—Entiendo —dijo Nora, aunque la verdad era que no entendía muy bien.
—Aquí está la historia entera de nuestro mundo. Debemos conservarla intacta. Más que intacta.
Ella vio que su mano había cambiado de sitio y acariciaba la ancha extensión de tejido sin ornamentar, la parte que cubría los hombros del Cantor.
—El futuro se narrará aquí —dijo Jacobo—. Nuestro mundo depende de ese relato. ¿Tienes suficientes materiales? Hay mucho que hacer.
¿Materiales? Nora recordó que había llevado un cesto con sus hilos. Mirando ahora el espléndido manto, comprendió que su modesta colección de hilos de colores, algunos sobrantes que su madre le dejaba para hacer sus cosas, eran absolutamente insuficientes. Aun suponiendo que supiera hacerlo (y no estaba nada segura de eso), ni por asomo podría restaurar el manto con lo que había llevado. Entonces se acordó de los cajones que estaban aún sin abrir.
—Aún no he mirado —confesó, y fue a los cajones de poco fondo que él le había señalado el día anterior. Estaban llenos de carretes de hilo blanco, de muchos grosores y texturas. Había agujas de todos los tamaños, e instrumentos de corte muy bien puestos en fila.
A Nora se le cayó el alma a los pies. Tenía la esperanza de que al menos los hilos estuvieran ya teñidos. Volviendo los ojos al manto extendido sobre la mesa, con toda su diversidad de colores, se sintió abrumada. ¡Si al menos se hubieran salvado los hilos de su madre! Pero no quedaba ni uno, todos se habían quemado.
Se mordió los labios y miró nerviosa a Jacobo.
—Están sin teñir —balbuceó.
—Dijiste que tu madre te había enseñado a teñir —le recordó él.
Nora asintió. Eso había dado a entender, pero no era enteramente cierto. Su madre tenía pensado enseñarle.
—Aún me queda mucho que aprender —confesó—. Aprendo deprisa —añadió, esperando no parecer presuntuosa.
Jacobo la miró frunciendo el entrecejo.
—Te mandaré con Anabela —dijo—. Vive lejos, en el bosque, pero el camino es seguro, y con ella podrás acabar lo que empezaste a aprender con tu madre. El Cántico de la Ruina no es hasta el otoño temprano —señaló—. Todavía faltan varios meses. El Cantor no necesitará el manto hasta entonces. Tienes mucho tiempo.
Nora asintió intranquila. Jacobo había sido su defensor. Ahora parecía ser su consejero. Nora agradecía su ayuda. De todos modos, notaba en su voz un retintín de apremio que antes no tenía.
Cuando Jacobo se marchó, después de mostrarle un cordón que salía de la pared para llamar si necesitaba algo, Nora volvió a contemplar el manto abierto sobre la mesa. ¡Tantos colores! ¡Tantos matices de cada color! Por mucho que él dijera, el otoño temprano no estaba tan lejos.
«Hoy mismo», decidió, «examinaré el manto y haré un plan. Mañana, lo primero de todo, iré en busca de Anabela y le pediré ayuda».
Mat quería ir.
—Has de necesitarnus a mí y a Palu como protectores —dijo—. El bosque está llenu de animales feroces.
Nora se echó a reír.
—¿Protectores, vosotros?
—Yo y Palitu somos durus —dijo Mat, flexionando unos músculos que no se le veían en aquellos brazos flacos—. Yo sólo soy pequeñu en apariencia.
—Jacobo ha dicho que no hay peligro mientras uno no se aparte del camino —le recordó Nora; pero para sus adentros pensó que sería divertido llevarles a los dos, niño y perro, de acompañantes.
—Pero suponte que te pierdes —dijo Mat—. Yo y Palu sabemus salir de cualquier sitiu. De fiju que nos necesitarás si te pierdes.
—Pero voy a estar fuera todo el día. Pasaréis hambre.
Mat sacó triunfalmente un gran mendrugo de pan del voluminoso bolsillo de sus calzones.
