El libro de las fragancias perdidas (9 page)

Read El libro de las fragancias perdidas Online

Authors: M. J. Rose

Tags: #Intriga, #Romántico

BOOK: El libro de las fragancias perdidas
6.83Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Y eso te parece una broma?

—Da igual lo que yo piense. Tal como estamos librando esta guerra, no avanzamos. No se ve el final. Los budistas no cederán. El mundo sigue estando de parte de los tibetanos exiliados, aunque la mayoría de los gobiernos nos tengan miedo. A nosotros no nos interesa toda esta agitación. No nos interesa que se inmolen más monjes y se conviertan en mártires. Lo que menos nos conviene es el rumor de que por fin existe una manera de demostrar la reencarnación.

Huang había oído hablar de otras puertas que ayudaban a la gente a conectar con vidas anteriores: una antigua flauta en Viena, unas piedras ocultas en Roma… De ninguna de esas cosas habían logrado apoderarse los chinos, pero según la información de su contacto secreto en la comunidad budista, aquel objeto estaba ahí, en París.

—Si llegara a manos de los fanáticos religiosos, les daría más fuerza. Hace dos semanas, infringieron la ley diciendo que habían encontrado a un lama reencarnado en Lhasa, algo expresamente prohibido. —Huang escupió las últimas palabras—. Cada vez que montan otra de sus manifestaciones «pacíficas», saben que intervendremos. Entonces vuelve a empezar toda la brega, y se hacen mártires más monjes, llamando la atención de los medios y convirtiéndolo en un circo internacional. Eso los tibetanos lo saben. Lo sabe aquel lobo con piel de monje. En las últimas dos semanas han muerto violentamente doscientas personas, y la sangre la tenemos todos en las manos.

—¿Quién tiene el instrumento? —preguntó Gu Zhen—. ¿Os importa lo que le pueda pasar?

8

Nueva York

Viernes, 20 de mayo, 11.20 h

A mediados del siglo
XIX
, uno de mis antepasados costeó un proyecto con otros miembros del Phoenix Club. El objetivo era encontrar un perfume que ayudase a recordar vidas anteriores —dijo el doctor Malachai Samuels y, con un gesto teatral, entregó a Jac un frasco de cristal de muchas facetas, que solo contenía algo más de medio centímetro de un perfume viscoso de color ámbar.

Justo cuando lo cogía, Jac recibió de lleno el sol que entraba por la cristalera del jardín, y el techo se pobló de chispas encendidas, en un baile de irisada luz refleja.

De pequeña, cuando su madre quería trabajar en sus poemas y la niñera estaba ausente u ocupada con Robbie, a veces Audrey se llevaba a Jac al taller.

A veces estaban abiertas las puertas del jardín.

—La brisa despeja todos mis errores —decía siempre su padre.

Esos días, en efecto, Jac no olía ningún perfume; solo hierba y cipreses, y lo que estuviera en flor: rosas, jacintos o peonías.

Louis le ponía cojines en el suelo, y le daba la caja de cartón con frascos de cristal que habían perdido el tapón y tapones que habían perdido el frasco.

Era uno de los juegos favoritos de los dos.

Jac orientaba el cristal y hacía dibujos en el techo con los reflejos.

—Mi pintora de luz —decía su padre, encantado, aplaudiendo sus esfuerzos.

Era uno de los buenos recuerdos de estar con su padre en el taller, los días en que el sol y la brisa mantenían a raya a los desconocidos y sus sombras.

—Ábrelo —dijo Malachai, devolviéndola al presente—. Huélelo. Quiero saber qué te parece.

El pesado tapón, de plata con incrustaciones de ámbar, no era difícil de desenroscar. Jac inclinó la cabeza y aspiró la mezcla. Se trataba de una fragancia normal: incienso, mirra, estórax… Su olor era como su aspecto: plano, sin luminosidad ni vida.

—¿Sabes de cuándo es? —preguntó Jac.

