Enterró la cara en las sábanas, y por primera vez lloró de desesperación.
—Tomás, he trabajado mucho durante toda la mañana y tú también. ¿Te animas a dar un paseo? Quiero ir a ver una cosa.
Era mediodía y los dos habían comido ya.
—¿Quieres bajar a ver lo que están haciendo los obreros? Voy contigo.
Tomás dejó la herramienta que tenía en sus manos. Una vez más Nora observó con admiración lo complicada que era la tarea del largo báculo del Cantor. Tomás pulía las asperezas producidas por el desgaste en la antigua talla, y volvía a dar forma a las infinitesimales aristas y curvas. Era muy parecido a la tarea que se le había asignado a Nora, la reparación del manto del Cantor. Y toda la parte alta del báculo estaba sin decorar: era de madera lisa, lo mismo que toda la parte de los hombros del manto era de tela lisa. La labor de Nora se iba aproximando a aquella zona sin adorno. Y también, observó, se aproximaba la de Tomás.
—¿Qué vas a tallar ahí? —le preguntó indicando la zona desornamentada.
—No lo sé. Me han dicho que ya me lo dirán.
Nora le miró mientras él depositaba cuidadosamente el báculo sobre la mesa.
—En realidad —le dijo—, si tú quieres ver lo que están haciendo los obreros, yo iré a verlo contigo después. No era a eso a lo que me refería. ¿Me acompañas antes a donde yo quiero ir?
Tomás asintió bondadosamente.
—¿Y eso dónde es? —preguntó.
—En la Nava —dijo Nora.
Él la miró con expresión burlona.
—¿A ese sitio asqueroso? ¿Y por qué quieres ir?
—No he estado nunca. Quiero ver dónde vivía Lol, Tomás.
—Y donde vive todavía Mat.
—Sí, también Mat. Me pregunto dónde andará, Tomás —Nora estaba intranquila—. Hace dos días que no le veo, ¿y tú?
Tomás negó con la cabeza.
—Habrá encontrado otra fuente de alimentación —sugirió riendo.
—Mat nos podría decir dónde vivía Lol. Tal vez podríamos incluso traerle alguna cosa. Tal vez tuviera juguetes. ¿A ti te dejaron traer cosas cuando viniste aquí, Tomás?
—Sólo mis maderas. No querían que me distrajera.
Nora suspiró.
—Ella es muy pequeña. Debería tener un juguete. ¿Tú no le podrías tallar una muñeca? Y yo le cosería un vestidito.
—Podría, supongo —asintió Tomás, y le entregó el bastón—. Vámonos —dijo—. Lo más probable será que encontremos a Mat por el camino. O que él nos encuentre a nosotros.
Salieron del Edificio, cruzaron la plaza y bajaron por la calle llena de gente. Al pasar por los telares, Nora se paró a saludar a las mujeres y preguntó por Mat.
—¡No se le ha visto! —respondió una de las trabajadoras—. ¡Ni ganas que tenemos de verle a ese bribón!
—¿Cuándo vuelves por aquí, Nora? —dijo otra—. Bien que nos vendría tu ayuda. ¡Y ya tienes edad de ponerte al telar! ¡Ahora que no tienes a tu madre, te hará falta el trabajo!
Pero otra mujer soltó una carcajada y señaló la ropa nueva y limpia que vestía Nora.
—¡Ahora ya no nos necesita!
El golpeteo de los telares en movimiento empezó otra vez. Nora se fue.
A poca distancia oyó un sonido extrañamente conocido y extrañamente atemorizante. Un rugido sordo. Rápidamente miró en torno, esperando ver un perro amenazador o algo peor. Pero el sonido procedía de un corrillo de mujeres que había cerca de la carnicería. Rompieron a reír cuando vieron que miraba, y en medio de ellas vio a Vandara. La mujer de la cicatriz le volvió la espalda, y otra vez oyó el rugido: la imitación humana de una fiera.
Nora agachó la cabeza y se alejó renqueando, sin hacer caso de la risa cruel.
