En busca del azul (13 page)

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Authors: Lois Lowry

Tags: #ciencia ficción - juvenil

BOOK: En busca del azul
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—¡Ah, la niña cantora! Sí que la conocí. No sabía cómo se llamaba. Pero cómo cantaba, ¡eso todos lo hemos conocido! Como un pájaro, ya lo creo.

—¿Qué fue de ella?

Marlena se encogió de hombros, y sus pies volvieron a pedalear despacio.

—Lleváronsela. Daríanla a alguien. Quedóse huérfana, oí decir.

E inclinándose hacia delante dijo en voz baja:

—Decían algunos que aprendía las canciones por arte de magia. Que no le enseñaba nadie. Que veníanle solas las canciones.

Paró los pies, hizo seña de que Nora se le acercase más y añadió furtivamente:

—Yo oí que en esas canciones había saberes. Era sólo una cría, ¿sabes? ¡Pero en cantando tenía saberes de cosas que ni han ocurrido aún! Yo no lo oí, pero me lo contaron.

Marlena se echó a reír, y sus pies reanudaron el rápido pedaleo que impulsaba el movimiento rítmico del telar. Nora se despidió y dirigió sus pasos hacia el camino.

Allí le salió al encuentro Mat desde detrás de un árbol donde se había escondido. Nora volvió la vista, pero Marlena estaba atareada en el telar y ya no se acordaba de ninguno de los dos.

—¿Vienes conmigo esta mañana? —preguntó a Mat—. Creí que te aburrías en casa de la tintorera.

—Hoy no has de ir —dijo Mat solemnemente. Luego miró a su perro y empezó a reír—. ¡Mírale! ¡El buenu de Palu, queriendu cazar una lagartija!

Nora miró y se rió también. Palo había perseguido a una lagartija hasta un árbol, y ahora veía con fastidio que se le escapaba reptando por el tronco arriba. El perro, alzado sobre en las patas traseras, manoteaba en el aire con las de delante, y la lagartija le miraba sacando y metiendo su fina lengua brillante. Nora los observó risueña durante unos momentos, y después se volvió nuevamente a Mat.

—¿Qué quieres decir con que no he de ir? Ayer falté por la lluvia. Me estará esperando.

Mat se puso serio.

—No espera a nadie. Fuese al Campu al salir el sol. Lleváronla los acarreadores. Yo lo vi.

—¿Al Campo? ¿De qué hablas, Mat? ¡No puede ir al Campo desde su casa! ¡Está muy lejos! ¡Es demasiado vieja! Además, ¿para qué iba a querer ir?

Mat puso los ojos en blanco.

—¡Yo no dije que quisiera ir! ¡Dije que lleváronla! ¡Está muerta!

—¿Muerta? ¿Anabela? ¿Cómo puede ser eso? —Nora se quedó anonadada. Había visto a la anciana dos días antes. Habían tomado té juntas.

Mat se tomó la pregunta literalmente.

—Es así —replicó, y tirándose al suelo se tumbó boca arriba con los brazos en cruz y los ojos muy abiertos, mirando al vacío. Palo, curioso, le topó en el cuello con el hocico, pero Mat no se movió.

Nora contempló con espanto su grotesca pero veraz imitación de la muerte.

—No hagas eso, Mat —dijo por fin—. Levántate. No hagas eso.

Mat se sentó, abrazó al perro, y ladeando la cabeza miró a Nora con curiosidad.

—De fiju te darán a ti sus cosas —anunció.

—¿Estás seguro de que era Anabela?

—Vile la cara cuando la llevaban al Campu —y por un instante volvió a poner la cara de muerto con los ojos en blanco.

Nora se mordió los labios y se apartó del camino. Mat tenía razón, ahora no debía ir al bosque. Pero no sabía dónde ir. Pensó despertar a Tomás, pero ¿para qué? Tomás no había conocido a la anciana tintorera.