—Según la correspondencia que he encontrado, de la década de 1830.

—¿Y sabes quién lo creó?

—El Phoenix Club encargó la fragancia a un taller francés de perfumería…

Jac apartó la vista del frasco para fijarla de nuevo en Malachai. Adivinaba lo que le diría.

—¿Y ese taller era Casa L’Etoile?

Él asintió con la cabeza.

—Ya me dijo Robbie que me llevaría una sorpresa.

—Espero que para bien.

—Qué increíble coincidencia.

Nada más decirlo, supo que iba a ser corregida.

—La sincronía no es ninguna coincidencia —dijo Malachai—. Es la dinámica subyacente que gobierna todas las experiencias humanas a lo largo de la historia. A menudo se acaba viendo que existía alguna relación entre hechos simultáneos que parecían debidos a la casualidad.

Jac esperó a que se acabara la conferencia.

—¿Lleva marca de fabricante? —preguntó.

Machalai le ofreció una lupa.

—Está aquí abajo. —Señaló—. Hasta la semana pasada, yo siempre había pensado que era la huella del joyero. Ahora me explico que mis investigaciones fueran tan infructuosas. No se me había ocurrido que pudiera haberlo grabado el perfumista; ni que, siglos después, pudiera existir una relación tan estrecha entre la familia de los perfumistas y yo.

Sonrió, lo cual, en su caso, significaba que su boca hizo el movimiento correcto, pero sin que sus ojos reflejasen ninguna de las emociones vinculadas a la sonrisa. El placer, el humor o la amabilidad de Malachai eran imperceptibles. Se ponía las expresiones como máscaras. Sin embargo, en vez de incomodar a Jac, aquella peculiaridad la hacía sentirse más segura y con los pies más en el suelo cuando estaba en su presencia.

No era el corazón de Malachai, sino su cerebro, lo que la había ayudado a alejarse del precipicio de la demencia, dieciséis años atrás.

Después de la muerte de su madre, la enfermedad de Jac había llegado a un punto febril. Nada de lo que le recetasen los médicos (y eran todo un batallón) servía para ahuyentar los delirios. Las pastillas la agotaban y la aturdían mentalmente. La terrible máquina que lanzaba descargas de electricidad le provocaba náuseas y confusión. Después de seis amargos meses siguiendo todos los tratamientos aceptados, su abuela tomó cartas en el asunto y le hizo coger un avión a Zurich para ingresar en la polémica clínica Blixer Rath.

Este «último recurso», en palabras de su padre, tenía como principales responsables a dos discípulos de Jung convencidos de que para curar el trastorno psicológico que sufría Jac había que empezar curando su alma. Al igual que su mentor, Rath creía que la psique requería una exploración mítica y espiritual, y solo en caso de necesidad absoluta, dosis bajas de medicación.

La comunidad médica tradicional era abiertamente hostil a aquel enfoque holístico y centrado en el alma. Durante los nueve meses que pasó en la clínica, Jac no ingirió ningún medicamento, sino que fue sometida a una terapia analítica en profundidad cuyo objetivo era fortalecer sus propias facultades curativas. Para entender el simbolismo de sus sueños, y de los dibujos que hacía tras profundas sesiones de meditación (a fin de traducir sus síntomas y reconocer posibles acontecimientos sincrónicos en su vida, que pudieran tener un sentido más profundo), Jac debía aprender el lenguaje universal del alma, como llamaba Jung a la mitología; y quien le enseñó dicho lenguaje, quien lo hablaba con ella, era el doctor Malachai Samuels.

En Blixer Rath, Samuels, que había cogido una excedencia de su trabajo en la Phoenix Foundation, no era reencarnacionista, sino terapeuta junguiano. Con sus pacientes nunca hablaba de posibles episodios de vidas anteriores. Solo al cabo de unos años, al leer un artículo sobre él en una revista, Jac se dio cuenta de que estaba en la clínica para investigar su teoría de que un elevado porcentaje de los esquizofrénicos estaban mal diagnosticados, y padecían crisis de memoria vinculadas a vidas anteriores.

