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Authors: Lois Lowry

Tags: #ciencia ficción - juvenil

En busca del azul (5 page)

BOOK: En busca del azul
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Una vez más el guardián que era su defensor reiteró que se podían hacer excepciones. A esas alturas, a pesar de lo atemorizadoras que eran las acusaciones, la repetición aburría. Nora intentaba mantener la cabeza despierta. Con la mano en el bolsillo, sobaba el trapito y se imaginaba sus colores.

Las telas comunitarias eran crudas, sin color; los vestidos sueltos y los pantalones holgados que vestía todo el mundo se tejían y se cosían para dar protección frente a un chubasco imprevisto, las púas de los espinos o las bayas venenosas. La tela normal que se usaba en el pueblo no se decoraba.

Pero la madre de Nora había conocido el arte de teñir. Era de sus manos manchadas por los tintes de donde salían los hilos de colores empleados para las escasas ornamentaciones. El manto que cada año vestía el Cantor para ejecutar el Cántico de la Ruina estaba lujosamente bordado. Sus intrincadas escenas estaban allí hacía siglos, en el mismo manto, que era el que vestía cada Cantor e iba pasando de uno a otro. Una vez, muchos años antes, pidieron a Catrina que reemplazara unos cuantos hilos sueltos. Nora era entonces muy pequeña, pero se acordaba de haber estado en el rincón sombrío de la barraca cuando un guardián fue a llevar el fabuloso manto y estuvo allí esperando mientras su madre hacía la pequeña reparación. Se acordaba de haber mirado fascinada cómo su madre hacía pasar a través de la tela una aguja de hueso enhebrada con un hilo grueso de color vivo, y cómo poco a poco un dorado brillante sustituía a la parte desgastada de una de las mangas. Después se volvieron a llevar el manto.

En la Reunión de aquel año, Nora y su madre estiraban el cuello tratando de localizar el lugar del arreglo, cada vez que el Cantor gesticulaba moviendo los brazos durante el Cántico. Pero estaban sentadas demasiado lejos del escenario, y la reparación era demasiado pequeña.

Desde entonces, cada año le llevaban a su madre el antiguo manto para que lo reparase.

—Un día esto lo sabrá hacer mi hija —dijo una vez Catrina al guardián—. ¡Mire lo que ha hecho! —y le enseñó la muestra que Nora acababa de terminar, aquélla que tan mágicamente se había hecho sola entre sus dedos—. Es mucho más habilidosa que yo.

Nora había estado callada, azarada pero orgullosa, mientras el guardián examinaba su bordado. Él no hizo ningún comentario; se limitó a mover la cabeza y devolvió la muestra. Pero ella notó su interés por la manera en que le brillaron los ojos. A partir de entonces, todos los años pedía ver su labor.

Nora permanecía siempre al lado de su madre sin poner jamás las manos en el frágil paño antiguo, siempre maravillada ante los lujosos tonos que narraban la historia del mundo: oros, rojos, pardos. Y aquí y allá, desvanecido, casi reducido a blanco, lo que en otros tiempos fue azul. Su madre le señalaba los pocos restos descoloridos que quedaban de él.

Su madre no sabía hacer azul. A veces hablaban de eso, mirando al inmenso cuenco invertido del cielo sobre el mundo. «¡Si yo supiera hacer azul!», decía su madre. «He oído que existe una planta especial no sé dónde». Y miraba su huerta, donde crecían apretadas las flores y los brotes que empleaba para crear los oros y los verdes y los rosas, y meneaba la cabeza añorando el único color que no podía hacer.

Ahora su madre había muerto.

Ahora su madre ha muerto.

Nora salió con sobresalto de sus ensoñaciones del tiempo pasado. Alguien estaba diciendo las mismas palabras. Se puso a escuchar.

—«Y ahora su madre ha muerto. E incluso hay motivos para creer que su madre pudo portar una enfermedad que ponga en peligro a otros… y las mujeres necesitan el lugar donde estaba su barraca. No hay sitio para esta niña inútil. No se puede casar. Nadie quiere a una tullida. Ocupa espacio y gasta comida, y causa problemas de disciplina con los niños, porque les cuenta historias y les enseña juegos, y de ese modo alborotan y molestan en el trabajo…».

Aquello no se acababa nunca. El defensor recitaba las acusaciones de Vandara, y una y otra vez volvía sobre la enmienda según la cual se podían hacer excepciones.

Pero Nora notó un cambio de tono. Una diferencia sutil pero palpable. Algo había ocurrido entre los miembros del Consejo cuando se retiraron para almorzar. Vio que Vandara se removía inquieta en su asiento, y dedujo que también su acusadora notaba la diferencia.

De pronto, aferrando el talismán de tela de su bolsillo, se dio cuenta de que su calor y su consuelo habían vuelto.

En sus escasos ratos libres era frecuente que Nora hiciera pequeños experimentos de bordado con colores, sintiendo una emoción en los dedos a medida que crecía su sorprendente habilidad. Usaba trocitos de tela de los telares. No era una transgresión. Había pedido permiso para llevarse los recortes a su barraca.

