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Authors: M. J. Rose

Tags: #Intriga, #Romántico

El libro de las fragancias perdidas (31 page)

BOOK: El libro de las fragancias perdidas
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—Te veo muy versado en tácticas de huida.

—Lo que sé, lo sé por las películas de los aviones y los libros que leo cuando estoy de excavación. Siempre me hago el propósito de leer novelas de esas que salen comentadas en el
New York Times
, pero no puedo evitarlo: me atraen los thrillers de mucho octanaje. Si mis escritores favoritos están bien documentados, debería ir todo bien. Si no… pues bueno…

—Cosas más tranquilizadoras me has dicho.

—Ya, me lo imagino.

Condujeron cinco minutos en silencio.

—Podría ser que hubiera más de un coche —dijo finalmente Griffin—. Es posible que hayan avisado a otro para que nos siga a partir de cierto punto, aunque yo no veo a nadie que nos pise los talones.

—Que nos pise los talones… Qué dramático.

—No me des caña, que no tienes a nadie más, ¿vale?

Jac asintió con la cabeza.

—Griffin…

Le miró de reojo, y vio que se giraba.

—¿Tú crees que Robbie está bien?

—Sí. Tiene muchos recursos, y es inteligente, pero lo principal es que tiene fe en lo que hace. Si hay alguien capaz de sobrevivir por pura fuerza de voluntad, ese es Robbie.

Después de unas pocas manzanas, propuso parar y desayunar algo.

—Nos queda como mínimo una hora hasta que abran las tiendas. Vamos a buscar algún sitio donde podamos sentarnos y vigilar la calle desde dentro.

Jac giró dos veces, una a la izquierda y otra a la derecha, y se detuvo delante de un bar.

Eligieron una mesa al lado de la ventana, con vistas al ancho bulevar.

Pidieron cafés con leche y cruasanes. No hablaron mientras se tomaban el café y mordisqueaban las pastas, hechas con mantequilla; pero, aunque ninguno de los dos sacara el tema de la noche anterior, Jac tuvo la sensación de que se hablaba de ello en silencio. Por su parte, no sabía si lo sucedido tenía que ver con ellos dos o con evadirse de una situación atroz. Necesitaba aclararse, pero no antes de que hubiera vuelto Robbie, sano y salvo.

—Yo llevo encima unos doscientos euros —dijo Griffin—. Debería ser bastante para el material, ¿tienes tú algo en efectivo, por si acaso?

—Tengo tarjeta de crédito.

—Lo mejor es que no las usemos, porque dejan rastro.

—Y cuando dispongamos de todo el material, ¿cómo nos lo llevaremos a la casa sin que la policía se huela algo sospechoso? —preguntó Jac.

Griffin bebió un poco de café.

—¿Malachai te ha dejado su número de teléfono en el mensaje?

Jac sacó la carta de su bolso y se la dio. Griffin cogió su móvil y marcó el número del reencarnacionista.

—Malachai, soy Griffin. Estoy con Jac. Necesitamos que nos ayudes.

Una hora y media después, Jac frenó ante Casa L’Etoile y abrió la verja del patio. Quien estuviera mirando la vería aparcar, y vería salir a tres personas.

Jac, Griffin y Malachai Samuels, con una maleta: una visita que se quedaría a pasar la noche.

Malachai había ido en taxi del hotel a la tienda de deportes, donde Jac y Griffin habían llenado la maleta vacía con sus compras.

Una vez en casa, Griffin encendió el equipo de música y se llevó la maleta a la cocina.

—Dejadme unos minutos —dijo—, tengo que llamar a Elsie; soy su despertador.

—¿Todas las mañanas? —preguntó Jac.

—Esté donde esté —contestó Griffin, yendo hacia la sala de estar.

—Es buena persona —dijo Malachai—. Robbie tiene suerte de ser amigo suyo.

Jac asintió con la cabeza, pero le dio miedo hablar. La dedicación de Griffin a su hija le había conmovido.

Abrió la bolsa. Malachai la ayudó a dejar sobre la mesa el equipo de espeleología.

—Gracias —dijo Jac—. Has sido muy buen señuelo.

—Un placer. Para eso he venido, para ayudarte en todo lo que pueda.

Jac eligió un casco, y cortó la etiqueta del precio con las tijeras de la cocina.

—Es un viaje muy largo. Por lo que me ha estado diciendo Griffin, no creo que puedas hacer nada para que Robbie te venda la cerámica.

—He conseguido más de un cuarto de millón de dólares.

Jac sacudió la cabeza.

—Es posible que Robbie haya cometido un envenenamiento. Mortal. No cambiará de idea por dinero. —Otra vez el mismo gesto—. Esto es una locura. Siempre se ha arriesgado más de lo debido por sus ideales, desde que éramos pequeños. Fue al Tíbet en plena rebelión para ver si podía ayudar a los monjes a salvar sus reliquias, y casi le matan, pero esta vez…

—Es un hombre de creencias firmes.

—En cosas que no pueden tener importancia. En fragmentos de cerámica que forman parte de un cuento de hadas inventado. Los mitos son metáforas.

