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Authors: Lois Lowry

Tags: #ciencia ficción - juvenil

En busca del azul (9 page)

BOOK: En busca del azul
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—¿Sabe usted hacer azul? —preguntó.

Pero Anabela frunció el ceño.

—Se necesita glasto —dijo—. Recoger hojas frescas de glasto del primer año. Y agua de lluvia blanda; con eso se hace el azul —meneó la cabeza—. Yo no tengo nada. Otros tienen, pero muy lejos.

—¿Qué otros? —preguntó Mat.

La anciana no le contestó. Apuntó hacia el final de su jardín, donde empezaba el bosque y parecía abrirse un estrecho sendero invadido por la maleza; luego volvió los pasos a su choza, y Nora oyó que hablaba en voz baja. «Yo nunca lo pude hacer», iba diciendo. «Pero allá hay quien tiene azul».

Capítulo 9

En el manto del Cantor sólo había unas pocas manchitas pequeñas de azul antiguo, desvanecido casi a blanco. Después de cenar, cuando ya estaban encendidas las lámparas de aceite, Nora lo examinó con atención. Extendió sobre la mesa grande sus hilos, los de su pequeña colección y los muchos otros que le había dado Anabela, sabiendo que tendría que casar los matices con mucho cuidado a la luz del día antes de empezar los arreglos. Fue entonces cuando se dio cuenta —con alivio porque no habría sabido repararlo, y con desilusión porque el color del cielo habría sido una adición muy bonita al dibujo— de que ya no quedaba nada de verdadero azul, sólo indicios de lo que hubo antaño.

Una y otra vez repetía en voz alta los nombres de las plantas, intentando componer con ellos una cantinela para fijarlos en la memoria. «Malva real y tanaceto, granza y galio…». Pero ni rimaban ni pegaban bien unos con otros.

Tomás llamó a la puerta. Nora le recibió con alegría, le enseñó el manto y los hilos y le contó su día con la anciana tintorera.

—No me acuerdo de todos los nombres —dijo contrariada—. Pero estoy pensando que si por la mañana me acerco a donde estaba mi barraca, es posible que allí sigan estando las plantas de la huerta de mi madre, las que usaba para hacer los colores. Y si las veo me entrarán mejor los nombres. Únicamente espero que Vandara…

Se interrumpió. No había hablado de su enemiga al entallador, y sólo pronunciar su nombre le daba miedo.

—¿La de la cicatriz? —preguntó Tomás.

Nora asintió.

—¿La conoces?

Él negó con la cabeza.

—Pero sé quién es —dijo—. Todo el mundo lo sabe.

Cogió una pequeña madeja de carmesí oscuro.

—¿Cómo hizo esto la tintorera? —preguntó con curiosidad.

Nora reflexionó. Granza para el rojo.

—Con granza —recordó—. Sólo las raíces.

—Granza —repitió él, y se le ocurrió una idea—. Yo te podría escribir los nombres, Nora —sugirió—. Así sería más fácil recordarlos.

—¿Tú sabes escribir? ¿Y leer?

Tomás asintió.

—Aprendí de pequeño. Los niños escogidos pueden aprender. Y algunas de las tallas que hago llevan palabras.

—Pero yo no sé. Así que aunque me escribieras los nombres no los podría leer. Y a las mujeres no se les permite aprender.

—De todos modos, yo te podría ayudar a recordarlos. Si me los dices y los escribo, después te los podré leer yo. Seguro que sería una ayuda.

Nora pensó que probablemente tenía razón. Así que Tomás llevó de su cuarto papel, tinta y una pluma, y una vez más ella repitió las palabras que recordaba. A la luz vacilante contempló cómo él las iba escribiendo cuidadosamente. Vio que las combinaciones de líneas y curvas formaban los sonidos, y que después él se los podía repetir.