—Mangué este pan del panaderu —declaró con orgullo.
De modo que se salió con la suya, y Nora tuvo compañía para internarse en el bosque.
Era como una hora de camino. Jacobo había dicho bien: no parecía haber ningún peligro. Aunque árboles apretados sombreaban la senda, y en la espesura se oían crujidos y gritos desconocidos de pájaros raros, nada parecía amenazador. De vez en cuando Palo perseguía a un pequeño roedor o metía el hocico en un hoyo, asustando al animalillo que tuviera allí dentro su casa.
—De fiju que todo por aquí hay culebras —dijo Mat sonriendo maliciosamente.
—No me dan miedo las culebras.
—Pues a todas las chicas les dan miedu.
—A mí no. En la huerta de mi madre siempre había culebras pequeñas. Ella decía que eran amigas de las plantas, porque se comían los insectos.
—Como Palitu. ¡Mira, cazó un saltamontes! —señaló Mat; su perro se había abalanzado sobre un pobre animalillo de largas patas—. Ha de ser un saltamontes padre porque es muy grande.
—¿Un saltamontes padre? —Nora se echó a reír, porque nunca había oído aquel razonamiento—. ¿Tú tienes padre? —preguntó al niño con curiosidad.
—No. Túvelo, pero ahora sólo tengu madre.
—¿Qué fue de tu padre?
Él se encogió de hombros.
—No sé. En la Nava —añadió— es distintu. Muchos no tienen padre. Y los que sí, le tienen miedo, porque los padres son muy pegones. Mi madre también es pegona —añadió dando un suspiro.
—Yo tuve padre. Fue un gran cazador —dijo Nora con orgullo—. Hasta Jacobo lo dijo. Pero se lo llevaron las fieras —explicó.
—Sí, oílo —Nora vio que Mat intentaba poner cara de tristeza en atención a ella, pero tenía un temperamento tan alegre que no le resultaba fácil. Ya estaba apuntando a una mariposa, entusiasmado de ver el brillante color naranja de sus alas en la penumbra del bosque.
—¿Ves esto? Me lo trajiste con las cosas de mi madre, ¿te acuerdas? —Nora se sacó el colgante de piedra de debajo del vestido.
Mat asintió.
—Es todo murado. Y reluce.
Nora se lo volvió a meter con cuidado bajo la ropa.
—Es un regalo que le hizo mi padre a mi madre.
Mat arrugó la cara, pensando.
—¿Qué es un regalu? —preguntó.
Nora se sorprendió de que no lo entendiera.
—Cuando quieres a una persona y le das algo especial, algo que esa persona apreciará mucho, eso es un regalo.
Mat se echó a reír.
—En la Nava no hay eso —dijo—. En la Nava, si darte algo especial es una patada en el traseru. Pero eso tuyo es bonitu —añadió cortésmente—. Suerte tuviste que yo lo salvara.
Fue un largo viaje para Nora, arrastrando su pierna torcida. El bastón se le enganchaba en las raíces nudosas del camino, y de vez en cuando daba un traspiés. Pero estaba acostumbrada a la torpeza de movimientos y al dolor; llevaba toda la vida con ellos.
Mat se había adelantado corriendo con Palo, y volvió muy excitado anunciando que ya habían llegado, que era a la vuelta del recodo siguiente.
—¡Es una casita chica! —gritó—. ¡Y la vieja está fuera en el huertu, y tiene las manos engurruñadas con los colores del arcu iris!
Nora apretó el paso, y al doblar el recodo entendió lo que quería decir. Delante de una choza diminuta, una anciana encorvada, de pelo blanco, estaba atareada junto a un jardín lleno de flores. Se agachaba a un cesto que tenía en el suelo, sacaba manojos de hilos de colores vivos —distintos tonos de amarillo, desde el limón más claro hasta un castaño dorado fuerte— y los iba colgando de una cuerda tendida entre dos árboles. En la cuerda había ya otros hilos más oscuros, color ladrillo y rojos.
