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Authors: M. J. Rose

Tags: #Intriga, #Romántico

El libro de las fragancias perdidas

BOOK: El libro de las fragancias perdidas
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«Cuenta la leyenda que los perfumistas de Cleopatra le habían creado una fragancia de nenúfar azul, el loto sagrado del Nilo, tan poderosa que era capaz de reunir a los amantes en sus vidas futuras.»

Desde la infancia, Jac L'Etoile ha vivido atormentada por las visiones de un pasado que no puede ser suyo, y estos recuerdos siempre se asocian con los perfumes más exóticos, puesto que creció en la famosa perfumería la casa L'Etoile, la más antigua de París, cuyo fundador fabricó fragancias para Napoléon. Ahora Jac se ha alejado del mundo embriagador de los perfumes para convertirse en una experta en mitología universal en Nueva York. Ahí recibe la visita inesperada de su hermano Robbie, que le cuenta que ha encontrado pistas importantes sobre la fórmula secreta del legendario perfume de Cleopatra, un hallazgo que podría hacer mucho más que salvar la casa L'Etoile, que se encuentra en quiebra. Los rumores sobre este descubrimiento pondrán en marcha una persecución de dimensiones internacionales, pero también el renacimiento de una gran historia de amor cuyos inicios datan de muchos siglos atrás. Quizás sea verdad que existen ciertos secretos por los cuales vale la pena morir.

M. J. Rose

El libro de las fragancias perdidas

Reencarnación - 4

ePUB v1.0

AlexAinhoa
27.03.13

Título original:
The Book of Lost Fragrances

© 2012, M. J. Rose

© 2013, Jofre Homedes Beutnagel, por la traducción

Diseño de cubierta: Random House Mondadori, S. A

Editor original: AlexAinhoa (v1.0)

ePub base v2.1

Para Judith,

que vive en la posibilidad.

«Cuando después de la muerte de las personas, después de la destrucción de las cosas, nada subsiste de un pasado antiguo, solo el olor y el sabor —más débiles pero más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles— perduran durante mucho tiempo aún, como almas, recordando, aguardando, esperanzados, sobre la ruina de todo lo demás, portando sin flaquear sobre su gotita casi impalpable el inmenso edificio del recuerdo.»

Marcel Proust,

En busca del tiempo perdido

Prólogo

China pedirá a los budas vivientes una autorización
para reencarnarse

Pekín

4 de abril de 2007

A los budas vivientes del Tíbet se les ha prohibido reencarnarse sin la autorización de los líderes ateos de China. Esta prohibición forma parte de un nuevo paquete de medidas cuyo objetivo es consolidar la autoridad de Pekín sobre el pueblo tibetano, contestatario y de profundas convicciones budistas.

Es la primera vez que China faculta al gobierno para asegurarse de que no sea posible identificar a ningún nuevo buda viviente, lo cual podría suponer la sentencia de muerte de un sistema religioso que se remonta, como mínimo, al siglo XII.

Actualmente, China ya insiste en que solo el gobierno puede ratificar el nombramiento de los dos monjes más importantes del Tíbet, el Dalai Lama y el Panchen Lama. El anuncio que hizo el Dalai Lama en mayo de 1995 de que una búsqueda dentro del Tíbet … había identificado a la undécima reencarnación del Panchen Lama, fallecido en 1989, soliviantó a Pekín. El niño elegido por el Dalai Lama ha desaparecido.

De un artículo de Jane Macartney en
The Times
, Londres.

«Quien mira hacia fuera, sueña; quien mira hacia dentro, despierta.»

Carl Jung

1

Alejandría, 1799

Giles L’Etoile era maestro del olfato, no ladrón. Él nunca había robado nada, salvo el corazón de una mujer, que siempre decía haberlo entregado de buen grado; y sin embargo, en aquella fría tarde egipcia, al ir descendiendo por la antigua tumba en una precaria escalera de mano, cada uno de sus pasos vacilantes le acercaba un poco más a la delincuencia.