Por fin dio media vuelta y regresó al gran Edificio del Consejo, que era también su casa. La puerta que utilizaba para entrar y salir estaba en el ala lateral. La puerta principal de delante era por donde había entrado el día de su juicio, hacía tantas semanas. No era de suponer que el Consejo de Guardianes estuviera ese día reunido en la gran sala donde fue el juicio, pero Jacobo estaría en alguna parte, y decidió ir en su busca. Él sabría qué había pasado y le diría qué hacer.

—No, Mat —dijo cuando el niño empezó a seguirla.

A él se le nubló la cara, porque había presentido una aventura.

—Ve a despertar a Tomás —le dijo Nora—. Dile lo que ha pasado. Cuéntale que Anabela ha muerto y que yo he ido a buscar a Jacobo.

—¿Jacobu? ¿Quién es?

A Nora le sorprendió su ignorancia. De tal modo Jacobo había llegado a ser parte de su vida, que no había caído en que el niño no conocía su nombre.

—Es el guardián que me llevó a mi habitación el primer día, ¿no te acuerdas? —explicó—. Uno muy alto, de pelo oscuro. Tú estabas con nosotros aquel día.

Y añadió:

—Lleva siempre un adorno tallado por Tomás: uno muy bonito con la silueta de un árbol.

Mat asintió al oír esto.

—¡Vile! —afirmó con energía.

—¿Dónde? —Nora miró alrededor. Si Jacobo estaba cerca, si podía encontrarle en alguna de las dependencias, no tendría que buscar por todo el Edificio del Consejo.

—Iba allí vigilandu, andandu con ellus, cuando los acarreadores llevaban al Campu a la vieja tintorera —dijo Mat.

Así que Jacobo ya lo sabía.

* * *

Los corredores estaban, como siempre, silenciosos y en penumbra. Al principio tuvo la sensación de estar haciendo algo furtivo y clandestino, como si sus pisadas debieran sonar lo menos posible, cosa difícil con el bastón y la pierna a rastras. Después se dijo que ni se estaba ocultando ni estaba en peligro. Simplemente iba en busca del hombre que venía siendo su mentor desde que murió su madre. Podía incluso, si quería, llamarle a voz en grito con la esperanza de que la oyese y respondiera. Pero no le parecía correcto gritar, y siguió recorriendo el vestíbulo en silencio.

Como esperaba, la sala grande estaba vacía. Sabía que sólo se utilizaba en ocasiones especiales: la Reunión anual, juicios como el suyo y otras ceremonias que no había visto nunca. Empujó la enorme puerta, miró por la rendija y dio media vuelta para seguir buscando.

Llamó tímidamente a varias puertas. Por fin, en una contestó una voz con un hosco «¿Sí?», y empujándola vio a un auxiliar, un hombre al que no conocía, trabajando sentado a una mesa.

—Busco a Jacobo —explicó.

El auxiliar se encogió de hombros.

—No está aquí.

Eso ya lo veía ella.

—¿Sabe usted dónde puede estar? —preguntó cortésmente.

—En el ala, probablemente —el auxiliar se enfrascó de nuevo en su trabajo. Parecía estar clasificando papeles.

Nora sabía que «el ala» era donde estaba su habitación. Era lógico; probablemente Jacobo la estaba buscando para darle la noticia de la muerte de la anciana. Aquella mañana Nora había salido mucho antes de lo habitual, para recuperar la jornada perdida la víspera por culpa de la lluvia. Si hubiera esperado, Jacobo habría podido encontrarla, decírselo y explicárselo, y ahora no se sentiría tan afectada y tan sola.

—Disculpe, pero ¿puedo ir al ala desde aquí sin tener que volver a salir?

El auxiliar, irritado, señaló hacia la izquierda.

—Por la puerta del fondo —dijo.

Nora le dio las gracias, cerró la puerta del despacho tras de sí y caminó hasta el fondo del largo vestíbulo. Aquella puerta no estaba cerrada con llave, y al abrirla vio una escalera conocida, la misma por donde había bajado de puntillas con Tomás y Mat el día anterior, durante la tormenta. Sabía que por la escalera llegaría al corredor de arriba, donde estaban su habitación y la de Tomás.

