Nora no sabía cuál sería la decisión del Consejo de Guardianes. Lo único que sabía era que, tanto si se quedaba como si se iba, si volvía a construir en el pedazo de tierra de su madre o marchaba al Campo a enfrentarse con las fieras que acechaban en el bosque, estaría sola. Cansada, se sentó a esperar la noche en la tierra ennegrecida por la ceniza.
Extendió la mano a un pedazo de madera que tenía cerca y le dio vueltas, calibrando su dureza y su rectitud. Para una barraca, si le permitían quedarse, necesitaría unos cuantos largos resistentes de madera maciza. Iría al leñador que se llamaba Martín. Había sido amigo de su madre. Negociaría con él, se ofrecería quizá a decorar una tela para su mujer, a cambio de las vigas que le hacían falta.
Para su futuro, para el trabajo con el que esperaba poder ganarse la vida, necesitaría también algunos pedazos de madera pequeños y rectos. Pensó que aquella era demasiado blanda y no serviría, y la tiró. Al día siguiente, si el Consejo de Guardianes decidía en su favor, buscaría la clase de madera que necesitaba: unos pedazos cortos y lisos que pudiera unir en cuadro. Estaba ya pensando hacerse un bastidor nuevo.
Siempre había sido mañosa. Siendo aún muy pequeña, su madre le había enseñado a usar la aguja, pasarla a través de una tela y bordar dibujos con hilos de colores. Pero de pronto, recientemente, su aptitud había pasado a ser algo más que maña. En un asombroso estallido de creatividad, su destreza había rebasado con creces las enseñanzas de su madre. Ahora, sin instrucción ni práctica, y sin titubear, sus dedos sabían retorcer y trenzar y unir con puntadas aquellos hilos especiales, creando figuras complejas y cargadas de colorido. No entendía de dónde le había llegado aquel saber. Pero lo tenía allí, en las puntas de los dedos, que en aquel momento hasta le temblaban de impaciencia por empezar. Ojalá le permitieran quedarse.
Al amanecer vino a buscarla un mensajero, aburrido y rascándose en el cuello una picadura de insecto, para decirle que al final de la mañana tenía que presentarse ante el Consejo de Guardianes. Cuando faltaba poco para que el sol llegase al mediodía, se aseó y fue allá, siguiendo fielmente las instrucciones.
El Edificio del Consejo sorprendía por su magnificencia. Se conservaba desde antes de la Ruina, desde tiempos tan remotos que aún no habían nacido ni los que ahora vivían ni sus padres ni sus abuelos. La gente sólo conocía la Ruina por el Cántico que se ejecutaba en la Reunión anual.
Se decía que el Cantor, que no tenía otro trabajo en el pueblo que la ejecución anual del Cántico, se preparaba la voz haciendo reposo durante varios días y bebiendo a sorbitos ciertos aceites. El Cántico de la Ruina era largo y agotador. Empezaba con el comienzo de los tiempos, y relataba toda la historia de la gente a lo largo de incontables siglos. Además daba miedo. La historia del pasado estaba llena de guerras y catástrofes. Daba miedo especialmente al evocar la Ruina, el final de la civilización de los antepasados. Los versos hablaban de emanaciones de humos venenosos, de grandes fracturas de la tierra, de edificios enormes desplomados y engullidos por el mar. Todos tenían la obligación de oírlo cada año, pero al llegar a la descripción de la Ruina había madres que protegían a sus hijos más pequeños tapándoles los oídos.
Muy pocas cosas sobrevivieron a la Ruina, pero el llamado Edificio del Consejo se había mantenido en pie sin que nadie supiera la razón. Su antigüedad era incalculable. Varias ventanas conservaban todavía cristales con dibujos en tonos fuertes dorados y rojos, algo asombroso, porque el conocimiento de cómo hacer un vidrio tan notable se había perdido. Otras ventanas, aquéllas donde el cristal de colores se había roto, estaban ahora cerradas con vidrio grueso ordinario, que deformaba la vista con sus burbujas y ondas. Otras estaban simplemente cegadas con tablas, y en el interior del Edificio había partes muy sombrías. Aun así, era imponente en comparación con las barracas y las casas corrientes del pueblo.
Al mediodía, como le había ordenado el mensajero, Nora entró, y sola avanzó por un largo vestíbulo, alumbrado desde una y otra pared por las llamas que chisporroteaban en altas lámparas de aceite. Allá al fondo, al otro lado de una puerta cerrada, oyó que había una reunión: eran hombres que discutían sin levantar la voz. El bastón hacía resonar el suelo de madera, y el roce del pie de la pierna enferma en la tarima sonaba como el barrido de una escoba.
«Enorgullécete de tu dolor», le había dicho siempre su madre. «Eres más fuerte que los que no tienen ninguno».
Acordándose de aquellas palabras, trató de encontrar el orgullo que su madre le había enseñado a sentir. Enderezó sus flacos hombros y alisó los pliegues de su vestido suelto de tejido basto. Se había lavado con esmero en el agua clara del arroyo y se había limpiado las uñas con la punta de un palito. Se había desenredado el pelo con el peine de madera tallada que perteneció a su madre, y que al morir ésta añadió al saquito de sus cosas. Después se lo había trenzado, entretejiendo hábilmente los gruesos y oscuros mechones y atando el extremo de la pesada trenza con una tirita de cuero.