Al leer Tomás la palabra hipérico marcándola con el dedo, Nora vio que era larga y que tenía varias formas redondeadas. Enseguida apartó los ojos para no aprenderla, para no ser culpable de algo que claramente tenía prohibido. Pero le hizo sonreír verla, ver cómo la pluma trazaba las formas y las formas contaban la historia de un nombre.

* * *

Por la mañana muy temprano, desayunó deprisa y se dirigió a donde había estado la huerta de los colores de su madre. A esa hora del amanecer había muy poca gente levantada. Casi contaba con encontrarse a Mat y Palo, pero los caminos estaban prácticamente vacíos y en el pueblo remaba el silencio. Aquí y allá lloraba un niño, y las gallinas cloqueaban por lo bajo, pero el alboroto estridente de la jornada aún estaba por llegar.

Al acercarse vio que el corral ya estaba construido en parte. Sólo habían transcurrido unos pocos días, pero las mujeres habían hecho un vallado de ramas de espino alrededor de los restos de la barraca donde Nora se crió. El terreno cercado seguía estando lleno de cenizas y cascote. Muy pronto la barrera de espino lo cerraría por completo; Nora imaginó que harían algún tipo de portillo, y luego pondrían allí dentro a sus gallinas y sus críos. Había trozos de madera afilados y pedazos cortantes de cacharros rotos, y al verlos Nora dio un suspiro. Los niños se harían arañazos y heridas con los restos de su propio pasado destruido, pero ella no podía hacer nada por evitarlo. Rápidamente dejó atrás la ruina y el vallado a medio construir, y encontró los restos de la huerta de colores de su madre al borde del bosque.

Las hortalizas habían desaparecido por completo, pero las plantas de flor seguían existiendo, aunque estaban pisoteadas. Se veía que las mujeres habían pasado por allí arrastrando los espinos para el corral, pero las flores seguían abriéndose, y a Nora le impresionó ver aquella vida vibrante que todavía luchaba por crecer a pesar de tanta destrucción.

Las fue nombrando para sí, las que recordaba, y recogió lo que pudo, llenando un pañuelo grande que llevaba. Anabela le había dicho que la mayoría de las flores y hojas se podían secar para utilizarlas después. Otras no, como el hinojo: «Hay que usarlo fresco», había dicho del hinojo. También se podía comer. Nora lo dejó sin tocar, y se preguntó si las mujeres sabrían que podía servir de alimento.

Cerca ladró un perro y se oyeron voces airadas: gritos de un marido a su mujer, bofetones a un niño. El pueblo despertaba a la rutina de todos los días. Era hora de irse de allí; aquel sitio ya no le pertenecía.

Lió el pañuelo con las plantas que había recolectado y lo ató; se lo echó al hombro, agarró el bastón y se apresuró a alejarse. Dio un rodeo para no pasar por la calle central del pueblo, y en una bocacalle vio a Vandara y miró para otro lado. Vandara la llamó por su nombre con acento burlón y petulante: «¿Te gusta tu nueva vida?», y tras la pregunta soltó una risotada. Nora dobló una esquina rápidamente para no enfrentarse con ella, pero el recuerdo de la pregunta sarcástica y la risotada la acompañaron durante todo el camino.

* * *

—Necesitaré un terreno para plantar una huerta de colores —se animó a decir a Jacobo pocos días después—, y un sitio ventilado para secar las plantas. Y otro donde se pueda hacer fuego, y cacharros para los tintes —y, tras un momento más de reflexión, añadió—: y agua.

Él dijo que sí, que podía tener todas aquellas cosas.

Jacobo pasaba por su cuarto cada tarde para ver cómo marchaba el trabajo y preguntarle qué necesitaba. A Nora se le hacía raro poder pedir cosas y que se las dieran.

Pero Tomás decía que también en su caso había sido así siempre. Le había bastado pedir las distintas clases de madera, fresno, madera de corazón, nogal o arce, para tenerlas; y le habían dado toda clase de herramientas, algunas que él ni sabía que existían.