Se detuvo a escuchar. El auxiliar había dicho que Jacobo debía de estar en el ala, pero no se oía ningún ruido.

En lugar de subir a su habitación, se le antojó echar a andar por el primer piso. Llegó a la esquina donde el día anterior se habían escondido Tomás y ella, la misma en la que se asomaron a ver de dónde salía el llanto. En aquel desierto silencioso, dobló la esquina y se acercó a la puerta que el día anterior estaba abierta.

Se inclinó y pegó la oreja a la madera. No se oía nada, ni lloros ni cantos.

Pasado un momento probó el pomo, pero la puerta estaba cerrada con llave. Por fin, muy suavemente, tocó con los nudillos.

Dentro oyó un crujido, y después el sonido amortiguado de unas pisaditas en el suelo.

Volvió a tocar suavemente.

Oyó un gemido.

Nora se arrodilló junto a la puerta. No era fácil, con la pierna tullida. Pero se agachó hasta poner la boca junto al ojo de la cerradura, y llamó bajito:

—¡Lol!

—Estoy siendo buena —respondió una vocecita asustada y temblorosa—. Estoy practicando.

—Sé quién eres —dijo Nora por la cerradura. Oyó unos sollozos ahogados, estremecidos—. Soy amiga tuya, Lol. Me llamo Nora.

—Por favor, quiero que venga mi mamá —suplicó la niña. Por la voz parecía muy pequeña.

Nora, sin saber por qué, pensó en el vallado que habían hecho en el lugar de su antigua barraca. Ahora había niños allí encerrados, rodeados de espinos. Parecía cruel, pero al menos no estaban aislados. Se hacían compañía unos a otros, y podían atisbar a través del espeso ramaje y ver la vida del pueblo alrededor.

¿Qué hacía aquella niñita encerrada a solas en una habitación?

—Volveré —susurró a través de la puerta.

—¿Traerás a mi mamá? —la vocecita sonaba junto a la cerradura; Nora casi sentía su aliento.

Mat había dicho que el padre y la madre de la niña habían muerto.

—Volveré —repitió Nora—. ¡Lol! Escúchame.

La niña gimoteaba. Lejos, en el piso de arriba, se abrió una puerta.

—Tengo que irme —susurró Nora con decisión—. Pero escucha, Lol: te ayudaré, te lo prometo. Ahora cállate. No le digas a nadie que he estado aquí.

Rápidamente se levantó, y asiendo el bastón volvió a la escalera. Cuando llegó al segundo piso y dobló la esquina, vio que Jacobo estaba en la puerta abierta de su habitación. Él salió a su encuentro, la saludó afablemente y le dio la noticia de la muerte de Anabela.

Nora, recelosa de pronto, no le dijo nada de la niña de abajo.

Capítulo 15

—¡Mira! Me están haciendo un taller para los tintes.

Era mediodía. Nora apuntaba a una pequeña franja de terreno entre el Edificio y el comienzo del bosque. Tomás se acercó a la ventana y miró. Los obreros habían construido lo que evidentemente iba a ser un cobertizo: bajo la techumbre ya estaban puestos unos travesaños largos para secar las madejas y los hilos teñidos.

—Anabela no tuvo nunca nada igual —murmuró Nora, acordándose de la anciana con nostalgia—. La voy a echar de menos —añadió.

Todo se había sucedido muy deprisa: la muerte de Anabela, tan de repente, y un día después ya estaban en marcha las obras de la nueva tintorería.

—¿Qué es aquello? —señaló Tomás. A un lado los obreros estaban cavando un hoyo poco profundo, y junto a él afianzaban un soporte para colgar los calderos.

—Eso será para la lumbre. Hay que tener siempre encendida una lumbre muy fuerte para cocer los tintes. ¡Ay, Tomás! —suspiró Nora, apartándose de la ventana—. No voy a ser capaz de acordarme de todo.

—Sí lo serás. Yo tengo escrito todo lo que me dijiste. Vamos a repetirlo una y mil veces. Mira, ¿qué es eso que traen?