Respiró hondo para tranquilizarse, y tocó con los nudillos en la maciza puerta de la sala donde ya estaba reunido el Consejo de Guardianes. Se abrió una rendija y una cuña de luz se proyectó sobre las sombras del vestíbulo. Un hombre se asomó, mirándola con desconfianza. Luego abrió más la puerta y la invitó a pasar con un gesto.
—¡Está aquí la huérfana acusada Nora! —anunció el ujier, y los murmullos se acallaron. En silencio, todos los presentes se volvieron para verla entrar.
La sala era enorme. Nora ya había estado allí con su madre, en ocasiones ceremoniales como la Reunión anual. Entonces se sentaban con el gentío, en las filas de bancos, mirando hacia el escenario, donde no había más que un altar con el Objeto de Culto, aquella misteriosa construcción de dos maderos unidos en cruz. Se decía que antiguamente tuvo grandes poderes, y la gente siempre inclinaba un momento la cabeza con gesto humilde hacia él, en señal de respeto.
Pero ahora estaba sola. No había multitudes ni ciudadanos vulgares, sino sólo el Consejo de Guardianes: doce hombres frente a ella, sentados a una mesa larga al pie del escenario. Hileras de lámparas de aceite daban claridad a la sala, y cada uno de los hombres tenía detrás su propia antorcha, que iluminaba los papeles amontonados y dispersos por la mesa. Bajo la mirada de los hombres avanzó, titubeando, por el pasillo central.
Rápidamente, recordando lo que había visto hacer en todas las ceremonias, al llegar a la mesa Nora juntó las manos en ademán de reverencia, con las puntas de los dedos bajo la barbilla, volvió los ojos con respeto hacia el Objeto de Culto del escenario. Los guardianes respondieron con gestos de aprobación. Al parecer había hecho lo que debía. Se relajó un poquito, esperando, preguntándose qué sucedería a continuación.
El ujier respondió a una segunda llamada a la puerta y anunció una segunda entrada:
—¡La acusadora, Vandara!
Así que serían ellas dos. Nora vio cómo Vandara se acercaba rápidamente a la mesa hasta colocarse a su lado, frente a los miembros del Consejo. Sintió una pequeña satisfacción al observar que Vandara venía descalza y con la cara sucia; no se había arreglado para la ocasión. Quizá no fuera necesario. Pero Nora pensó que posiblemente se había ganado un poquito de respeto, una pequeña ventaja, por ir limpia.
Vandara hizo el gesto de adoración con las manos. En eso estaban iguales. Luego Vandara se inclinó, y Nora vio con contrariedad que los Guardianes inclinaban la cabeza hacia ella.
«Debería haberme inclinado. Tengo que encontrar la ocasión de inclinarme».
—Nos hemos reunido para dictar sentencia en un conflicto —el Guardián Mayor, un hombre de pelo blanco con un nombre de cuatro sílabas que Nora nunca había conseguido aprenderse, hablaba con autoridad.
«Yo no tengo ningún conflicto. Yo sólo quiero reconstruir mi barraca y vivir mi vida».
—¿Quién es la acusadora? —preguntó el hombre de pelo blanco.
«Seguro que lo sabe», pensó Nora. Pero la pregunta parecía ceremonial, parte del procedimiento establecido. La respuesta la dio otro de los guardianes, un hombre corpulento que estaba sentado en un extremo de la mesa y tenía delante varios libros gruesos y un montón de papeles. Nora miró los volúmenes con curiosidad. Siempre había ansiado saber leer, pero a las mujeres no les estaba permitido.
—Guardián Mayor, la acusadora es la mujer Vandara.
—¿Y la acusada?
—La acusada es la huérfana Nora —el hombre echó una ojeada a los papeles, pero no parecía estar leyendo.
«¿Acusada? ¿De qué se me acusa?». Al oír repetir la palabra, Nora sintió una oleada de pánico. «Pero puede ser la ocasión de inclinarme y mostrar humildad». Agachó la cabeza y dobló ligeramente la cintura, reconociéndose como la acusada.
El hombre del pelo blanco las miró a las dos sin emoción. Nora, apoyada en el bastón, trataba de mantenerse lo más derecha posible. Era casi tan alta como su acusadora. Pero Vandara era mayor, más robusta, y no tenía otro defecto que la cicatriz, el recordatorio de haber luchado contra una fiera y haber salido con vida. Por espantosa que fuera a la vista, la cicatriz pregonaba su fortaleza. El defecto de Nora no tenía detrás ninguna historia ilustre, y ella se sentía débil, incapaz y perdida al lado de aquella mujer desfigurada y colérica.
—Que hable primero la acusadora —ordenó el Guardián Mayor.
La voz de Vandara era firme y amarga.
—Esta niña debería haber sido llevada al Campo cuando nació y aún no tenía nombre. Es lo que se hace.
—Continúa —dijo el Guardián Mayor.
—Era imperfecta. Y además no tenía padre. No debió ser conservada.
