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Authors: Lois Lowry

Tags: #ciencia ficción - juvenil

En busca del azul (17 page)

BOOK: En busca del azul
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—Da comienzo la Reunión —declaró.

—Adoramos al Objeto —dijo, y señalando al escenario hizo una reverencia. Todas las cabezas se inclinaron con respeto hacia la pequeña construcción de madera en forma de cruz.

—Presento al Consejo de Guardianes —dijo seguidamente, indicando con la cabeza a la hilera de hombres entre los que estaba Jacobo. Todos a una se pusieron en pie. Nora pasó un momento de nerviosismo, porque no recordaba si había que aplaudir. Pero el silencio era general, aunque algunas cabezas parecían inclinarse hacia el Consejo de Guardianes en señal de respeto.

—Por primera vez presento al Entallador del futuro —y el Guardián Mayor hizo un gesto hacia Tomás, que no supo cómo reaccionar.

—Ponte de pie —susurró Nora, intuyendo que era lo correcto. Tomás se levantó, y aguantó unos instantes torpemente, apoyándose en uno y otro pie, mientras las cabezas volvían a inclinarse con respeto. Después se sentó otra vez.

Nora sabía que la siguiente era ella, y alargó la mano al bastón, que había dejado apoyado en la silla.

—Por primera vez presento a la Bordadora del manto, la diseñadora del futuro.

Nora se levantó, y tan derecha como pudo respondió a las inclinaciones que se le hacían. Luego se volvió a sentar.

—Por primera vez presento a la Cantora del futuro, que en su día vestirá el manto.

Todos los ojos se dirigieron a la puerta lateral, que acababa de abrirse. Nora vio que dos auxiliares hacían salir a Lol, indicándole la silla vacía. La niña, envuelta en un vestido nuevo pero sencillo y sin adornos, parecía confusa e insegura, pero su mirada se encontró con la de Nora, que le hacía señas sonriente, y entonces se le iluminó la cara de contento y corrió a la silla.

—No te sientes aún —susurró Nora—. Quédate de pie mirando a la gente. Con orgullo.

Con una sonrisa tímida, frotándose nerviosamente un tobillo con el otro pie, la Cantora del futuro miró a la multitud. Su sonrisa, vacilante al principio, enseguida se hizo segura y contagiosa, y Nora vio que la gente se la devolvía.

—Ya te puedes sentar —bisbiseó.

—Espera —bisbiseó Lol a su vez, y levantando una mano movió los deditos hacia el público. Una oleada de risas simpáticas recorrió el gentío.

Entonces Lol se dio media vuelta, y poniendo primero las rodillas izó su personita sobre la silla.

—Les mandé un saluditu —explicó a Nora.

—Finalmente presento a nuestro Cantor, que viste el manto —anunció el Guardián Mayor cuando renació el silencio.

Por el otro lateral entró el Cantor, vistiendo el espléndido manto y llevando el báculo tallado en la mano derecha. Del público entero brotó una exclamación de asombro. Todos los años le habían visto con el manto; pero este año era diferente, por la labor que había hecho Nora en el bordado antiguo. Cuando el Cantor avanzó hacia el escenario, los pliegues del manto centellearon a la luz de las antorchas, y los colores de las escenas bordadas brillaron con toda su sutileza. Oros, amarillos claros que se oscurecían hasta un naranja vibrante, rojos desde el rosa más pálido hasta el más oscuro carmín, verdes, todos los tonos, entretejidos en sus intrincados dibujos, contaban la historia del mundo y su Ruina. Cuando el Cantor se volvió para subir los pocos peldaños del escenario, Nora vio la ancha extensión de tela vacía que le caía sobre los hombros y por la espalda, el vacío que ella llenaría, pues para ello había sido escogida. El futuro que ella crearía, pues para ello había sido elegida.

—¿Qué es eso que suena? —murmuró Tomás.