—¿Puedes conocer la fecha por la marca? —preguntó Malachai.

Miró por encima del hombro de Jac, que estaba examinando la inscripción.

—No. Sobre la historia de estas cosas sé menos de lo que debería.

Malachai se encogió de hombros.

—No pasa nada. No te he pedido que vinieras para hablar del pasado, Jac. Lo que quiero es que me ayudes a encontrarlo.

La intensidad de su mirada y lo melifluo de su voz formaban una combinación hipnótica. Malachai absorbía toda la atención de Jac y le brindaba la suya por completo. Jac no tenía constancia de que se hubiera distraído nunca al hablar con ella. Era uno de sus primeros recuerdos de Malachai en Blixer Rath. Cuando llegó era una adolescente asustada y desnutrida, temerosa de las sombras que la perseguían despierta y dormida, y no era capaz de mirarle a los ojos más de unos segundos; pero cuando lo hacía, él siempre estaba ahí, presente, en el momento de ella. Jamás había apartado la mirada durante sus conversaciones. Y seguía sin hacerlo.

Durante sus sesiones de terapia en Zurich, y todas las veces que se habían visto desde entonces, le parecía un mago capaz de suspender el tiempo. Estar ahí, en su biblioteca, con su revestimiento de maderas raras, su suntuosa alfombra oriental y sus lámparas de cristal de Tiffany, era como estar en Nueva York hacía cien años, y no solo por el entorno: Malachai vestía y hablaba con formalidad, en un estilo clásico que no resultaba trasnochado ni moderno. El traje azul marino que se había puesto ese día, con un nudo perfecto en la corbata de seda y un monograma en la camisa, blanca y tersa, hacían pensar en el vestuario de un caballero de tiempos pretéritos.

—Jac, deja que te monte un taller de perfumes aquí en la fundación. Con la última tecnología. En verano no emiten tu programa, ¿verdad? Pues trabaja aquí, y crea la fragancia en la que empezaron a trabajar tus antepasados pero que no acabaron. Si lo consigues, podré pagarte lo suficiente para que el futuro de Casa L’Etoile esté garantizado.

—¿Te ha explicado Robbie nuestros problemas económicos?

La abuela de Jac le había enseñado a no hablar nunca de dinero fuera de la familia (ni siquiera con alguien tan importante para ella como Malachai), y le violentó estar haciéndolo. Lástima que el e-mail de su hermano no contuviese más detalles sobre su reunión con el doctor.

—Sí, pero ya lo había leído en la prensa.

Volvió a fijarse en el frasco de cristal que aún tenía en la mano, y olfateó de nuevo la extraña fragancia. Estaba perpleja; no por la propuesta de Malachai en sí, sino por la fe puesta de manifiesto al verbalizarla.

—¿A tanto llegarías para investigar una fantasía?

—Sabes que no creo que la reencarnación sea una fantasía.

En los años transcurridos desde Blixer Rath, Jac había averiguado muchas cosas sobre la fundación de Malachai. Sabía que trabajaba con cientos de niños que recordaban sus encarnaciones anteriores. Él y su tía, la codirectora, habían documentado los viajes de los niños y habían presentado pruebas nada desdeñables sobre las vidas que descubrían en sus regresiones.

—Ya, pero ejercéis como psicólogos de formación que buscan ADN psíquico de forma seria. Vuestras investigaciones se hacen en condiciones estrictas y rigurosas. Os habéis empeñado en alejar vuestro trabajo de cualquier moda populista. ¿Cómo cuadra todo eso con algo tan fantástico como un perfume que ayuda a la gente a recordar otras vidas?

