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Authors: M. J. Rose

Tags: #Intriga, #Romántico

El libro de las fragancias perdidas (32 page)

BOOK: El libro de las fragancias perdidas
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Llamó al cabo de tres segundos.

—Se puede, pero ten cuidado, que la roca rasca.

Jac le siguió por la grieta. Al otro lado había un túnel demasiado estrecho para dos personas, así que Griffin se colocó en cabeza, seguido por Jac. Tuvieron que ponerse varias veces de lado y caminar de espaldas a la roca. Aun así, las piedras del muro les rascaban la nariz.

El silencio era absoluto, apabullante. No se oía nada más que la respiración de Griffin y los pasos de ambos. Jac no estaba segura de haber estado alguna vez en un lugar tan silencioso. Lo que no se respiraba, en cambio, era paz. Si arriba, en la superficie, se hubiera parado y acabado el mundo, ellos no se enterarían.

Después de unos cien metros, encontraron dos antiguos peldaños de piedra que daban a un pequeño rellano. En este último, el techo subía de golpe y alcanzaba como mínimo tres metros de altura. A continuación bajaron por otros dos peldaños que accedían a una prolongación del túnel anterior, igual de estrecha que este, pero con un fondo de agua que Jac calculó que le llegaría a media pantorrilla, por encima de las botas.

—¿Te animas? —preguntó Griffin.

El agua estaba fría. Se oyó el chapoteo de las botas de Jac en el barro. Sus vaqueros absorbieron el agua, y en pocos metros ya quedaron mojados hasta justo por debajo de la rodilla. Al fondo había un arco. Griffin iluminó el dintel con su casco: había algo escrito en la pared.

Letras desvaídas, dibujadas a mano, cuya antigüedad no parecía menor de cincuenta años.

—¿Qué pone? —preguntó.

Jac tradujo en voz alta.

—«A menudo el camino correcto es el más difícil.»

—Me pregunto si lo podría haber escrito Robbie, y haberlo maquillado para que pareciera antiguo. ¿Es su letra?

—No… pero… —Jac visualizó los frascos de esencias del taller—. Podría ser la de mi abuelo.

—De momento no hemos encontrado ningún desvío. Venimos directamente del interior del laberinto de tu familia, es decir, que si tu abuelo bajó con Robbie, fue el recorrido que hicieron. ¿Dispuesta a seguir?

—Sí, estoy bien.

—¿A tu abuelo le dieron alguna medalla?

—¿Una medalla?

—Que si el gobierno francés le condecoró después de la guerra.

—Yo, en todo caso, no lo he oído nunca. No hablaba mucho de sus experiencias durante la guerra, más allá de alguna anécdota sobre la gente a quien había escondido en estos túneles.

—¿O sea, que no tenías constancia de que fuera un héroe?

La pregunta de Griffin tenía algún trasfondo que Jac no acabó de entender.

—Mi abuela siempre nos decía que sí, pero a él no le gustaba que lo comentase. ¿Por qué?

—Como siempre andas buscando héroes, me preguntaba si sabías que creciste al lado de uno.

Jac tuvo un atisbo fugaz de comprensión. Era un tema importante, pero no era el momento de intentar aclararlo. Delante de ellos había una pendiente: cinco peldaños que daban a un túnel de techo tan bajo que no tuvieron más remedio que ir a gatas. Por suerte llevaban guantes, de lo contrario el suelo les habría dejado las palmas de las manos en carne viva. En dos metros y medio se acababa el túnel, no con peldaños, sino con una rampa de piedra.

—¿Adónde lleva esto?

Jac oyó temblar su propia voz.

—No hay ningún modo de saberlo.

—Allá abajo no podemos ir.

—No hay alternativa.

Fue la primera vez que echó pestes contra Robbie desde que Marcher la había llamado a Nueva York.

—Déjame ir delante —dijo Griffin mientras trepaba por el agujero.