Los días, días de trabajo agotador, empezaron a correr.

Una mañana vino Tomás cuando Nora se disponía a salir hacia la choza de la tintorera.

—¿Oíste algo anoche? —le preguntó indeciso—. ¿No te despertó un ruido?

Nora meditó.

—No —dijo—. He dormido profundamente. ¿Por qué?

Él parecía perplejo, como si hiciera esfuerzos por recordar.

—A mí me pareció oír algo así como el llanto de un niño. Me pareció que me despertaba. Pero puede ser que fuera un sueño. Sí, será que lo soñé.

Entonces se le alegró la cara y dejó de pensar en el pequeño misterio.

—He hecho una cosa para ti —dijo—. La he estado haciendo por las mañanas a primera hora —explicó—, antes de ponerme a trabajar.

—¿En qué trabajas tú, Tomás? —preguntó Nora—. Lo mío es el manto, por supuesto. Pero a ti, ¿qué te han puesto a hacer?

—El báculo del Cantor. Es muy antiguo, y por el roce de sus manos (y de las manos de otros cantores en el pasado, supongo) se han desgastado los relieves de tal manera que hay que volver a tallarlos enteramente. Es una labor difícil, pero importante. El Cantor utiliza los relieves del báculo para guiarse, para acordarse de las distintas secciones del Cántico. Y en la parte de arriba hay una zona grande que no se ha tallado nunca. Con el tiempo la haré yo, la tallaré por primera vez con mis propios dibujos —se rió—. Bueno, realmente no serán míos. Me dirán qué es lo que tengo que poner.

Tímidamente metió la mano en el bolsillo y le dio su regalo:

—Ten.

Le había hecho una cajita con su tapa, que por arriba y por los lados llevaba, talladas en finos relieves, figuras de las plantas que Nora estaba aprendiendo a distinguir. Ella la examinó embelesada. Reconoció los altos tallos de la milenrama, con sus cabezuelas apretadas, y enroscados alrededor los tallos lacios de la coreopsis, sobre una base donde aparecía esculpido el follaje oscuro y ligero de esa planta.

Al instante supo qué quería guardar en aquella caja exquisita: aquel trocito de tela decorada que llevaba en el bolsillo el día del juicio, y que había consolado su soledad a la hora de dormir. Ahora estaba escondido en uno de los cajones de material; ya no lo llevaba encima por miedo a perderlo en sus largas caminatas por el bosque y sus largas jornadas de duro trabajo con la tintorera.

Bajo la mirada atenta de Tomás, fue en busca del trapito y lo metió en la caja.

—Es muy bonito —dijo él al verlo.

Nora lo acarició antes de cerrar la tapa.

—Me habla no sé de qué manera —dijo—. Es casi como si estuviera vivo.

Y sonrió avergonzada, porque sabía que era raro lo que decía, y que él no la entendería y pensaría quizá que era una tonta. Pero Tomás la sorprendió:

—Sí —dijo—. Yo tengo una madera que hace lo mismo. Una que tallé hace mucho tiempo, cuando no era más que un crío. Y a veces todavía siento en los dedos el saber que tenía entonces.

Se volvió para irse.

«¿Que tenías entonces? ¿Ahora ya no lo tienes? ¿El saber no se conserva?». Nora se entristeció profundamente ante esa idea, pero no dijo nada a su amigo.

* * *

Aunque todavía le quedaba mucha información que recibir de Anabela, tuvo que reducir las clases en la choza de la tintorera porque era importante ponerse a trabajar en el manto del Cantor y tenía que aprovechar la luz del día. Ahora se alegraba de tener aquel cuarto de baño enlosado que al principio le causó tanta confusión. El agua caliente y el jabón le ayudaban a quitarse las manchas de las manos, y era vital tener las manos limpias para tocar el manto.