Le precedían un explorador, un ingeniero, un arquitecto, un artista, un cartógrafo y, por supuesto, el propio general: todos los sabios del ejército de intelectuales y científicos de Napoleón, penetrando a hurtadillas en un sepulcro sagrado que llevaba intacto miles de años. La cripta la habían descubierto el día antes el explorador Emile Saurent y su equipo de jóvenes egipcios, que habían dejado de excavar al sacar a la luz la losa sellada de la puerta. Ahora, a sus veintinueve años, Napoleón tendría el privilegio de ser el primer hombre en ver algo perdido y olvidado durante milenios. A nadie se le ocultaba que el general alimentaba sueños de conquistar Egipto, aunque sus magnas ambiciones iban más allá de las conquistas militares: bajo sus auspicios se estaba explorando, estudiando y cartografiando la historia egipcia.

Llegado al final de la escalera, L’Etoile se reunió con los demás en la penumbra de un vestíbulo. Al olfatear, identificó piedra caliza y polvo de yeso; también aire cerrado, y el olor corporal de los trabajadores, y un atisbo de otro olor casi demasiado tenue para su detección.

Cuatro columnas de granito rosa, con las bases sepultadas en montañas de tierra y escombros, sostenían un techo pintado de un rico lapislázuli con una carta astronómica plateada. En las paredes había varias puertas, una de ellas mayor que las demás. Saurent ya estaba retirando el sello de yeso a golpes de cincel.

Las paredes de la antecámara estaban pintadas con murales delicados y ricos en detalles, bellamente plasmados con colores tierra; murales tan vibrantes, que L’Etoile se esperó oler a pintura. Lo que aspiró, no obstante, fue la colonia de Napoleón. El motivo estilizado de nenúfares que bordeaba la cripta y enmarcaba las pinturas despertó el interés del perfumista. Era la flor llamada «loto azul» por los egipcios, que usaban su esencia en los perfumes desde hacía milenios. L’Etoile, que a sus treinta años ya había dedicado casi toda una década al estudio del refinado y antiguo arte egipcio de la confección de perfumes, conocía bien aquella planta y sus propiedades. Siendo su perfume magnífico, lo que la distinguía de las otras flores eran sus propiedades alucinógenas, que L’Etoile había experimentado de primera mano, y en las que había hallado una excelente solución para las ocasiones en que resurgía su pasado, y ejercía presión en su presente.

No era el loto el único elemento floral de las pinturas. En el primer panel se veía a los trabajadores coger semillas en los almacenes, de unos sacos, y en el siguiente, plantar macizos de plantas. En el tercer panel cuidaban los brotes emergentes, así como las flores y los árboles, y a partir de ese momento, en progresión, cortaban las flores, ramas y hierbas y cogían los frutos. En el último panel lo llevaban todo al hombre que L’Etoile supuso que sería el difunto, y lo depositaban a sus pies.

Bajo una lluvia de yeso, que llenaba de trozos el suelo de alabastro, Abu, el guía traído por Saurent, les explicó qué estaban viendo. La perorata de Abu era interesante, pero los olores a sudor, mechas encendidas y polvo como de tiza empezaron a atosigar a L’Etoile, que miró al general. Si el perfumista sufría, peor era, le constaba, para el general. La sensibilidad olfativa del comandante era tal, que no podía soportar tener cerca a determinados criados, soldados o mujeres cuyos olores le desagradasen. Se contaban anécdotas sobre sus largos baños y su uso excesivo del agua de colonia (una mezcla propia, hecha de limón, cidra, bergamota y romero). El general llegaba al extremo de hacerse mandar desde Francia velas especiales (las mismas que en aquel instante iluminaban la oscura cámara) por estar confeccionadas con una cera hecha a base de cristalizar aceite de esperma de ballena, que al arder desprendía un olor menos molesto.

La obsesión del general era uno de los motivos por los que L’Etoile seguía en Egipto. Napoleón le había pedido quedarse un poco más, a fin de disponer de un perfumista, y a L’Etoile no le había importado. Todo lo que le ataba a París se había perdido hacía seis años, durante el Reinado del Terror. Lo único que le esperaba en su país eran recuerdos.