A veces, satisfecha con el resultado, enseñaba la labor a su madre y recibía una sonrisa fugaz de orgullosa aprobación. Pero más a menudo sus esfuerzos eran decepcionantes, productos desiguales de una niña que todavía estaba aprendiendo; lo normal era que tirase sus experimentos.

Aquél, el que ahora tenía entre los nerviosos dedos de la mano derecha, lo había hecho durante la enfermedad de su madre. Sentada desvalidamente junto a la moribunda, se inclinaba a cada rato para acercarle agua a los labios. Le alisaba el pelo, le frotaba los pies fríos, y sostenía sus manos temblorosas, sabiendo que no podía hacer nada más. Mientras su madre dormía con sueño agitado, ordenó los hilos teñidos del cestillo y empezó a entretejerlos en aquel pedazo de tela con una aguja de hueso. Eso la serenaba y era una manera de pasar el tiempo.

Los hilos le empezaron a cantar. No era una canción con palabras ni con notas, sino un latir, un palpitar en sus manos como si estuvieran vivos. Por primera vez sus dedos no dirigían los hilos, sino que los seguían obedientes. Podía cerrar los ojos y limitarse a sentir cómo la aguja atravesaba la tela, empujada por la vibración apremiante del hilo.

Al oír que su madre murmuraba, se inclinó con el agua y le humedeció los secos labios. Hasta ese momento no bajó la vista a la pequeña franja de tela que tenía en el regazo. Era radiante. A pesar de la poca luz que había en la barraca —ya anochecía—, los oros y los rojos palpitaban como si el propio sol de la mañana hubiera enhebrado allí sus rayos. Los brillantes hilos se entrecruzaban en un dibujo intrincado de bucles y nudos que Nora no había visto nunca, que habría sido incapaz de inventar, que jamás había conocido ni le había descrito nadie.

Cuando su madre abrió los ojos por última vez, Nora le acercó el vibrante retazo de tela para que la moribunda lo viera. Catrina ya no podía decir palabra. Pero sonrió.

Ahora era como si aquel trapito, escondido en su mano, le transmitiera con su latido un mensaje silencioso. Le estaba diciendo que aún había peligro. Pero también le estaba diciendo que se iba a salvar.

Capítulo 5

Nora observó por primera vez que detrás de los asientos del Consejo de Guardianes, en el suelo, había una caja grande.

Antes del almuerzo no estaba.

A un gesto del Guardián Mayor, uno de los ujieres subió la caja a la mesa y alzó la tapa. Bajo la mirada atenta de Nora y Vandara, el defensor, Jacobo, extrajo y desplegó algo que Nora reconoció al instante.

—¡El manto del Cantor! —exclamó encantada.

—Eso no hace al caso —murmuró Vandara, pero también ella se estiró para ver mejor.

Extendieron sobre la mesa el magnífico manto. Normalmente sólo se veía una vez al año, cuando todo el pueblo se reunía para oír el Cántico de la Ruina, la larga historia de su gente. La mayoría de los ciudadanos, apretujados en el auditorio para la ocasión, no veían el manto del Cantor sino de lejos; había empujones y codazos por poder echarle una ojeada desde más cerca.

Pero Nora lo conocía bien, porque había visto a su madre zurcirlo primorosamente cada año. Al lado, vigilante, estaba siempre un guardián. Nora, con órdenes de no tocar, miraba y se admiraba de la habilidad de su madre, de su pericia para escoger el matiz exacto que hacía falta.

¡Allí, en el hombro izquierdo! Recordó que era en aquel sitio donde el año anterior había un enganchen con unos hilos rotos, y que su madre los estuvo sacando con infinita paciencia. Después buscó hebras de rosa claro, rosa un poco más intenso y otros tonos que se iban oscureciendo hasta el carmesí, cada matiz sólo una chispa más fuerte que el anterior, y los fue poniendo en su sitio, ligando impecablemente los contornos del complicado dibujo.

Jacobo tenía los ojos puestos en Nora mientras ella recordaba. Por fin dijo:

—Tu madre te estuvo enseñando el oficio.

Nora asintió.

—Desde pequeña —reconoció en voz alta.

—Tu madre era una trabajadora experta. Sus tintes eran sólidos. No se han desvanecido.

—Era esmerada —dijo Nora— y minuciosa.

—Se nos ha dicho que tú eres más hábil que ella.

Así que lo sabían.

—Aún me queda mucho que aprender —dijo Nora.

—¿Y te enseñó a hacer la tintura además de los puntos?

Nora asintió con la cabeza porque sabía que era lo que Jacobo esperaba de ella. Pero no era exactamente así. Su madre pensaba enseñarle el arte de teñir, pero no hubo tiempo porque antes cayó enferma. Intentó ser veraz en su respuesta.

—Estaba empezando a enseñarme —dijo—. Me contaba que a ella le había enseñado una mujer llamada Anabel.

—Ahora se llama Anabela —dijo Jacobo.

Nora se quedó muy sorprendida.

—¿Vive todavía? ¿Y es tetrasílaba?

—Es muy vieja. Tiene la vista un poco disminuida. Pero todavía puede servir de ayuda.