Tomás se había adelantado y estaba ya mucho más allá de la carnicería. Se había parado junto a un grupo de chicos que jugaban en el barro.
—¡No sé! —estaba diciendo uno de ellos cuando llegó Nora—. ¡Dame dinero y a lo mejor le encuentro!
—Les he preguntado por Mat —explicó Tomás—, pero dicen que no le han visto.
—¿Estará enfermo? —preguntó Nora preocupada—. Siempre se le está cayendo el moco. Quizá no deberíamos haberle bañado. Estaba acostumbrado a aquella costra de mugre.
Los chicos, chapoteando descalzos en el barro, escuchaban.
—¡Mat es el más fuerte de los fuertes! —dijo uno—. ¡Nunca está enfermo!
Otro más pequeño se limpió los mocos con el dorso de la mano.
—Su madre le gritó. Yo la oí. ¡Y le tiró una piedra, y él se echó a reír y se escapó!
—¿Cuándo? —preguntó Nora al mocoso.
—No sé —dijo él—. Hará dos días.
—¡Sí, es eso! —terció otro—. ¡Hace dos días! Yo también lo vi. ¡Su madre le tiró una piedra por robar comida! ¡Él dijo que se iba de viaje!
—Estará perfectamente, Nora —la tranquilizó Tomás, y siguieron andando—. Mat sabe cuidarse mejor que muchos adultos. A ver, creo que es por aquí donde hay que torcer.
Nora le siguió por una callejuela desconocida. Allí las chozas estaban más apretadas, y en sombra por la proximidad del bosque; olía a humedad y a podredumbre. Llegaron a un arroyo maloliente, con un puente de troncos primitivo y resbaladizo. Tomás agarró la mano de Nora para ayudarla a pasar; era difícil, con su pierna mala, y Nora temió caer a la corriente, que era poco profunda pero iba muy sucia.
Al otro lado del arroyo, más allá de las espesas matas de adelfas venenosas que eran un peligro tan grande para los niños, se extendía la zona conocida como la Nava. En algunos aspectos era semejante a lo que para Nora había sido su hogar: las barracas pequeñas y apiñadas, el lloro incesante de los niños, el tufo de hogueras humeantes, comida en descomposición y seres humanos desaseados. Pero allí el aire era más oscuro por la espesura de la alta arboleda, y estaba cargado de humedad y de un olor insalubre.
—¿Por qué tiene que haber un lugar tan horrible? —susurró Nora a Tomás—. ¿Por qué la gente tiene que vivir así?
—Así es el mundo —replicó él, frunciendo el ceño—. Así ha sido siempre.
En la mente de Nora se deslizó una visión repentina. El manto. El manto narraba cómo había sido el mundo, y lo que acababa de decir Tomás no era verdad. Había habido épocas —épocas muy remotas, sí— en que las vidas de las personas eran doradas y verdes. ¿Por qué no podían volver épocas así? Empezó a decírselo.
—Tomás —dijo—, tú y yo somos los que tenemos que llenar los espacios vacíos. Quizá podamos hacer que el mundo cambie.
Pero vio cómo la miraba Tomás: con cara de escepticismo y de burla.
—¿De qué hablas? —Tomás no la entendía. Quizá no la entendería nunca.
—De nada —dijo Nora, meneando la cabeza.
Mientras iban andando se hizo un silencio inquietante. Nora notó que les observaban: mujeres, desde la sombra de las puertas, les miraban con desconfianza. Nora, renqueando trabajosamente para sortear los charcos llenos de inmundicias que se sucedían en el camino, sentía sus miradas hostiles. No tenía sentido, pensó, andar sin rumbo por aquel lugar desconocido e inhóspito.
—Tomás —murmuró—, debemos preguntar a alguien.
Él se detuvo, y ella se detuvo a su lado, desorientados los dos en mitad del camino.