Seguía conservando su pequeño bastidor, aquél que Mat salvó de la quema, pero no lo necesitaba. Entre el material que le facilitaron estaba un magnífico bastidor nuevo, que se desplegaba sobre unas sólidas patas de madera, de modo que ya no había que sostenerlo en el regazo. Nora lo colocaba junto a la ventana, y así podía trabajar sentada al lado en una silla.

Extendió el manto sobre la mesa grande para examinarlo cuidadosamente y decidir por dónde comenzar. Por primera vez empezó a percibir la vastedad de la que el Cantor sacaba su cántico. La historia entera del pueblo, hasta culminar en la espantosa descripción de la Ruina, estaba retratada con enorme complejidad en los voluminosos pliegues del manto.

Vio un mar verde pálido, y en su fondo peces de todas clases, algunos mayores que un hombre y que diez hombres juntos. Después el mar se fundía imperceptiblemente con anchas extensiones de tierra, sólo habitadas por figuras de animales que Nora no conocía, seres descomunales que pastaban hierbas altas de color ocre. Todo esto no era más que una esquinita del manto. Recorriéndolo con la vista descubrió que cerca de los pastos salía del pálido mar otra tierra, y en ésta aparecían hombres. Las diminutas puntadas hacían figuras de cazadores con lanzas y armas, y Nora observó que pequeños nudos de rojo (granza para el rojo, sólo las raíces) servían para señalar la sangre en las figuras de hombres caídos, los que sucumbían a las fieras.

Pensó en su padre. Pero aquella escena era de un tiempo muy remoto, mucho antes de su padre y de toda su gente. Y los hombres sin vida punteados con nuditos rojos de sangre no eran más que una parte infinitesimal del manto, un abrir y cerrar de ojos, ahora olvidado excepto en el Cántico, cuando una vez al año el Cantor les recordaba el pasado.

Mirando el manto y alisándolo con sus manos limpias, Nora suspiró; no tenía mucho tiempo para esa clase de estudios. Había trabajo importante que hacer, y Jacobo estaba cada día más impaciente. Una y otra vez venía a su cuarto para comprobar, para cerciorarse de que estaba atenta a la labor y la iba a hacer con esmero.

En una de las mangas descubrió una zona que necesitaba arreglo urgente. Tensó aquella parte en el bastidor, y después, manejando con mucho tiento los delicados instrumentos de corte que le habían dado, fue cortando y sacando los hilos gastados. Había una pequeña mancha sobre un complicado bordado de una flor en tonos dorados, parte de un paisaje que representaba hileras de altos girasoles junto a un arroyo verde claro. Alguien en lejanos tiempos, alguien que dominaba el arte, había hecho como si el arroyo fluyera, bordando en blanco unas líneas curvas que producían un efecto de espuma. ¡Qué talento el de aquel bordador! Pero habría que reemplazar los hilos manchados.

La labor era lentísima. Su madre, aunque sus dedos no tuvieran aquel saber casi mágico que tenían los de Nora, habría sido más experta, más diestra y más rápida.

Llevó los nuevos hilos dorados a la ventana y estudió las sutiles diferencias de matiz para escoger exactamente los que necesitaba para la reparación.

* * *

Cuando la luz de la tarde empezó a disminuir, Nora suspendió el trabajo. Contempló la pequeña extensión de tela del bastidor, juzgando lo que había hecho, y decidió que estaba bien. Su madre lo habría aprobado. Jacobo lo aprobaría. Esperaba que el Cantor, cuando llegase la hora de vestir el manto, también estuviera satisfecho.

Pero le dolían los dedos. Se los frotó y dio un suspiro. Aquello no tenía nada que ver con sus bordados, con aquellas muestrecitas que había hecho durante toda su infancia. Desde luego no era como aquel bordado especial que nació por propio impulso entre sus manos junto al lecho de muerte de su madre, retorciendo y mezclando los hilos de maneras que ella no había aprendido para formar dibujos que jamás había visto. En aquellas cosas nunca se le habían cansado las manos.

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