Nora estaba distraída en su admiración y sus reflexiones sobre el manto y todo lo que el manto significaba, pero en aquel momento también ella lo oyó: era un ruido metálico, sordo e intermitente, apagado. Cesó de pronto. Y se oyó otra vez: el arrastre de algo metálico.

—No lo sé —respondió en voz baja.

En el centro del escenario, el Cantor hizo una ligera inclinación hacia el Objeto de Culto y se volvió al público. Palpó el báculo como si fuera un talismán, aunque todavía no necesitaba servirse de él. Su rostro era impasible e inexpresivo. Cerró los ojos y empezó a respirar hondo.

El sonido misterioso se había extinguido. Nora aguzó el oído, pero el roce sordo ya no sonaba. Miró a Tomás, se encogió de hombros y se puso cómoda para escuchar. Al mirar a Lol vio que también la niña había cerrado los ojos, y que sus labios formaban las primeras palabras en silencio.

El Cantor alzó un brazo, y Nora, con su conocimiento del manto, supo que estaba mostrando a la vista la manga que llevaba la escena del origen del mundo: la separación de la tierra y el mar, la aparición de los peces y las aves, todo ello en las puntadas más diminutas alrededor de la bocamanga izquierda, ahora sostenida en alto por el brazo extendido. Notó la admiración reverente del público al ver el manto desplegado por primera vez en un año, y se sintió orgullosa del trabajo que había hecho.

El Cantor arrancó con una voz de barítono fuerte y profunda. En realidad, aún no cantaba. El Cántico empezaba con una recitación. Poco a poco, recordaba Nora, iban surgiendo melodías: frases líricas que se alzaban lentas, seguidas por otras más duras de ritmo rápido y palpitante. Pero se iban haciendo despacio, como el mundo. El Cántico empezaba por el origen del mundo, hacía muchísimos siglos:

«En el principio…».

Capítulo 20

Tomás le dio un codazo y señaló con la cabeza. Nora volvió los ojos, y se sonrió al ver que Lol, antes tan ansiosa e inquieta, dormía profundamente en la ancha silla.

Era cerca del mediodía; llevaban ya varias horas de cántico. Probablemente muchos de los niños presentes en la gran sala dormitaban igual que Lol.

Nora estaba extrañada de no sentir sueño ni aburrimiento. Pero para ella el Cántico era también un viaje por la tela dibujada, y, según iba cantando el Cantor y alzando las secciones correspondientes, se acordaba de cada escena y de las jornadas de trabajo, de la búsqueda de los matices exactos entre los hilos de Anabela. Aunque no dejaba de prestar atención, a ratos su mente divagaba en la tarea que tenía por delante. Ahora que ya casi se habían agotado los hilos de la vieja tintorera, ahora que ella tampoco existía, a Nora le preocupaba mucho acordarse de cómo se hacían los tintes. Tomás le tomaba la lección una y otra vez con sus hojas escritas.

No se lo había dicho a nadie, ni siquiera a Tomás, pero últimamente se había dado cuenta, con gran sorpresa, de que sabía leer muchas de las palabras. Un día, viendo a Tomás pasar el dedo por la hoja, se fijó en que granza y gualda empezaban igual, con una curva cerrada hacia abajo. Y también acababan igual, con una especie de rabito hacia arriba. Era como un juego descubrir las marcas que formaban los sonidos. Un juego prohibido, desde luego; pero Nora se embebía muchas veces en aquel rompecabezas cuando Tomás no miraba, y había empezado a comprender el sentido de las piezas.

El Cantor había llegado a una sección tranquila, una de aquellas épocas que seguían a un gran desastre mundial en el que el hielo —láminas blancas y grises de hielo, hechas con puntadas pequeñas de modo que no tuvieran relieve sino una lisura extraña, reluciente— se había tragado los pueblos. Nora veía hielo muy rara vez, sólo en algunos días de los meses más fríos, cuando las heladas quebraban las ramas de los árboles y el río se helaba cerca de las orillas. Pero al trabajar en aquella sección había recordado lo temible y destructivo que era, y se había alegrado de que más allá de los bordes de la helada catastrófica reapareciera el verde y diera paso a una época tranquila y fructífera.