—¿Qué buscáis? —gritó una voz ronca desde una ventana. Nora miró, y vio que un lagarto se escurría entre las enredaderas del alféizar; por detrás de las temblorosas hojas húmedas se asomaba una mujer de cara demacrada con un niño en brazos. No parecía haber ningún hombre por aquellos alrededores. Nora pensó que los hombres, en su mayoría acarreadores y cavadores, se habrían ido a trabajar, y sintió alivio, porque recordaba cómo le habían echado mano el día de las armas.
Atravesando la maleza espinosa se acercó a la ventana. Dentro se veía el interior oscuro de la barraca: otros niños, semidesnudos, la contemplaban desde allí con miradas sin brillo y caras de susto.
—Busco a un niño llamado Mat —dijo amablemente a la mujer—. ¿Sabe usted dónde vive?
—¿Qué me das por decírtelu?
—¿Qué le doy? —dijo Nora, asombrada ante la pregunta—. Lo siento, pero no tengo nada que darle.
—¿Ni comida?
—No, lo siento —Nora extendió las manos para que se viera que no llevaba nada.
—Yo tengo una manzana —Tomás se acercó, y Nora vio con sorpresa que sacaba una manzana roja del bolsillo—. La guardé del desayuno —le explicó él en voz baja, y se la tendió a la mujer.
Ella sacó por la ventana un brazo flaco, agarró la fruta, le dio un mordisco y se metió.
—¡Espere! —dijo Nora—. ¡La barraca donde vive Mat! ¿Puede decírnoslo, por favor?
La mujer se volvió con la boca llena.
—Más abajo —dijo masticando ruidosamente. El niño que tenía en brazos quiso morder la manzana, y ella le apartó las manos mientras indicaba con la cabeza—. Enfrente de un árbol partidu.
Nora asintió.
—Una cosa más, por favor —suplicó—. ¿Qué puede usted decirnos de una niña que se llama Lol?
En la cara de la mujer hubo un cambio de expresión que Nora no supo cómo interpretar: por un instante aquellas facciones flacas, amargadas, se iluminaron con un breve destello de alegría, a la que inmediatamente sucedió la desesperanza.
—La niña cantora —dijo la mujer, con una voz que era un susurro ronco—. Lleváronla. Lleváronla de aquí.
Y, volviendo la espalda bruscamente, desapareció en el interior sombrío de la barraca mientras sus hijos empezaban a berrear y a arañarla pidiendo de comer.
* * *
El retorcido árbol se moría, partido casi hasta el suelo y podrido. Quizá en otro tiempo hubiera dado fruto. Pero ahora sus ramas estaban rotas, colgando en ángulos extraños, puntuadas aquí y allá por briznas de hojas pardas.
También la pequeña barraca que había detrás tenía aspecto de ruina y abandono. Pero se oían voces en su interior: una mujer hablaba con aspereza y un niño descarado respondía en tono irritado y despectivo.
Tomás llamó a la puerta. Cesaron las voces, y por fin se abrió una rendija en la puerta.
—¿Quiénes sois? —preguntó la mujer a bocajarro.
—Somos amigos de Mat —dijo Tomás—. ¿Está en casa? ¿Se encuentra bien?
—¿Quién es, madre? —se oyó entonces la voz del niño.
La mujer miró a Tomás y a Nora en silencio, sin responder. Por fin Tomás preguntó, dirigiéndose al niño:
—¿Está en casa Mat?
—¿Qué hizu esta vez? ¿Para qué le queréis? —preguntó la mujer, con un brillo de desconfianza en los ojos.
—¡Escapó! ¡Y llevóse comida! —gritó el niño, asomando junto a la mujer una cabeza de pelo espeso y desgreñado. El niño abrió más la puerta.
Nora contempló con dolor el interior oscuro de la barraca. Encima de una mesa había un jarro volcado, y alrededor un charco de líquido espeso por donde corrían insectos. El niño de la puerta se metió el dedo en la nariz mientras se rascaba con la otra mano y les miraba sin pestañear. Su madre carraspeó y escupió al suelo.