«¿De ayuda para qué?». Pero Nora guardó silencio. Su mano sentía el calor del trapito en el bolsillo.

De repente Vandara se puso en pie.

—Solicito que continúe el procedimiento —dijo ásperamente—. Esto es una táctica dilatoria por parte del defensor.

El Guardián Mayor se levantó. En torno a él, los restantes guardianes, que habían estado cuchicheando, enmudecieron.

La voz con que el Guardián Mayor se dirigió a Vandara no era hostil.

—Puedes irte —dijo—. El procedimiento ha concluido. Hemos llegado a una decisión.

Vandara, callada, no se movió. Le miraba con gesto desafiante. El Guardián Mayor hizo una seña con la cabeza, y dos ujieres se adelantaron para conducirla fuera de la sala.

—¡Tengo derecho a conocer vuestra decisión! —gritó ella, con el rostro desencajado por la ira; y, soltándose de los ujieres que la habían tomado de los brazos, se plantó frente al Consejo.

—En realidad —dijo el Guardián Mayor con voz tranquila— no tienes ningún derecho. Pero voy a comunicarte la decisión para que no haya malentendidos. La huérfana Nora se quedará. Tendrá una nueva ocupación.

Señaló hacia el manto del Cantor, que permanecía extendido sobre la mesa.

—Nora —dijo mirándola—, continuarás la obra de tu madre. Llegarás más lejos que ella, en realidad, ya que tu habilidad es mucho mayor de lo que fue la suya. En primer lugar, repararás el manto, como siempre hizo tu madre. A continuación lo restaurarás. Será después cuando comience tu verdadera obra. Completarás el manto —al decirlo señaló a la gran extensión de tela sin decorar que caía sobre los hombros, y miró a Nora, alzando una ceja como si le hiciera una pregunta.

Ella, nerviosa, asintió con una pequeña inclinación.

—¿Y tú? —el Guardián Mayor miró de nuevo a Vandara, que permanecía con gesto hosco entre los ujieres, y le habló cortésmente—. Tú no has perdido. Pediste la tierra de la niña, y es para ti, para ti y las demás. Haced vuestro corral. Sería prudente encerrar a vuestros hijos; molestan y deberían estar más controlados. Ahora vete —ordenó.

El rostro de Vandara era una máscara de odio. Se quitó de encima las manos de los ujieres, y doblándose hacia Nora bisbiseó con voz ronca:

—Fracasarás. Entonces te matarán.

Sonrió fríamente hacia Jacobo.

—Muy bien —dijo—. Ahí os quedáis con la niña —y a paso rápido recorrió el pasillo y salió por la ancha puerta.

El Guardián Mayor y los restantes miembros del Consejo no hicieron caso de su insolencia, como si fuera un insecto molesto al que por fin se había ahuyentado. Estaban volviendo a plegar el manto del Cantor.

—Nora —dijo Jacobo—, ve a recoger lo que necesites. Todo lo que te quieras traer. Debes estar de vuelta cuando la campana toque cuatro veces. Y te llevaremos a tus nuevas habitaciones, donde vivirás a partir de ahora.

Nora, desconcertada, esperó un instante; pero no hubo más instrucciones. Los guardianes ordenaban sus papeles y recogían sus libros y sus cosas. Parecían haberse olvidado de su presencia. Ella se levantó por fin, se enderezó apoyándose en el bastón y salió cojeando de la sala.

Al pasar del Edificio del Consejo a la luz intensa y el caos habitual de la plaza central del pueblo se dio cuenta de que aún era media tarde de un día corriente en la existencia de la gente, y que la única vida que había cambiado era la suya.

***

Aquel día de verano temprano era caluroso. Cerca de la escalinata del Edificio se había congregado una multitud para asistir a una matanza de cerdos detrás de la carnicería. Una vez vendidas las mejores partes se tiraban los desperdicios, y la gente y los perros se agolpaban para alcanzarlos. El olor de los excrementos acumulados bajo los cerdos aterrorizados y los chillidos de pánico que daban esperando la muerte le dieron náuseas. Apretó el paso para bordear el gentío y se dirigió a los telares.

—¡Saliste! ¿Cómo fue? ¿Irás al Campu? ¿A las fieras?

Era Mat, que la llamaba excitado. Nora sonrió. La enternecía su curiosidad, que no era menor que la suya; por debajo de su tosquedad tenía buen corazón, pensó. Recordó cómo había adquirido su perrillo compañero. Era un chucho inútil, sin amo y despreciado por todos, que andaba siempre buscando qué comer. Una tarde lluviosa le atropelló el carro de un asno que pasaba; el perro, malherido, quedó sangrando en el lodo, y habría muerto sin que nadie hiciera caso de él. Pero Mat lo ocultó entre las matas hasta que se le cerraron las heridas. Cada día veía Nora desde los telares cómo el niño iba con disimulo a donde yacía el animal y le llevaba comida. Ahora el perro, alegre y sano aunque el rabo se le había quedado tan torcido e inútil como la pierna de Nora, no se apartaba nunca de su lado. Él le llamaba Palo, por el trozo de palo que había utilizado para entablillarle el rabo roto.

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