Nora volvió a mirar, y vio que estaban apilando haces de plantas secas al lado del nuevo cobertizo.

—Será que han traído todas las plantas que Anabela tenía colgadas de las vigas. Así al menos tendré para empezar. Creo que sabré cómo se llaman, si no las han revuelto todas por descuido.

Y se rió al ver que uno de los trabajadores dejaba en el suelo un cacharro tapado y apartaba la cara con repugnancia.

—Es el mordiente —explicó—. Huele muy mal.

No quiso decirle a Tomás aquella palabra ordinaria, pero era lo que Anabela llamaba la olla del pis, y su contenido era un ingrediente sorprendentemente necesario para preparar los tintes.

Los obreros, cargados con los calderos, las plantas y el equipo, habían empezado a llegar muy de mañana, cuando Jacobo estaba aún en la habitación de Nora describiéndole los sucesos de la víspera. Una muerte súbita, había explicado, como era muchas veces la de las personas de edad avanzada. Se durmió una siesta, Anabela, aquel día lluvioso, y ya no despertó. Eso era todo. No había ningún misterio.

Quizá sintiera acabada su misión al enseñar a Nora, apuntó Jacobo solemnemente. A veces, dijo, era así como llegaba la muerte: como un eclipsarse cuando uno había cumplido su misión.

—Y no hay necesidad de quemar la casa —añadió—, porque no hubo enfermedad. Así que se quedará como está. Algún día podrás vivir allí si quieres, cuando hayas terminado tu trabajo aquí.

Nora asintió, aceptando sus palabras. Entonces pensó que el espíritu de la mujer estaría todavía en su cuerpo.

—Habrá que velarla —recordó a Jacobo—. ¿Puedo ir a estar con ella? Lo hice con mi madre.

Pero Jacobo dijo que no. El tiempo apremiaba. La Reunión estaba próxima. No se podían perder cuatro días. Nora debía trabajar en el manto; otros se encargarían de velar a la anciana tintorera.

Así que Nora la lloró sola.

Cuando Jacobo se fue, se sentó en silencio a recordar lo solitaria que había sido la vida de Anabela, la poca relación que había tenido con el pueblo. Y fue entonces cuando se le ocurrió preguntarse: ¿Quién la encontró? ¿Cómo es que fueron a ver?

* * *

—Tomás, deja ya la ventana. Tengo que decirte una cosa.

Tomás se acercó desganadamente a la mesa donde ella estaba sentada, aunque se le notaba en la cara que seguía atento a los ruidos de la obra de abajo. Cómo son los chicos, pensó Nora; siempre les interesan esa clase de cosas.

Si Mat estuviera cerca, andaría por allí en medio, metiéndose entre los pies con la pretensión de ayudar.

—Esta mañana… —empezó, pero él seguía distraído—. ¡Tomás! ¡Atiende!

Él se volvió muy sonriente y escuchó.

—Fui al cuarto de abajo, donde oímos que lloraba la niña.

—Y cantaba —le recordó Tomás.

—Sí, y cantaba.

—Se llama Lol, según Mat —dijo Tomás—. ¿Lo ves? Estoy atendiendo. ¿A qué fuiste?

—Al principio iba buscando a Jacobo —explicó Nora—, y me encontré en ese piso. Entonces me acerqué a la puerta, pensando echar una ojeada y ver si la niña estaba bien. ¡Pero estaba cerrada con llave!

Tomás asintió sin dar muestras de sorpresa.

—Mi puerta no la han cerrado nunca con llave, Tomás —dijo.

—No, porque tú ya habías crecido, ya eras bisílaba cuando viniste. Pero yo era pequeño; yo aún me llamaba Tom cuando llegué —dijo—. A mí sí me echaban la llave.

—¿Te tenían preso?

Él hizo memoria, con el ceño fruncido.

—No exactamente. Era para protegerme, creo. Y para que me aplicara. Yo era pequeño y no me apetecía estar siempre trabajando —sonrió—. Era un poco como Mat, creo. Travieso.

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