—Eso he oído decir —repuso Enoch.
Y aún más que eso, pensó: Puede recomponer el ala de una mariposa.
Winslowe se adelantó en el asiento.
—Casi lo olvidaba —dijo—. Tengo otra cosa para usted. Levantó del suelo un paquete envuelto en papel marrón de embalar y lo tendió a Enoch, diciendo:
—Esto no es correo. Es una cosa que he hecho para usted.
—Muchas gracias —dijo Enoch, tomando el paquete.
—Vamos, hombre, ábralo.
Enoch titubeó.
—Caramba, no tenga vergüenza —dijo Winslowe.
Enoch rasgó el papel y vio una talla de madera que le representaba a él mismo. Era de madera dorada, de color de miel, y media unos treinta centímetros. Brillaba bajo el sol como si fuese de cristal dorado. Él aparecía en actitud de caminar, con el rifle bajo el brazo y avanzando contra el viento, pues estaba ligeramente inclinado y el viento formaba pliegues en su chaqueta y sus pantalones.
Enoch se quedó boquiabierto y luego se puso a contemplar la talla.
—Wins —dijo—, es la obra más bella que he visto en mi vida.
—La hice —repuso el cartero— con aquel trozo de madera que usted me dio el invierno pasado. Nunca había tenido una madera más apta para la talla. Dura y apenas sin grano. No había el peligro de resquebrajarla o de que se partiese por un nudo. Cuando se le hacía un corte, se quedaba tal como lo hacía y no tenía que andar escogiendo el punto mejor para hacerlo. Y no cuesta nada de pulir. Sólo hay que frotarla un poco.
—No puede usted figurarse lo que esto representa para mí.
—En el transcurso de los años —prosiguió el cartero—, usted me ha dado una gran cantidad de madera. Maderas de todas clases, que nunca se han visto por aquí. Todas de primera calidad y muy hermosas. Creo que ya era hora de que hiciese algo para usted.
—Y usted también ha hecho mucho por mí —observó Enoch—. Me ha traído una infinidad de cosas del pueblo.
—Enoch —le dijo Winslowe—, le tengo mucha simpatía. No sé qué es usted ni voy a preguntárselo, pero de todos modos, le tengo una gran simpatía.
—Ojalá pudiese decirle lo que soy —repuso Enoch.
—Bien —dijo Winslowe, situándose de nuevo ante el volante—, poco importa lo que seamos todos nosotros, mientras nos llevemos bien. Si algunas naciones siguieran el ejemplo que les damos las gentes de pueblos atrasados como nosotros y aprovechasen esta lección de convivencia, el mundo iría mucho mejor.
Enoch asintió gravemente.
—Ahora no parece ir muy bien, ¿no es verdad?
—Desde luego que no —contestó el cartero, poniendo el coche en marcha.
Enoch contempló cómo el automóvil se alejaba cuesta abajo, levantando una gran polvareda.
Luego volvió a mirar la estatuilla de madera.
Parecía como si la figura caminase en lo alto de una montaña, recibiendo plenamente el impacto del viento e inclinada para resistirlo.
¿Por qué?, se preguntó. ¿Qué había visto el cartero en él, para representarlo como un hombre que avanzaba contra el viento?
Dejó el rifle y el correo sobre una extensión de hierba polvorienta y volvió a envolver cuidadosamente la estatuilla en el trozo de papel. Resolvió que la pondría sobre la chimenea o, acaso mejor, en la mesita de café puesta junto a su sillón favorito, y en el ángulo donde tenía su escritorio. Tuvo que reconocer, con cierto embarazo, que deseaba tenerla a manos donde pudiese mirarla o recogerla siempre que quisiera. Y le extrañó la profunda e íntima satisfacción anímica que le produjo el regalo del cartero.
Sabía que no la experimentaba por el hecho de que recibiese muy pocos regalos. Apenas pasaba una semana sin que los viajeros extraterrestres no le dejasen varios. Tenía la casa abarrotada de regalos y en el sótano toda una pared estaba cubierta de estantes en los que se hacinaban las cosas que le habían regalado. Acaso su emoción se debiese, entonces, a que se trataba de un regalo de la Tierra, de un ser de su propia especie.
Se puso la estatuilla envuelta bajo el brazo, y, recogiendo el rifle y el correo, emprendió el camino de regreso a su casa, siguiendo el camino cubierto de maleza que en otros tiempos había sido el camino carretero que conducía a la casa de labor.
Las viejas roderas estaban ocultas por la hierba enmarañada, pero habían sido trazadas tan profundamente en la arcilla por las llantas de hierro de las antiguas carretas, que aún eran dura tierra apisonada en la que ninguna planta había conseguido arraigar. Pero por ambos lados los matorrales invasores crecían hasta la altura de un hombre, de modo que entonces avanzaba entre dos muros de verdor.
Pero en algunos lugares determinados, de manera inexplicable —tal vez a causa del carácter del suelo o a un simple capricho de la naturaleza—, la enmarañada espesura formaba claros, por los que se podía contemplar hasta el fondo del valle.