—La cerámica no es ningún mito. Es auténtica. La reencarnación existe de verdad —dijo Malachai.

Tenía ganas de discutir, pero Jac no.

—Por eso no vale la pena morir —concluyó.

—Si vale la pena vivir por algo, también vale la pena morir.

Malachai lo había dicho con una vehemencia que hizo que Jac titubeara antes de responder.

—Hablas como él.

—Es que tenemos muchas creencias en común.

—Nunca me habías parecido un romántico.

—No me sorprende. Te he llegado a conocer mucho mejor que tú a mí.

—Yo, a ti, no he llegado a conocerte nada de nada.

—Jac, estoy desesperado por saber qué pone en los trozos de cerámica, y por si existe una fragancia que ayude a recordar vidas anteriores, pero no he venido solo para conseguir un instrumento de memoria; he venido porque me preocupas. Quería estar cerca de ti, por si necesitabas ayuda. Yo tenía un hermano… —Se quedó unos segundos callado—. Quiero ayudarte a encontrar al tuyo.

Le puso una mano en la muñeca. Jac tenía moratones de la noche anterior, de cuando Griffin la había apartado del agujero, pero intentó disimular. Malachai miró el punto que había tocado.

—Me hice daño, pero no es nada.

Griffin entró en la cocina, cerrando su móvil y guardándolo en su bolsillo. Jac vio fruncirse un poco el ceño de Malachai.

—¿Cómo está Elsie? —preguntó.

—Desolada. Se le ha muerto uno de sus peces durante la noche. He tenido que prometerle otros dos para sustituirlo. Y un castillo submarino.

Antes de que Jac pudiera contestar, sonó el teléfono. Corrió a cogerlo antes de la segunda señal.

Era el inspector Marcher.

El corazón de Jac latía más deprisa. Contuvo la respiración.

—¿Alguna novedad?

—No, pero ¿podría pasar a hablar con usted? —preguntó Marcher.

Jac salió de la cocina y se metió en la despensa para hablar en privado.

—¿No puede decírmelo ahora, por teléfono?

—Solo serán unos minutos.

Los olores del cuarto de baldosas blancas despertaron recuerdos que llevaban mucho tiempo en el olvido. Siempre le había encantado cocinar con su abuela, que solía asignarle la tarea de reunir los ingredientes. Las conservas desprendían un olor cálido. Le dolió un recoveco de su corazón.

—¿Han adelantado en algo?

—En nada de importancia, mademoiselle.

En una estantería había una docena de paquetes negros de té verde chino y japonés Mariage Frères, los preferidos de su hermano. Pasó un dedo por las letras doradas, que formaban nombres evocadores: Aiguilles de Jade, Bouddha Bleu, Dragon de Feu…

—Pues entonces, ¿de qué tenemos que hablar?

—Comprendo que es difícil… —empezó a decir Marcher.

—No quiero que me compadezca; lo que quiero es saber qué hacen para encontrar a mi hermano.

Jac se apoyó en la puerta, cerrando los ojos. Nunca se habría imaginado que lo que diera más sensación de realidad a la desaparición de Robbie fuera su colección de tés.

—Mademoiselle L’Etoile, tengo que hablar con usted. Solo un momento.

—¿Por qué ha hecho que me sigan?

—La estamos protegiendo, no siguiendo. Justamente sobre eso quería hablar.

—¿Protegiéndome de quién?

—Lo siento, pero no puedo decírselo.

—¿No puede, o no quiere?

—En este momento no estoy autorizado para…

—¡Es mi hermano!

La voz de Jac resonó en la pequeña despensa.

—Lo sé perfectamente, y siento no poder ser de más ayuda. Le aseguro que si tuviéramos información confirmada sobre su paradero o su estado, lo sabría.

—¿Han podido al menos identificar al hombre que murió aquí?

—No hay nada definitivo.

—¿Cree saber quién era?

—Estamos siguiendo una pista.

—¿Qué narices quiere decir eso? ¿Una pista? ¿Sabe quién es o no? ¡Alguien ha muerto en nuestra tienda!

—¿Jac?

Era Griffin, desde fuera. Jac abrió la puerta.

—¿Estás bien?

Ella asintió con la cabeza.

—Algo tenemos, pero nos está costando verificarlo —dijo Marcher.

Le daba igual ponerse grosera, o parecer una histérica.

—Mi hermano lleva desaparecido desde el lunes por la noche, y hoy es viernes. ¡Viernes! Quiero saber qué saben.

—Comprendo que sea frustrante, mademoiselle…

Jac respiró y miró el techo, con su lámpara de lo más vulgar. ¿Cuánto tiempo llevaba en el mismo sitio? ¿Cuarenta años? ¿Sesenta? ¿Cien? Parecía mentira que algunas cosas durasen tanto y no cambiaran nunca, mientras otras lo hacían tan y tan deprisa.

—Cuando sepa algo que le pueda explicar, se lo explicaré; entretanto, si quería hablar con usted era para pedirle que acepte nuestra protección, por favor, y no se desviva por evitarnos, como han hecho esta mañana usted y el señor North.