—¿Saben ustedes dónde ha ido? —preguntó Nora, intentando disimular la impresión que le causaba el estado de aquella gente.
La mujer negó con la cabeza y volvió a toser.
—Bien idu está —dijo, y apartando al niño de un empellón cerró la pesada puerta de madera.
Nora y Tomás esperaron un instante, y después volvieron sobre sus pasos. Entonces oyeron que la puerta se abría a sus espaldas.
—¡Señorita! Yo sé dónde fue Mat —dijo la voz infantil, y su dueño salió de la barraca desafiando las amenazas de su madre y vino hacia ellos. Se veía que era hermano de Mat: tenía la misma mirada viva y traviesa.
Le esperaron.
—¿Qué me dais? —y volvió a meterse el dedo en la nariz.
Nora suspiró. Al parecer, en la Nava se vivía a base de toma y daca. No era extraño que Mat fuera tan listo y persuasivo como negociante. Miró desolada a Tomás.
—No tenemos nada que darte —explicó al niño.
Él la miró de pies a cabeza.
—¿Y eso? —sugirió apuntando al cuello de Nora. Ella se llevó la mano a la correa de la que pendía la piedra pulimentada.
—No —le respondió, cerrando los dedos sobre la piedra con ademán protector—. Esto era de mi madre. No te lo puedo dar.
Para su sorpresa, el niño asintió como si eso tuviera sentido para él.
—¿Y eso otru? —señaló a su pelo. Esa mañana Nora se lo había atado, como hacía a menudo, con una simple correa que no valía nada. Rápidamente la desató y se la ofreció.
El niño la agarró y se la echó al bolsillo. Al parecer, era un trato justo.
—Madre le dio a Mat una paliza tan fuerte que le hizu sangrar hurrible, y por eso él y Palitu se fueron de viaje y no han de volver a la Nava —declaró el niño—. Mat tiene amigus que le cuidan bien, ¡y que no le pegan nunca! Y que además le dan de comer.
Tomás se echó a reír.
—¡Y que le bañan! —añadió; pero el niño se le quedó mirando sin entender aquella palabra.
—¡Se refería a nosotros! —señaló Nora—. ¡Nosotros somos esos amigos! —se alarmó—. Si quiso venirse con nosotros, ¿dónde está? Hace dos días que se marchó de aquí, y nadie le ha visto desde entonces. Sabía ir a…
El hermano de Mat la interrumpió.
—Él y Palitu iban antes a otru sitiu. Iba a buscar un regalitu para sus amigus. ¿Es usted, señorita? ¿Y usted? —añadió mirando a Tomás.
Los dos asintieron.
—Dice Mat que con un regalitu es como más te quieren las personas.
Nora suspiró exasperada.
—No, no es así. Un regalo… —pero renunció a seguir—. Es igual. Dinos dónde fue.
—¡Fue a buscarles azul!
—¿Azul? ¿Qué quieres decir?
—No lo sé, señorita. Es lo que diju Mat. Diju que allá tenían azul, y que iba a buscar azul para ustedes.
La mujer reapareció en la puerta abierta, y llamó con voz aguda y airada al niño, que se metió en casa. Tomás y Nora empezaron a desandar el recorrido por el camino enlodado hacia el pueblo. En las puertas seguía habiendo observadoras silenciosas. El aire maloliente seguía estando húmedo.
Nora susurró a Tomás:
—Cuando Mat desapareció, pensé que a lo mejor también a él le habrían recogido como a Lol.
—Si le hubieran recogido —argumentó Tomás— sabríamos su paradero. Estaría con nosotros en el Edificio del Consejo.
Nora asintió.
—Y con Lol. Aunque quizá le tendrían encerrado como a ella. Eso él no lo podría soportar.
—Mat daría con la manera de escaparse —señaló Tomás—. De todos modos —añadió, ayudando a Nora a rodear un charco donde había una rata muerta—, mucho me temo que a Mat no le quisieran. Sólo nos quieren por nuestras habilidades, y él no tiene ninguna.