Mientras Saurent acababa de arrancar el yeso, el perfumista se acercó y examinó los profundos relieves de la puerta. También en ella había una cenefa de lotos azules, que en este caso enmarcaban cartuchos con los mismos jeroglíficos indescifrables que se veían por todo Egipto. Tal vez la piedra recién descubierta en la ciudad portuaria de Rashid aportase alguna pista para la traducción de aquellas marcas.

—Ya está —dijo Saurent, dándole las herramientas a uno de los jóvenes egipcios, y limpiándose las manos de polvo—. ¿General?

Napoleón se aproximó a la puerta y trató de girar el anillo de latón, que conservaba cierto brillo. Tosió. Tiró con más fuerza. Era un hombre delgado, casi escuálido. L’Etoile esperó que consiguiera moverlo. Finalmente se oyeron los ecos de un fuerte crujido en la caverna, a la vez que la puerta basculaba.

Saurent y L’Etoile se unieron a Napoleón en el umbral, y proyectaron sus velas en la oscuridad para dar vida a la cámara interna. Al temblor de la pálida luz amarilla, se reveló un pasillo lleno de tesoros.

No serían, con todo, los elaborados dibujos de los muros del pasadizo, ni los jarrones de alabastro, ni las esculturas, tan bien labradas y adornadas, ni los arcones de madera repletos de tesoros, lo que recordase L’Etoile hasta el final de sus días, sino el aire cálido y dulce que salió a su encuentro.

El perfumista olió a muerte e historia: tenues ráfagas de flores, frutas, hierbas y maderas ajadas. En la mayoría de los casos ya las conocía, pero también olfateó otras notas, más débiles e ignotas; meras ideas de olores, a decir verdad, pero que le fascinaban y atraían, tentadoras, suplicantes, como un hermoso sueño a punto de perderse para siempre.

L’Etoile hizo oídos sordos a la advertencia de Saurent de que estaba penetrando en territorio incógnito (plagado acaso de trampas, de enroscadas serpientes al acecho), así como a las admoniciones de Abu sobre espíritus más peligrosos que las serpientes. Siguiendo a su olfato hacia la oscuridad, sin otra vela que la suya, adelantó al general y a todos los demás, ávido de una dosis más concentrada del misterioso perfume.

Por el pasillo, de gran profusión decorativa, llegó a un santuario interior en el que respiró profundamente, tratando de saber algo más de los antiguos aires, hasta que una exhalación, fruto de su contrariedad, apagó la vela de forma involuntaria.

Sería el haber respirado tan hondo, o bien la omnipresencia de la oscuridad; sería tal vez el aire irrespirable lo que tanto le mareaba, pero daba igual. Mientras luchaba contra el vértigo, su conciencia del olor se hizo más fuerte, más íntima. Finalmente empezó a discernir ingredientes concretos. Incienso, mirra, loto azul y aceite de almendra; todo ello muy usado en las fragancias e inciensos egipcios. Sin embargo, había algo más, algo huidizo, que siempre se le hurtaba en el último momento.

Solo, a oscuras, su concentración era tal que no oyó acercarse los pasos del resto del grupo.

—¿Qué es este olor?

La voz sobresaltó al perfumista. Se giró hacia Napoleón, que acababa de entrar en la cámara interior.

—Un perfume que no se ha respirado en siglos —susurró L’Etoile.

Cuando entraron los demás, Abu empezó a explicar que se encontraban en la cámara fúnebre, y señaló los murales, de vivos colores. En uno se veía al difunto honrando una gran estatua de un hombre con cabeza de chacal, hombre-animal a cuyos pies depositaba alimentos. Justo detrás había una mujer juncal y bella, de vestido transparente, con una bandeja de frascos. En la siguiente escena, la mujer prendía un inciensario, cuyo humo era visible. En el panel sucesivo, el chacal aparecía entre jarrones, prensas y alambiques, objetos que L’Etoile reconoció por haberlos visto en París, en el taller de perfumería de su padre.

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