Desde uno de aquellos observatorios Enoch vio un destello entre un grupo de árboles que se alzaban al borde del antiguo campo, no muy lejos de la fuente donde encontró a Lucy.
Frunció el ceño al ver aquel destello y permaneció parado en el sendero, esperando que se repitiese. Pero no se repitió.
Sabía que era uno de los vigilantes, que observaba la estación con unos prismáticos. El destello que vio era el reflejo del sol en los cristales.
¿Quiénes eran aquellos vigilantes?, se preguntó. ¿Y por qué lo vigilaban? La vigilancia duraba ya desde hacía algún tiempo, pero resultaba extraño que no hubiese pasado de ser una simple vigilancia. Hasta entonces no lo habían molestado. Nadie había intentado abordarlo, a pesar de que no hubiera habido cosa más sencilla y natural. Si ellos —quienesquiera que fuesen— hubiesen querido hablar con él, podían haber organizado un encuentro que pareciese completamente casual, durante uno cualquiera de sus paseos matinales.
Mas al parecer, de momento todavía no querían hablar con él.
¿Qué se proponían, entonces? Tal vez mantenerlo en observación. Y para eso, pensó con cierta ironía melancólica, bastaba con observarlo diez días, para conocer al dedillo sus hábitos y costumbres.
O acaso estuviesen esperando que ocurriese algo que les proporcionase una clave acerca de sus acciones. Por ese lado quedarían chasqueados. Podían pasarse mil años observándolo, sin tener el menor atisbo sobre el particular.
Dejó de contemplar el panorama y continuó su ascenso por el camino, preocupado e intrigado por la presencia de los vigilantes.
Tal vez, pensó, no habían tratado de establecer contacto con él a causa de cierta historia que circulaba sobre Enoch Wallace. Habladurías que nadie, ni siquiera Winslowe, se atrevería a repetirle. ¿Qué clase de historias, se preguntó, podrían haber urdido sus vecinos acerca de él… qué fabulosos cuentos populares se escucharían conteniendo el aliento al amor de la lumbre?
Acaso más valiese no conocer aquellas historias, se dijo, aunque estaba casi seguro de que debían de existir. Y también pudiera ser mejor que los que lo vigilaban no hubiesen tratado de abordarlo, pues mientras no hubiese contacto, aún podía considerarse bastante seguro. Mientras no le hiciesen preguntas, no necesitaba darles respuestas.
¿Es usted, le preguntarían, el mismo Enoch Wallace que se alistó en 1861 para luchar por el viejo Abraham Lincoln? Y sólo existía una respuesta para esta pregunta, no podía haber más que una. Sí, tendría que decirles, soy el mismo.
Y de todas las preguntas que pudieran hacerle, aquélla sería la única que podría responder sin mentir. Para todas las demás, se vería obligado a guardar silencio o contestar con evasivas.
Le preguntarían por qué no había envejecido… por qué permanecía joven mientras todos los demás hombres se volvían viejos. Y él no podría decirles que cuando estaba dentro de la estación no envejecía, que solamente envejecía cuando salía de ella, una hora todos los días durante sus paseos cotidianos, una hora más trabajando en su huerto, o quince minutos sentado en el porche para contemplar una bella puesta de sol. Pero cuando regresaba al interior de la casa, el proceso de envejecimiento cesaba por completo.
No podía decirles eso. Y había muchas más cosas que tampoco podía decirles. Sabía que acaso llegaría un tiempo, si establecían contacto con él, en que tendría que rehuir todo interrogatorio, cortando los últimos lazos que lo unían al mundo y permaneciendo aislado dentro de las cuatro paredes de la estación.
Semejante decisión no constituiría una incomodidad física, pues podía vivir perfectamente dentro de la estación, sin el menor inconveniente. No le faltaría nada, porque los extraterrestres le proporcionarían todo cuanto necesitase para vivir y encontrarse bien. A veces compraba comida humana y hacía que Winslowe se la comprase en el pueblo y se la subiese, pero sólo porque sentía deseos de probar los alimentos de su propio planeta, en particular aquellos sencillos productos alimenticios de su infancia y de sus días de soldado.
E incluso estos alimentos, se dijo, podrían conseguirse mediante el proceso de duplicación. Podría enviar una lonja de tocino o una docena de huevos a otra estación, donde los guardarían como modelo para duplicar su estructura molecular, que le enviarían cuando lo pidiese.
Pero había otra cosa que los extraterrestres no podían proporcionarle… las relaciones humanas que conservaba gracias a Winslowe y el correo. Una vez encerrado dentro de la estación, quedaría aislado completamente del mundo que conocía, pues las revistas y periódicos eran su único contacto con él. Era imposible hacer funcionar una radio en la estación, a causa de las interferencias creadas por las instalaciones.