—¿Qué tipo de peligro corro?

En vez de asustarla, la advertencia de Marcher la enojó. Se le había agotado la paciencia.

—No sabemos qué provocó el incidente original. Si fue algo personal… una discusión de pareja… un problema de negocios… entonces no corre usted ninguno.

Estaba cansada de escuchar a Marcher.

—Ahora bien, si el intruso buscaba los fragmentos de cerámica en los que estaban trabajando su hermano y Griffin North —añadió Marcher—, podría correrlo, sí, y muy grave. Mientras no se sepa dónde está su hermano, se desconocerá el paradero de la cerámica, y quien desee apoderarse de ella podrá pensar que usted lo sabe; o bien que Robbie la escondió en la casa, y que con algo de estímulo podría usted ayudarles (voluntariamente o no) a encontrar el tesoro.

Jac se estremeció. Ahora sí que había conseguido asustarla. Maldito Marcher… Pero no pensaba dejarse distraer. Lo único importante era encontrar a Robbie.

39

11.30 h

Jac aún no había mirado hacia abajo. La esperaban kilómetros de túneles negros como la pez, que recorrían el subsuelo parisino: búnkeres de la Segunda Guerra Mundial, capillas dedicadas a Satanás, huesos de más de seis millones de compatriotas suyos exhumados de sus anteriores lugares de reposo, galerías frágiles hasta el extremo de que a veces se venían abajo por sí solas… y, con algo de suerte, entre infaustos recovecos e inquietantes giros, su hermano.

Lo que le daba miedo a ella, sin embargo, era el borde de la boca del túnel. No era un borde afilado ni deshecho, que amenazase con desgarrar su piel o su ropa, pero una vez puesto un pie al otro lado, estaría en peligro de caer al abismo. Oscuridad, humedad, espacio ilimitado… Lo desconocido.

—Los escalones son bastante anchos —le dijo Griffin desde abajo.

Había sido el primero en bajar. Ahora la esperaba a unos tres metros. Malachai se había quedado atrás. Un accidente sufrido hacía dos años le impedía escalar; además, necesitaban a alguien preparado para una posible emergencia. A tanta profundidad no funcionarían los móviles, pero sí, tal vez, el sistema de radio de dos vías comprado por Griffin en la tienda.

—Tómatelo con calma, Jac, que estoy yo aquí.

Respiró hondo, inhalando olores secos y muertos, y miró finalmente hacia abajo. Su casco iluminaba mucho mejor el angosto túnel de piedra que la única vela de la noche anterior, pero ahora que veía adónde iba, no le pareció menos amedrentadora la realidad de lo que tenían por delante.

Griffin la miraba desde los peldaños, dándole ánimos. Debajo de él, la oscuridad.

—Ya te vigilo yo la retaguardia —dijo—. Tú da el primer paso.

—¿A qué altura estás? —preguntó ella.

—De momento he contado unos cuarenta peldaños. Venga, uno a uno. Despacio, que no te va a pasar nada.

Tal vez no, o tal vez sí. Cada peldaño era un borde. Las situaciones de fobia prolongadas y exageradas tenían el potencial de convertirse en verdaderas crisis. Jac había hecho terapia todo un año para conocer su propio paisaje mental y aprender a orientarse por sus terrenos más traicioneros; había aprendido a controlar sus miedos y pánicos, y se sabía todos los trucos, pero ¿funcionarían?

Inhalar. Olfatear. Diseccionar los olores del aire.

Tiza.

Un paso.

Tierra.

Otro paso.

Una vez vencida por Jac la primera docena de peldaños, Griffin reanudó su descenso.

—He llegado al fondo —gritó desde abajo.

Su voz sonaba hueca, casi inhumana.

Jac miró hacia abajo con un escalofrío. La linterna de Griffin iluminaba una zona circular que no parecía mucho mayor que un ascensor. Para ella, que no tenía un buen sentido de las distancias, fue una sorpresa que Griffin pareciera encontrarse tan lejos.

—¿Cuántos peldaños son?

—Setenta y cinco.

¿Cuántos llevaba ella? No los había contado. Setenta y cinco parecían imposibles.

—Tú ya has bajado cuarenta —dijo él, como si le leyera el pensamiento.

Treinta y cinco.

Arcilla.

Treinta y cuatro.

Polvo.

—Aquí abajo está todo bastante embarrado. Ten cuidado al bajar de la escalera —dijo Griffin cuando Jac llegó a ocho.

Mojada de sudor, temblorosa y con el corazón a cien, Jac descendió al suelo y miró a su alrededor. Era una superficie con un diámetro aproximado de un metro y medio, toda de piedra: bloques toscos de caliza gris.

Lo primero que hizo después de serenarse fue inspirar. Analizó los olores con los ojos cerrados, buscando la Fragancia de la Lealtad.

Ni rastro.

—Creo que nos meteremos por aquí.

Griffin señalaba una pequeña abertura. Jac la miró: era una grieta de poco más de medio metro y de perfil irregular.

—Parece más bien una fisura. ¿Estás seguro?

—Es que la única alternativa es volver a subir. Déjame entrar primero.

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