La mujer tenía las manos deformadas y manchadas. Alzó una a modo de saludo. Le quedaban pocos dientes y su piel estaba toda arrugada, pero en los ojos no tenía nubes. Asiendo un bastón se aproximó, sin manifestar ninguna sorpresa por aquella visita imprevista.
—Te pareces a tu madre —dijo después de mirar atentamente a Nora.
—¿Sabe usted quién soy? —preguntó Nora, extrañada. La anciana asintió.
—Mi madre ha muerto.
—Sí, ya lo sé.
«¿Lo sabe? ¿Cómo lo sabe?». Pero Nora no quiso preguntar.
—Me llamo Nora. Éste es mi amigo Mat.
Mat se adelantó, poniéndose de pronto un poco tímido.
—Traigu un pocu de pan —dijo—. Yo y mi perritu no molestaremus.
—Siéntate —dijo a Nora la anciana Anabela, sin fijarse en Mat ni en Palo, que andaba olisqueando por el jardín en busca de un sitio apropiado para levantar la patita—. Seguro que estás cansada y dolorida.
Señaló a un tocón bajo, y Nora se sentó con alivio, se frotó la pierna doliente, y desatándose las sandalias las vació de piedrecitas.
—Tienes que aprender los tintes —dijo la anciana—. A eso vienes, ¿no? Tu madre lo hizo, y te iba a enseñar.
—No hubo tiempo —suspiró Nora—. Y ahora quieren que yo lo sepa todo, y que haga el trabajo…, la reparación del manto del Cantor. ¿Sabe usted eso?
Anabela asintió, y volviendo a la cuerda acabó de tender los hilos amarillos.
—Yo te puedo dar algunos hilos —dijo— para que empieces. Pero tienes que aprender los tintes. Querrán que hagas otras cosas.
Nora volvió a pensar en la extensión vacía de la espalda y los hombros del manto. Eso era lo que querrían que hiciese, llenar aquel espacio de futuro.
—Tienes que venir todos los días. Tienes que aprender todas las plantas. Mira…
La mujer señaló al jardín, rebosante de plantas lozanas, muchas de ellas en flor.
—Galio —dijo, apuntando a una mata alta y cargada de capullos amarillos—. La raíz da un buen rojo. Pero para los rojos lo mejor es la granza. La granza la tengo atrás —apuntó nuevamente, y Nora vio un arbusto de tallos delgados y muy ramosos, sobre un lecho de tierra elevado—. Ahora es mala época para sacar las raíces de la granza. Es mejor en el otoño temprano, cuando está en reposo.
«Galio. Granza. Tengo que acordarme de esos nombres. Tengo que aprenderme esas plantas».
—Gualda —declaró la mujer, metiendo la punta del bastón en una mata de flores pequeñas—. Los brotes dan un amarillo hermoso. Pero no se la debe mover sin necesidad. A la gualda no le gusta que la trasplanten.
«Gualda. Para el amarillo».
Nora volvió una esquina del jardín detrás de Anabela, que se detuvo para apuntar con el bastón a una mata espesa de tallos tiesos y hojas pequeñas y ovaladas.
—Ésta es muy resistente —dijo casi con cariño—. Se llama hipérico. Aún no tiene flores; es pronto. Pero cuando florece se saca un pardo muy bonito de las flores. Aunque manchan las manos.
Y alzando las suyas soltó una risilla hueca. Y añadió:
—Necesitarás verdes. Para eso vale la manzanilla. Hay que regarla bien. Pero para el color verde se aprovechan sólo las hojas. Las flores se guardan para tisana.
A Nora ya le daba vueltas la cabeza tratando de memorizar los nombres de las plantas y los colores que daba cada una, y todavía Anabela no había descrito más que una pequeña esquina del espléndido jardín. Ahora, al oír las palabras «agua» y «tisana», se dio cuenta de que estaba sedienta.
—Por favor, ¿hay aquí un pozo? ¿Podría darme un poco de agua? —preguntó.
