siempre fue mi hogar.
—Yo también me alegraré de volver a mi hogar —le confió Ulises—. Ya llevo demasiado tiempo ausente. Las misiones como ésta siempre se hacen demasiado largas.
Enoch dejó el cuchillo que empuñaba para cortar una lonja de jamón y se dejó caer pesadamente en una silla, para quedarse mirando de hito en hito a Ulises, sentado al otro lado de la mesa.
—¿Qué dices? —le preguntó—. ¿Dices que te vas a casa?
—Naturalmente —contestó Ulises—. Ahora ya he realizado mi misión. Yo también tengo una casa. ¿No se te había ocurrido pensarlo?
—Pues no, la verdad —musitó Enoch—. No se me había ocurrido.
Y así era, en efecto. No se le había ocurrido relacionar al extravagante ser con una casa y un hogar. Porque solamente los seres humanos tenían algo llamado hogar.
—Algún día —le dijo Ulises—, te hablaré de mi hogar. Es posible que algún día incluso visites mi casa.
—¿Allá entre las estrellas? —preguntó Enoch.
—Sí, ya sé que ahora eso te parece extraño —observó Ulises—. Tardarás un tiempo en acostumbrarte a esa idea. Pero cuando nos conozcas —a todos nosotros— lo entenderás. Espero que seamos de tu agrado. En el fondo no somos malos. Somos muy distintos, pero no somos malos.
Las estrellas, pensó Enoch, se hallaban perdidas en las soledades del espacio y no tenía ni la más remota idea de la distancia a que se encontraban, ni lo que eran, ni por qué existían. Otro mundo, pensó… no, no era exactamente así… muchos otros mundos. Y habitados, tal vez por otros muchos pueblos; pueblos diferentes, sin duda, para cada estrella. Y uno de ellos, un miembro de aquellos pueblos, estaba sentado allí en su cocina, esperando que el café hirviese y que los huevos con jamón se friesen.
—Pero, ¿por qué? —preguntó—. ¿Por qué?
—Porque —contestó Ulises— somos pueblos errabundos. Nos gusta viajar y necesitamos una estación de tránsito aquí. Queremos convertir esta casa en estación y confiarte su custodia.
—¿Esta casa?
—No podemos construir una estación, porque la gente se preguntaría quién la construía y para qué. Por lo tanto, nos vemos obligados a aprovechar construcciones ya existentes y adaptarlas a nuestros fines. Pero únicamente el interior. Dejamos el exterior tal como está; es decir, en apariencia. Pues no queremos que la gente curiosee y haga preguntas. Tiene que haber…
—Pero, ¿estos viajes?…
—Son de estrella a estrella —repuso Ulises—. Más rápidos que el pensamiento. Como vosotros decís, en un abrir y cerrar de ojos. Tenemos lo que vosotros llamaríais maquinaria, aunque no es tal… no se puede comparar con la maquinaria entendida en el sentido terrestre.
—Te ruego que me disculpes —dijo Enoch, confuso—. Pero es que todo esto me parece tan imposible…
—¿Te acuerdas de cuando el ferrocarril llegó a Millville?
—Claro que me acuerdo, aunque entonces no era más que un niño.
—Pues esto viene a ser algo parecido. Se trata de otro ferrocarril, la Tierra es un pueblo y esta casa será la estación de este nuevo ferrocarril distinto al que conoces. La única diferencia será que únicamente tú, en toda la Tierra, conocerás la existencia del ferrocarril. Pues has de saber que la Tierra no será más que un punto de descanso, el fin de una etapa. En la Tierra, nadie podrá sacar billetes para viajar en este ferrocarril.
Dicho de aquel modo, naturalmente, parecía muy sencillo, pero Enoch tenía la impresión de que distaba mucho de serlo.
—¿Cómo pueden ir vagones de ferrocarril por el espacio? —preguntó.
—No son vagones de ferrocarril —le contestó Ulises— sino otra cosa. No sé cómo explicártelo…
—¿Por qué no tratas de buscar a otro… a otro capaz de entenderlo?