«Pero yo era fuerte. Y había viveza en mis ojos. Mi madre me lo decía. Ella no me dejó ir». Nora cambió de apoyo para dar descanso a la pierna torcida, y recordando la historia de su nacimiento se preguntó si tendría oportunidad de contarla allí. «Yo apretaba el pulgar de mi madre con tanta fuerza…».
—Todos hemos tolerado su presencia durante estos años —siguió diciendo Vandara—. Pero ella no ha contribuido. No puede cavar ni plantar ni escardar, ni siquiera atender a los animales domésticos como otras chicas de su edad. Va arrastrando esa pierna muerta como un fardo inútil. Es lenta y come mucho.
El Consejo de Guardianes escuchaba con atención. Nora notó que se ponía colorada de vergüenza. Era verdad que comía mucho. Era verdad todo lo que estaba diciendo su acusadora.
«Puedo intentar comer menos. Puedo pasar hambre. Mentalmente iba preparando su defensa, pero sentía que sería débil y quejicosa».
—Fue conservada, en contra de las reglas, porque su abuelo vivía aún y tenía poder. Pero hace mucho tiempo que él dejó de existir, y que le sustituyó un nuevo jefe con más poder y sabiduría…
Vandara se deshizo en elogios para reforzar su caso, y Nora miró al Guardián Mayor para ver si se dejaba influir por la adulación. Pero su rostro era impasible.
—A su padre le mataron las fieras cuando ella aún no había nacido. Y ahora su madre ha muerto —prosiguió Vandara—. E incluso hay motivos para creer que su madre pudo portar una enfermedad que ponga en peligro a otros…
«¡No! ¡Ella fue la única que enfermó! ¡Miradme! ¡Yo estaba junto a ella cuando murió, y no estoy enferma!».
—…y las mujeres necesitan el lugar donde estaba su barraca. No hay sitio para esta niña inútil. No se puede casar. Nadie quiere a una tullida. Ocupa espacio y gasta comida, y causa problemas de disciplina con los niños, porque les cuenta historias y les enseña juegos, y de ese modo alborotan y molestan en el trabajo…
El Guardián Mayor hizo un gesto con la mano.
—Es suficiente —declaró.
Vandara frunció el ceño, hizo una ligera reverencia y no dijo más.
El Guardián Mayor paseó la vista por la mesa, como pidiendo comentarios o preguntas a los otros once. Uno por uno le respondieron con gestos de asentimiento, pero nadie dijo nada.
—Nora —dijo el guardián de pelo blanco—, como niña bisílaba, no tienes que defenderte.
—¿No tengo que defenderme? Pero… —Nora tenía pensado hacer otra reverencia, pero con el apuro se le olvidó. Se acordó al momento, pero entonces le salió torpe y forzada.
Él movió la mano otra vez para indicarle que debía guardar silencio. Ella hizo un esfuerzo y le escuchó.
—Debido a tu juventud —explicó el guardián—, tienes la posibilidad de elegir. Puedes defenderte…
Nora, incapaz de reprimirse, le volvió a interrumpir:
—¡Claro que sí! Quiero defenderme…
Él se hizo el sordo.
—O nosotros nombraremos un defensor que lo haga por ti. Uno de nosotros te defenderá, valiéndose de nuestra mayor sabiduría y experiencia. Tómate un momento para pensarlo, porque tu vida puede depender de ello, Nora.
«¡Pero si no me conocéis! ¿Cómo vais a contar la historia de mi nacimiento? ¿Cómo vais a describir la viveza de mis ojos, la fuerza con que mi mano agarraba el pulgar de mi madre?».
Nora se sintió desvalida, con su futuro pendiente de un hilo. Notaba la hostilidad que tenía al lado; la respiración de Vandara era rápida y agresiva, aunque se hubiera silenciado su voz. Miró a los hombres sentados a la mesa, intentando imaginar su valor como defensores. Pero no vio en ellos ni hostilidad ni mucho interés; sólo cierta expectación por saber qué decidía.
Hecha un mar de dudas, metió las manos en los profundos bolsillos del vestido, y palpando el contorno conocido del peine de madera de su madre lo acarició para serenarse. Con el pulgar notó un cuadradito de tela decorada. En la confusión de los días anteriores, se le había olvidado aquel retazo de tela; en ese momento recordó que justamente era un dibujo que le había venido él solo a las manos, cuando estaba sentada acompañando a su madre al final.
Era mucho más joven cuando le llegó el saber de la manera más inesperada, y recordaba la cara de asombro que puso su madre al ver una tarde cómo escogía y componía los hilos con repentina seguridad. «¡Eso no te lo he enseñado yo!«, dijo su madre, atónita y riendo de alegría. »¡No habría sabido!». Tampoco Nora lo habría sabido explicar, realmente. Había sido como cosa de magia, como si los hilos le hablasen o cantasen. Y desde aquella primera vez el saber creció.
Apretó la tela, recordando la sensación de seguridad que le había dado. En este momento no sentía la menor seguridad. En su interior no había un discurso de defensa. Tendría que ceder ese papel a uno de aquellos hombres, desconocidos todos.