—Creía que eso ya se daba por sentado.

—Es un túnel pequeño… —Su voz se iba debilitando a medida que gateaba a mayor profundidad—. Y luego hay una rampa.

Jac oyó un ruido de agua.

—¿Estás bien? —preguntó.

La voz de Griffin llegó de muy lejos. Era la primera vez que estaban tan separados el uno del otro desde su entrada en el subsuelo.

—Con agua hasta los muslos, pero un agua muy transparente. Muy fría, y pura. Aquí abajo debe de haber manantiales.

Jac tuvo ganas de parar y decirle a Griffin que no podía seguir. Aquel nuevo reto ponía a prueba su cordura.

—Habrá medio metro de rampa, calculo, y luego una caída de un metro, más o menos. Estoy justo al fondo, aquí, de pie.

Jac entró y miró el borde de la abertura: cuarenta y cinco centímetros. Más no podía acercarse. Le iba a costar lo suyo. Respiró hondo, inhalando el aire húmedo y enrarecido, y se concentró en los olores: moho, polvo de piedra y tierra.

Casi estaba al borde.

Se arrastró unos centímetros. Volvió a respirar. Otro par de centímetros. Se imaginó a Robbie allá dentro, hacía dos días. ¿Qué había hecho durante las últimas cuarenta y ocho horas? ¿Recorrer los túneles hasta llegar a Nantes? ¿Pergeñar la complicada estratagema de los zapatos y la cartera, y regresar? ¿Y todo para que la policía le diera por muerto? ¿Para proteger los trozos de cerámica? A menos que Jac se equivocase y las piedras las hubiera movido un animal, el mismo que había manchado de tierra la aguja… Quizá lo de que la tierra olía a la Fragancia de la Lealtad fueran ilusiones que se hacía ella. Se había equivocado de cabo a rabo. Y había convencido a Griffin.

—¡Déjalo! ¡Vámonos! —dijo en voz alta—. Robbie no está aquí.

—Venga, Jac, que tú puedes. Te espero aquí mismo. No he conocido nunca a nadie tan resuelto como tú. ¿No decías siempre «qué es lo peor que puede pasar»? ¿Verdad que sí?

Jac era pequeña. Estaban en la playa de Cannes, con su abuela y Robbie. El agua turquesa brillaba, incitante, pero estaba demasiado fría al lamerle los pies. Robbie ya se había metido y nadaba entre aullidos de placer. La abuela observaba a Jac.

—Tú métete y ya está. No te pares a pensarlo. Tírate deprisa. Se te pasará enseguida el dolor, y luego se te adaptará la temperatura del cuerpo. Tienes que ser valiente,
ma chérie
—decía su abuela—. Solo es agua fría. ¿Qué es lo peor que puede pasar?

«Sé valiente,
ma chérie
—se dijo Jac—. ¿Qué es lo peor que puede pasar?»

Y se lanzó por la rampa de piedra lisa. Al tocar el suelo, su tobillo derecho falló y le hizo tropezar.

Griffin la cogió y la ayudó a recuperar el equilibrio.

—¿Estás bien?

Jac asintió con la cabeza, para que no se le notara el miedo en la voz.

Él le tocó la mano para apartar algunos rizos oscuros que se habían escapado del broche.

—¿De verdad que estás bien? Lo estás haciendo genial. Como si lo llevaras haciendo muchos años. Tu hermano sabe cuidarse. Tú también, Jac. Sois dos supervivientes.

A diez metros de la boca del túnel había cinco escalones que daban acceso a una plataforma seca. Al subirse a ella, Jac y Griffin vieron una catedral de piedra majestuosamente tallada en la cantera. La bóveda del techo tenía una altura de casi siete metros, y en vez de ventanas había hornacinas en la roca.

En la pared había letras negras hechas con plantilla: «rue de Sèvres 1811».