No sabría lo que pasaba en el mundo, dejaría de saber lo que ocurría en el exterior. Su gráfica se resentiría de esto y se convertiría en un documento bastante inútil; aunque, por otra parte, pensó, ahora ya era casi inútil del todo, pues no podía estar seguro de la dosificación correcta de los factores.
Pero dejando aparte todo esto, echaría de menos aquel pequeño mundo exterior que había llegado a conocer tan bien, ese rinconcito del planeta que medía en sus paseos.
Eran estos paseos, pensó, tal vez más que otra cosa, lo que le había permitido seguir siendo un ser humano y un ciudadano de la Tierra.
Se preguntó la importancia que podía tener que continuase siendo, intelectual y sentimentalmente, un ciudadano de la Tierra y un miembro de la especie humana. Acaso no hubiese razón alguna para que continuase siéndolo. Con el cosmopolitismo de la Galaxia a su disposición, incluso podía parecer provinciano su afán continuado por mantenerse fiel a su viejo planeta natal. Acaso sin saberlo perdiese algo muy importante con su provincianismo.
Pero sabía que no era propio de él volverse de espaldas a la Tierra. Era un lugar que amaba demasiado para ello… probablemente lo amaba más que el común de los mortales, que no había podido tener el atisbo que él tuvo de mundos remotos e inimaginables. Un hombre, se dijo, tenía que pertenecer a alguna parte, debía tener una lealtad y una identidad. La Galaxia era un lugar demasiado grande para que un ser viviente pudiera permanecer en ella solo y desamparado.
Una alondra se elevó de entre unas matas y se cernió a gran altura en el cielo. Al verla, esperó la cascada de notas cristalinas que surgiría de su garganta para desparramarse por el azul. Pero no hubo canto, pues la primavera ya había pasado.
Continuó bajando por el camino y de pronto, frente a él, vio la desnuda silueta de la estación, de pie sobre el otero.
Tiene gracia, pensó, que piense más en ella como una estación que como un hogar, pero había sido estación más tiempo que hogar.
De ella se desprendía una especie de fea solidez, como si se hubiese lanzado en aquella loma y se propusiese permanecer allí para siempre.
Y allí permanecería, desde luego, si ésta era la voluntad de quienes la habían construido. Nada podía causarle el menor efecto.
Aunque un día se viese obligado a permanecer dentro de sus paredes, la estación seguiría alzándose imperturbable contra todos los intentos y vigilancias humanas. Los hombres no podrían derribarla ni hacerle mella. Nada podrían hacer. Todas sus observaciones y especulaciones, todos los análisis a que él se entregaba, no proporcionarían nada al Hombre, salvo el conocimiento de que en aquella loma existía una construcción inusitada. Pues la estación podría sobrevivir a todo, excepto una explosión termonuclear… y tal vez esto también.
Entró en el corral y se volvió para mirar hacia atrás, hacia el grupo de árboles de donde había salido el destello; pero no vio nada que indicase allí la presencia de alguien.
En el interior de la estación, la máquina transmisora de mensajes emitía un sonido quejumbroso.
Enoch colgó el rifle, dejó el correo y la estatuilla sobre su mesa y cruzó la habitación hacia la máquina, que no paraba de silbar. Oprimió el botón y bajó la palanca. El silbido cesó inmediatamente.
En la placa para mensajes leyó:
N.º 406302 A ESTACIÓN 18327. LLEGARE AL ANOCHECER HORA LOCAL. PREPARA CAFÉ. ULISES.
Enoch sonrió. ¡Ulises y su café! Era el único extraterrestre que había conocido que se aficionó a un producto de la Tierra. Otros muchos los probaron, ya fuesen alimentos o bebidas, pero casi nunca repitieron.
Lo que pasaba con Ulises y él era muy curioso, pensó. Simpatizaron desde el primer momento, desde aquella tarde de tormenta en que estaban sentados en la escalera y la máscara humana se desprendió de la cara de su visitante.
Entonces apareció un rostro espantoso, feo y repulsivo. El rostro de un payaso cruel, pensó Enoch. En el mismo momento de pensarlo, se preguntó por qué había podido escoger una frase tan particular, pues los payasos lo eran todo menos crueles. Pero aquél podía serlo… con su cara abigarrada, su mandíbula dura y enérgica, la boca reducida a un fino trazo.
Entonces le vio los ojos y se olvidó de todo lo demás. Eran muy grandes y tenían una suavidad y la luz del entendimiento brillaba en ellos; lo miraban con simpatía, como otro ser hubiera podido tenderle amistosamente las manos.
La lluvia llegó susurrando sobre la tierra, tamborileó en el techo del cobertizo donde se guardaba la maquinaria agrícola y luego cayó sobre ellos en ráfagas inclinadas que martilleaban coléricamente el polvo del corral, mientras las gallinas sorprendidas y azoradas, corrían alocadamente en busca de cobijo.
Enoch se puso en pie de un salto, agarró al visitante por un brazo y lo llevó bajo la protección del porche.