Ahora el Cantor se embarcaba ya en la parte verde, melódica y apaciguante, un alivio después de la frígida destrucción que había contado con voz agria y severa.

Tomás se inclinó hacia ella y le dio otro codazo. Nora miró hacia Lol, pero la niña no se había movido.

—Mira a la derecha del pasillo —susurró Tomás.

Nora miró y no vio nada.

—Sigue mirando —murmuró él.

El Cantor continuaba. Nora observó atentamente el pasillo lateral. De pronto lo vio: algo se movía furtivamente, despacio, con paradas y esperas.

Las cabezas de la gente le tapaban la vista. Se ladeó un poco hacia la derecha, tratando de ver más allá sin que el Consejo de Guardianes se diera cuenta de que algo anormal estaba pasando. Pero no, todos tenían la atención clavada en el Cantor.

Aquello volvió a moverse en la sombra, y entonces Nora vio que era un ser humano, un ser humano pequeño, que caminaba a cuatro patas como un animal al acecho. También las personas sentadas junto al pasillo empezaban a darse cuenta, aunque seguían mirando al escenario. Hubo un revuelo muy leve: hombros que giraban un poco, ojeadas rápidas, gestos de sorpresa. El pequeño ser humano siguió reptando a hurtadillas, cada vez más cerca de la primera fila.

Según se iba acercando era más fácil para Nora observarle sin cambiar de postura, ya que estaba sentada de espaldas al escenario y de cara al público. Por fin, al llegar al extremo de la primera fila, el intruso dejó de gatear, se sentó en cuclillas y miró hacia el escenario —hacia Nora, Lol y Tomás— con una ancha sonrisa. A Nora le dio un vuelco el corazón.

¡Mat! No se atrevió a pronunciar su nombre en voz alta, pero lo dijo en silencio con los labios.

Él saludó moviendo los dedos.

El Cantor trasladó los suyos a un punto más alto del báculo, buscando el lugar exacto, y continuó.

Mat sonrió de oreja a oreja y abrió una mano mostrando algo. Pero había poca luz, y Nora no reconoció lo que era. Lo sostenía entre el pulgar y el índice, enseñándoselo con gesto de importancia. Ella meneó levemente la cabeza para indicarle que no sabía lo que era. Después, sintiéndose culpable por la falta de atención, se volvió otra vez hacia el escenario y el Cantor. Sabía que pronto habría un descanso, una pausa para almorzar. Entonces vería la manera de encontrarse con el niño y examinar y admirar aquello, lo que fuese, que le traía.

Atendió a la voz del Cantor, que cantaba la serena melodía de cosechas abundantes y celebraciones festivas. Esa parte del Cántico coincidía con su estado de ánimo en aquel momento. Sentía un alivio y una alegría inmensos porque Mat había vuelto y estaba bien.

Cuando miró otra vez, nuevamente había desaparecido y el pasillo estaba vacío.

* * *

—¿Puede la pequeña Cantora tomar el almuerzo con Tomás y conmigo?

Era la pausa de mediodía en la Reunión, una larga interrupción para comer y descansar. La auxiliar reflexionó sobre lo que le preguntaba Nora y dijo que sí. Saliendo por la misma puerta lateral por donde habían entrado, Nora y Tomás, acompañados por Lol, que iba dando bostezos, subieron al cuarto de Nora y esperaron la llegada del almuerzo. Afuera, en la plaza, la gente estaría tomando la comida que había llevado y comentando el Cántico. Pensarían en la sección siguiente, una época de guerras, conflictos y muerte. Nora la recordaba: salpicaduras brillantes de sangre en hilo carmesí. Pero en esos momentos la apartó de su mente.