—No hay nadie en este planeta que pudiera entenderlo ni remotamente. No, Enoch, tú nos servirás tan bien como otro cualquiera. En cierto modo, mucho mejor que otros.
—Pero…
—¿Qué, Enoch?
—Nada —repuso Enoch.
Se había acordado entonces de que había estado sentado en la escalera, pensando en lo solo que estaba y en un nuevo comienzo, sabiendo que era inevitable empezar de nuevo, empezar otra vez desde cero para volver a edificar su vida.
Y aquí, de pronto, estaba aquel nuevo comienzo… más terrible y maravilloso que todo cuanto hubiera podido soñar, incluso en un momento de demencia.
Enoch archivó el mensaje y envió el acuse de recibo:
N.º 406302 RECIBIDO. PONGO CAFÉ A HERVIR. ENOCH
Después de borrar el mensaje de la máquina, se dirigió al depósito para líquidos N.º 3 que había preparado antes de irse. Comprobó la temperatura y el nivel de la solución, cerciorándose de nuevo de que el depósito estuviese bien colocado respecto al materializador.
De allí pasó al otro materializador, el oficial y de urgencia, colocado en un rincón, y lo examinó escrupulosamente. Estaba bien. Siempre estaba bien, pero él nunca dejaba de revisarlo antes de una visita de Ulises. Si algo hubiese ido mal, no hubiera podido hacer otra cosa sino enviar un mensaje urgente a la Central Galáctica. En este caso, alguien hubiera venido en el materializador normal, para reparar la avería. Pues la verdad era que el materializador oficial y de urgencia era exactamente lo que su nombre indicaba. Tan sólo se utilizaba para las visitas oficiales efectuadas por el personal del Centro Galáctico o para posibles casos urgentes, y su manejo se efectuaba totalmente desde fuera de la estación local.
Ulises, en su calidad de inspector de aquella y de otras varias estaciones, podría haber utilizado el materializador oficial siempre que le hubiese venido en gana y sin previo aviso. Pero en todos los años que llevaba visitando la estación nunca había dejado de avisarle su llegada, recordó Enoch con cierto orgullo. Se trataba de un gesto de cortesía que tal vez muchos inspectores no tuviesen con las demás estaciones de la gran red galáctica, aunque era posible que con algunas de ellas tuviesen la misma deferencia.
Aquella misma noche, se dijo, tendría que decir a Ulises la vigilancia a que se hallaba sometida la estación. Acaso hubiese tenido que decírselo antes, pero se mostraba reacio a admitir que la especie humana pudiese constituir un problema para la instalación galáctica.
No tenía remedio, se dijo para sus adentros, aquella obsesión que le dominaba de presentar a los habitantes de la Tierra como seres buenos y razonables. La verdad era que por muchos conceptos no eran buenos ni razonables; tal vez porque aún no habían alcanzado la madurez. Eran listos y rápidos de entendimiento, a veces compasivos e incluso llenos de comprensión, pero fallaban lamentablemente en muchos otros aspectos.
Pero si se les diese ocasión para ello, pensaba Enoch, si se les ofreciese una oportunidad, únicamente si pudiese decirles lo que existía en el espacio, entonces tratarían de dominarse y de ponerse a la altura, y así, a su debido tiempo, serían admitidos en el gran concierto de pueblos estelares.
Una vez admitidos, demostrarían su valía y harían oír su voz, porque aún eran una estirpe joven y rebosante de energía… a veces incluso excesiva.
Enoch meneó dubitativamente la cabeza y cruzó la habitación, para ir a sentarse en su escritorio. Colocando el correo ante él, desató el cordel con que Winslowe había atado el mazo de correspondencia.
Había unos cuantos diarios, un semanario, dos revistas —
Nature
y
Science
— y la carta.
Apartó los diarios y revistas a un lado y tomó la carta. Vio que era un sobre de correo aéreo con la estampilla de Londres y como remitente figuraba un nombre que le era desconocido. Se preguntó quién podía escribirle desde Londres sin conocerlo. Aunque luego pensó que quienquiera que le escribiese, desde Londres o desde donde fuese, tenía que ser forzosamente un desconocido. Sí no conocía a nadie en Londres ni en ningún lugar del mundo.