—La reencarnación es un hecho —repuso Malachai—, una realidad de la vida. De la muerte. Y de la misma manera que sé que la reencarnación es una realidad, sé que hay instrumentos que pueden contribuir a recuperar recuerdos de vidas anteriores. Te conté que estuve presente cuando uno de ellos provocó una regresión en masa, ¿verdad? Cientos de personas hipnotizadas al mismo tiempo y experimentando recuerdos de vidas anteriores. Un momento increíble, lo más cerca que hemos estado de demostrar la reencarnación.

—¿Cuando te pegaron un tiro? Sí, pero no me habías dicho…

—Estoy seguro de que existen —la interrumpió—. Ayudas. Instrumentos, Jac…

Jac no le conocía aquel tono tan nostálgico.

—Algunos se han perdido —añadió Malachai—, y otros se destruyeron… Pero quedan otros en espera de que los descubran. Es posible que no se hayan usado desde la Antigüedad, pero existen. Yo lo sé.

Sus ojos oscuros brillaban. Separó los labios. El rostro del terapeuta reflejaba algo parecido al anhelo sexual.

«Siente deseo por esta información.»

Jac se cruzó de brazos. Hacía mucho tiempo que conocía a Malachai, y siempre le había visto controlarlo todo: un hombre sin emociones, reservado, que jamás había mostrado aquella intensidad.

Claro que en los últimos años su vida se había vuelto más intensa. Había figurado entre los sospechosos de dos investigaciones criminales sobre robo de piezas antiguas, y en otra se habían referido a él como persona de interés. Malachai era el causante de que en pocos años la Phoenix Foundation hubiera salido más en las noticias que en todas las décadas anteriores. ¿Serían esas piezas los instrumentos de memoria a los que se estaba refiriendo?

—Durante años, tu tía y tú os habéis ganado el respeto de la comunidad científica por lo escrupulosos que sois en vuestras investigaciones —dijo Jac—. Si eso de que buscas un perfume porque piensas que ayudará a la gente a recordar sus vidas anteriores va en serio, arriesgarás el prestigio de la institución. Y el tuyo.

Malachai se apoyó en el respaldo de su silla y relajó su expresión. Volvía a ser el renombrado terapeuta en su lujosa consulta: seguro de sí mismo, erudito y carismático.

—Antiguamente, los sacerdotes quemaban incienso porque creían que las almas viajaban al más allá en las volutas del humo. Los místicos inhalaban incienso para entrar en estados alterados que les permitieran visitar dimensiones alternativas. Algunas culturas usan aceites aromatizados para abrir el tercer ojo y experimentar percepciones psíquicas a las que no podemos acceder de ninguna otra manera.

—Sí, ya sé cómo se han usado los olores.

—Pues entonces, seguro que entiendes que crea que el perfume puede ayudarnos a acceder a nuestras vidas anteriores.

—No puedo ayudarte, aunque quisiera. Yo no soy perfumista, Malachai; yo soy mitóloga. ¿Por qué no se lo propones a Robbie? Él cree en lo mismo que tú.

—Robbie me ha dicho que su olfato, aun siendo bueno, es mediocre en comparación con el tuyo; que tú eres capaz de coger esto —levantó el frasco de cristal— y saber desmenuzar intuitivamente el olor a partir de esta base.

Tiempo atrás (le parecía una eternidad), Jac había querido ser perfumista, pero el proyecto había muerto con su madre. La idea de volver a sentarse alguna vez frente a un órgano de perfumista le producía aversión.

Su abuelo siempre había dicho de ella que era la culminación de varios siglos de grandes perfumistas, y que estaba destinada a ser una de las grandes narices, no su padre, ni su hermano. Robbie, convencido de lo mismo, la reprendía a veces por no hacer el trabajo para el que había nacido. Le extrañaba que Jac hubiera dado la espalda a un destino de artista como el suyo.

Other books

Kiki's Millionaire by Patricia Green
Challenge by Amy Daws
Suddenly at Singapore by Gavin Black
Trophy Life by Lewis, Elli
Clean Break by Val McDermid
Cum For Bigfoot 15 by Virginia Wade