La noche anterior, Jac había leído un artículo de internet que explicaba que el subsuelo estaba marcado con rótulos de calles, en referencia a las de arriba; así no se perdían los obreros y, según el autor del artículo, también se evitaba el pánico. Al ver uno, entendió la razón: resultaba extrañamente tranquilizador. Aunque fuera imposible hacer una perforación de treinta metros en la roca, saber dónde se estaba tenía efectos calmantes.

En la pared de su derecha había más grafitis: nombres de personas escritos con pintura blanca, y fechados entre 1789 y 1799. En la pared izquierda, las fechas llegaban hasta los inicios del siglo
XIX
. Había un mural de un demonio seguido por una multitud con sotanas negras, y un dibujo a tiza de una guillotina. También había símbolos y refranes, en caracteres anticuados, que parecían hechos con el humo de un farol o de una vela. Otras frases eran de factura más reciente, y estaban hechas con pintura fluorescente verde y azul.

Tres arcos.

Al final sí que habían llegado a un cruce.

Jac se acercó a los tres y olfateó el aire, absorbiéndolo a fondo. Buscaba algún rastro de su fragancia, pero no lo encontró.

—Robbie debería habernos dejado algún tipo de pista —dijo Griffin.

Examinó las inmediaciones de las aberturas. Ni en la de la izquierda ni en la de la derecha había nada, pero el dintel del arco central tenía grabadas unas palabras. No podía haberlas escrito Robbie. Requerían su tiempo, y aparentaban cientos de años de antigüedad.

Arrête! De l’autre bord de la vie est la mort.

Jac las tradujo.

—«¡Detente! Al otro lado de la vida está la muerte.» Conociendo a mi hermano —teorizó—, podemos ir por aquí. Ya le oigo reírse de lo perfecta que es la pista.

—Mira.

Griffin señaló una de las columnas en las que descargaba el arco central. Había un dibujo hecho a carboncillo, de una luna creciente con una estrella dentro.

Cruzaron el arco sin vacilar, e ingresaron en la sala siguiente.

Las paredes, de piedra, no eran lisas. Estaban amarillentas y húmedas.

Jac oyó cortarse la respiración de Griffin a su lado.

Justo cuando le iba a preguntar qué había visto, se dio cuenta ella misma.

Todo lo que veía estaba hecho de huesos: paredes de huesos, estanterías de huesos, soportes de huesos, altares de huesos, vigas y arcos de huesos… Incluso cruces hechas con huesos; y no huesos blanqueados y purificados, sino pútridos, manchados de tierra. Huesos húmedos, a centenares; no, a millares. Cráneos, fémures, pelvis… Huesos apilados en perfecta simetría, con las puntas redondeadas hacia fuera, formando dibujos y detalles arquitectónicos.

Habían penetrado en el cementerio consagrado, el almacén para los cementerios saturados de la superficie. Estaban en la ciudad de los muertos.

—Qué raro, ¿verdad? —observó Jac al pasearse fascinada por la sala—. No son personas, al menos al principio. ¿Verdad que no? Solo es un gran diseño.

Intercalados entre los huesos había algunas lápidas agrietadas. La mayoría correspondían al siglo
XVIII
. Era donde se habían depositado los detritos de los cementerios de la superficie, junto con los restos calcificados que en otros tiempos identificaban.

—Yo he pasado tanto tiempo en tumbas… Pero hay algo a lo que nunca me acostumbro: a que haya tanta gente silenciada, cuyos nombres no sabremos —dijo Griffin.

—Yo, de pequeña —dijo Jac—, siempre acompañaba a mi abuela cuando iba a cuidar las tumbas de sus familiares. Una vez al mes llevaba a sus padres ramos de flores frescas o gaulteria, y un tallo, uno solo, a un bebé que se le había muerto a la semana de nacer. Un día me di cuenta de que no había lápidas de antes de 1860, y ella me explicó que todos los cadáveres anteriores los habían echado a las catacumbas. —Frente a Jac se alineaban hileras y más hileras de huesos, muertos antiguos; y cuanto más miraba, más veía: en uno de los cráneos, un orificio de bala; en otro, una gran fisura. Un cráneo partido—. Los echaron aquí.