—¿Y a Palitu también? Fue en busca de un arroyu, pero no lo halló —trinó la voz de Mat al lado de Nora, que casi se había olvidado de él.
Anabela les llevó a un pozo situado detrás de la casita, y bebieron con gratitud. Mat echó agua en el hueco de una piedra para el perro, que la tragó ávidamente y pidió más.
Por fin Nora y Anabela se sentaron juntas a la sombra, mientras Mat, mordisqueando su pan, se iba a dar un paseo con Palo.
—Tienes que venir todos los días —repitió Anabela—. Tienes que aprender todas las plantas, todos los colores. Como hizo tu madre cuando era joven.
—Lo haré. Lo prometo.
—Tu madre decía que tú tenías el saber en los dedos. Más que ella.
Nora se miró las manos, cruzadas en el regazo.
—Pasa algo cuando manejo los hilos. Es como si ellos supieran solos las cosas, y mis dedos no hicieran más que seguirles.
Anabela asintió.
—Eso es el saber. Yo lo tuve para los colores, pero para los hilos jamás. Mis manos siempre fueron demasiado torpes —y las mostró en alto, manchadas y deformadas—. Pero para utilizar el saber del bordado tienes que aprender a hacer los tonos. Cuándo hay que amortecer con la olla de hierro. Cómo se embazan los colores. Cómo se enrubian.
«Amortecer. Embazar. Enrubiar. Qué extraña colección de palabras».
—Y también los mordientes los tienes que aprender. El zumaque para algunas cosas. Las agallas de árbol son buenas. Algunos líquenes. El mejor es… Ven, ven conmigo; te lo voy a enseñar.
Con una agilidad sorprendente en una mujer tetrasílaba, Anabela se puso en pie y llevó a Nora hasta una olla cubierta, cerca del lugar donde un caldero de agua oscura, demasiado grande para cocinar en él, pendía sobre el rescoldo de una hoguera. Nora se inclinó para ver, pero cuando Anabela levantó la tapa tuvo que echar atrás la cabeza, con una desagradable sorpresa: aquel líquido olía malísimamente. Anabela se echó a reír con picardía.
—¿Adivinas qué es?
Nora meneó la cabeza. No tenía ni idea de qué había en el maloliente cacharro ni cuál podía ser su origen. Anabela volvió a taparlo sin dejar de reír.
—Lo guardas, lo dejas que fermente bien —dijo—, y verás que viveza y qué resistencia da a los colores. ¡Es pis! —explicó con una risilla satisfecha.
Ya era tarde cuando Nora emprendió el regreso con Mat y Palo. Llevaba al hombro una bolsa llena de hilos de colores que le había dado Anabela.
—Con estos tendrás para ahora —había dicho la vieja tintorera—. Pero tienes que aprender a hacértelos tú. Repítemelos, a ver de cuáles te acuerdas.
Nora cerró los ojos, se concentró y fue diciendo:
—Granza para el rojo. Galio para el rojo también, sólo las raíces. Cabezas de tanaceto para el amarillo, y gualda para el amarillo también. Y milenrama, amarillo y oro. La malva real oscura, sólo los pétalos, para el malva.
—La hierba moquera —soltó Mat muy divertido, limpiándose la nariz en la sucia manga.
—¡Tú calla! —le dijo Nora riendo—. Ahora no hagas el tonto. Es importante que me acuerde. Retama —siguió haciendo memoria—, amarillos oro y pardos. Y el hipérico para los pardos también, pero mancha las manos. Y el hinojo, las hojas y las flores; se usan frescas, y también se comen. La manzanilla para tisanas y para verdes. Y ésas son las que recuerdo ahora mismo —dijo disculpándose. Habían sido muchas más.
Anabela manifestó su aprobación.
—Por algo se empieza —dijo.
—Ya nos tenemos que ir para que no se nos haga de noche por el camino —dijo Nora; y de pronto, al volver la vista al cielo para calcular la hora, se acordó de una cosa.