Mientras Tomás y Lol empezaban a despachar el copioso almuerzo que venía en la bandeja, Nora se fue rápidamente al cuarto de Tomás para mirar por la ventana y buscar entre la multitud a un niño de cara sucia y un perro con el rabo torcido.

Pero no hubo necesidad de mirar por la ventana, porque en el cuarto de Tomás la estaban esperando.

—¡Mat! —exclamó Nora, y dejando el bastón se sentó en la cama y le tomó entre sus brazos. Palo brincaba a sus pies y le humedecía los tobillos con su hocico cariñoso y sus lametones.

—Hice un viaje hurrible de largu —dijo Mat con orgullo.

Nora le olfateó y sonrió.

—Y no te has lavado ni una sola vez desde que te fuiste.

—No tuve tiempu de lavarme —dijo él con sorna; y añadió, con los ojos bailando de excitación—: te truje un regalitu.

—¿Qué era lo que me enseñabas en la Reunión? No conseguí verlo.

—Te truje dos cosas, una grande y otra pequeña. La grande está todavía viniendu, pero la pequeña la tengu aquí en el bolsillitu —metió la mano hasta el fondo del bolsillo y sacó un puñado de bellotas y un saltamontes muerto.

—Esto no es. Estará en el otro bolsillu.

Puso el saltamontes en el suelo para Palo, que lo agarró con los dientes y se lo comió con un crujido que a Nora le dio escalofríos. Las bellotas rodaron bajo la cama. Mat metió la mano en el bolsillo del lado contrario, y sacando una cosa se la entregó con gesto triunfal:

—¡Para ti!

Era algo que venía doblado. Nora lo tomó con curiosidad y le quitó los trozos de hoja seca y el barro que traía pegados. Después, mientras Mat la miraba rebosante de gozo y orgullo, lo desdobló y lo sostuvo a la luz de la ventana. Era un cuadrado de tela mugrienta y arrugada, nada más. Pero lo era todo.

—¡Mat! —la emoción empañó la voz de Nora—. ¡Has encontrado azul!

Él la miraba radiante.

—Estaba allí donde diju ella.

—¿Donde dijo quién?

—Ella. La vieja que hacía los colores. Diju que allá tenían azul —Mat no podía parar de nerviosismo.

—¿Anabela? Sí, me acuerdo. Sí que lo dijo —Nora estiró la tela sobre la mesa y la examinó. Era de un azul profundo, intenso y homogéneo; del color del cielo y de la paz—. Pero, ¿tú cómo sabías dónde, Mat? ¿Cómo supiste dónde había que ir?

Él se encogió de hombros, sonriendo de oreja a oreja.

—Me acordaba de que apuntó. No hice más que ir a donde apuntó. Hay un caminu. Pero es hurrible de lejos.

—¡Y será peligroso, Mat! ¡Habrá que atravesar el bosque!

—No hay nada malu en el bosque.

No hay fieras, había dicho Anabela.

—Estuvimos andandu días y días, yo y Palitu. Palitu comía insectus. Y yo llevaba comida que había mangado…

—De tu madre.

Él asintió con aire de culpabilidad.

—Pero no era bastante. Cuando la acabé comí sobre todo bellotas. Habría podidu comer insectus si hubiera hechu falta —añadió fanfarroneando.

Nora escuchó a medias su relato mientras seguía alisando la tela. ¡Había anhelado tanto el azul! Y ahora lo tenía allí, en la mano.

—Hasta que, cuando llegué al sitiu, la gente diome de comer. Tenían comida a montones.

—Pero no tenían baño —dijo Nora guasona.

Mat se rascó con dignidad una de sus sucias rodillas e hizo como si no la oyera.

—Se quedaron hurribles de sorprendidus de verme llegar. Pero me dieron cantidad de comida. A Palitu también. Palitu les gustó.

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