Se oía un goteo lejano, lento y metódico. Jac se imaginó que oía en su ritmo el nombre de la mujer de su alucinación: Ma-rie-Ma-rie-Ma-rie…

Después, otro ruido.

No estaba segura de su procedencia. Parecía que lo tuvieran encima, o a su alrededor.

Miró a Griffin, y cuando le iba a preguntar qué era, él se puso un dedo en los labios.

Otra vez, más fuerte que antes. Era algo más que una lluvia de guijarros. Sonaba como una caída de huesos, o un derrumbe de rocas.

40

12.49 h

Valentine iba sin prisas. William estaba en el coche, de servicio. Ella se había tomado un respiro para tratar de borrar con un paseo la cacofonía emocional que resonaba en su cabeza.

Se paró en una tiendecita de alimentación donde compró dos manzanas y dos plátanos, una botella de agua de un litro y cigarrillos, su debilidad.

Al salir de la tienda, prestó atención al ruido de la calle, y a los retazos de conversación. Intentaba fijarse en el ir y venir de los demás, fingiendo durante unos minutos no estar tensa, ni ansiosa, y no tener miedo al fracaso; no echar de menor a François, y estar convencida de que podía hacerse cargo por sí sola de la hercúlea tarea de llevar la misión, una misión que se había vuelto personal.

Cada vez que pasaba junto a un escaparate, comprobaba que no la estuvieran siguiendo. No es que se lo esperase, pero tampoco bajaba la guardia.

Al otro lado, algunos la miraban distraídamente, en algunos casos con curiosidad, pero en el fondo no la veían. Lo que les llamaba la atención era su aspecto, que les privaba de fijarse en sus rasgos distintivos.

El uniforme, trabajado durante años, estaba calculado con el punto justo de malicia para que la gente que se fijaba en ella no fuera más allá del disfraz: pelo negro y lustroso hasta los hombros, flequillo, gafas de sol negras exageradamente grandes que escondían la mitad de su cara (y que de noche sustituía por otras, no menos exageradas, de cristales tintados, pese a tener una vista de diez sobre diez), vaqueros azules ajustados, botas de cuero hasta las rodillas, camiseta blanca o negra, sin sujetador, que dibujaba los pezones… En función del clima, disponía de dos chaquetas de cuero gastado: una de tipo blazer, beis, requisada hacía años del armario de François, con dobles bolsillos dentro y fuera, y una bomber negra de una tienda de segunda mano, con una docena de bolsillos. Las manos siempre tenían que estar fuera. Llevaba un cinturón, del que colgaba su cuchillo por detrás, y que ella sentía, invisible bajo la chaqueta; y dentro de la bota derecha, una pistola.

Marcó el código y cruzó la puerta. William estaba donde le había dejado, sentado en el coche aparcado.

—¿Ha pasado algo mientras estaba fuera? —preguntó ella.

—Música. Ruidos de cocina. Un soserío de narices.

Por la mañana, los dos habían seguido al Citroën hasta el café, y mientras Griffin y Jac desayunaban, Valentine había logrado poner un GPS por debajo del coche. Había sido simple rutina: primero fue a una panadería y compró unos cruasanes, luego bajó por la calle donde habían aparcado el Citroën, y justo al llegar a la altura del coche hizo ver que tropezaba y que se le caía el bolso. Al agacharse para recogerlo, tendió el brazo…
et voilà
, hecho.

El maldito aparato, sin embargo, solo les había ayudado a seguir el coche hasta un aparcamiento usado por un complejo de tiendas. Demasiadas tiendas. Había sido imposible saber en cuál entraban y qué compraban.

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