El libro de las fragancias perdidas (11 page)

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Authors: M. J. Rose

Tags: #Intriga, #Romántico

BOOK: El libro de las fragancias perdidas
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Razón de más para querer tanto a su niña, y estar preocupado por cómo la afectaría el divorcio. Protegerla del todo era imposible, por supuesto, pero tampoco tenía por qué ser él quien le oscureciera la vida… Si rompían con Therese, Griffin no abandonaría a Elsie como le había abandonado su padre a él, pero el resultado tampoco sería tan distinto.

Al lado de la caja había un librito con la historia de la tienda en cinco idiomas. Maison des Poupées llevaba más de cien años en el mismo sitio. En Europa se observaba un mayor respeto a los ritos y las instituciones; no se veneraba tanto lo nuevo como en su país.

Su país…

En fin, se dijo con tristeza; casi ha funcionado. Pese a haber logrado distraerse pensando en lo efímero del universo, al final acababa pensando otra vez en su hijita.

Griffin se había resistido a la paternidad, y no hacían falta años de psicoterapia para entender la razón; pero al temor de repetir los errores de su padre se añadía, en su caso, otra preocupación: Therese no quería irse a vivir a ningún otro sitio, mientras que él tenía el compromiso de pasar al menos cinco meses al año en Egipto. Si sus temporadas fuera del país ponían a prueba la vida conyugal, ¿cuánto más no la pondrían a prueba con un hijo de por medio? Así y todo, Therese había perseverado y, con el tiempo, salido victoriosa.

Desde sus primeros días como padre, Griffin había quedado sorprendido por la intensidad de sus sentimientos hacia Elsie. Le decía a Therese que era como pasearse con el corazón fuera del cuerpo.

La dependienta salió de la trastienda con una caja grande de regalo.


Voilà
, monsieur North —dijo al entregarle el paquete, muy bien envuelto.

Griffin dejó dicho que se lo enviaran por la tarde a su hotel, el Montalembert. Después caminó tres manzanas estrechas hasta la rue des Saints-Pères, donde entre dos tiendas de antigüedades se encontraba L’Etoile Parfums.

Durante sus veranos con Robbie y Jac en Francia, la abuela L’Etoile le había contado anécdotas sobre la historia de la familia que se remontaban hasta el París de antes de la revolución, y hasta Jean-Louis, el guantero que había aprendido a hacer fragancias para perfumar el cuero que vendía en el mismo edificio. Al abrir la puerta de la calle, oyó la curiosa campanilla que anunciaba su presencia. ¿Sería la misma que había sonado en vida de Jean-Louis?

Lucille, la encargada, le dio los buenos días, dejando de leer una revista. Con lo moderna que iba, con un vestido enteramente negro, zapatos negros de tacón y bufanda negra, contrastaba mucho con la tienda, que era del siglo
XVIII
: espejos antiguos y manchados en toda la extensión de las paredes, y espejos también en el techo, mientras que las esquinas estaban adornadas con rosados angelotes y flores, en un estilo Fragonard de colores pastel. Las cuatro mesitas Luis
XIV
distribuidas por la sala eran originales, al igual que las sillas, tapizadas de terciopelo verde aguacate, y las vitrinas de cristal y palisandro, llenas de objetos antiguos relacionados con la perfumería. En las estanterías de espejo se alineaban frascos de gran tamaño (frascos facticios, los llamaba Robbie) con las cuarenta fragancias de la casa, las más importantes en la parte delantera y central. Blanc, Vert, Rouge y Noir, creados todos entre 1919 y 1922, seguían estando considerados entre los mejores perfumes de todo el sector, a la altura de clásicos como Chanel N.º 5, Shalimar y Mitsouko.

Tras decirle a Griffin que Robbie le esperaba, Lucille empujó uno de los paneles de espejo que había en las paredes. Griffin cruzó la puerta falsa y recorrió rápidamente el pasillo secreto que unía la tienda al taller; un pasillo estrecho, oscuro y sin adornos, pobre en contraste con los dos ámbitos que conectaba.

Llamó a la puerta.


Entrez.

La abrió.

Pese a llevar cuatro días trabajando con Robbie, volvió a impresionarle aquel taller varias veces centenario. Era como penetrar en un caleidoscopio de luces y olores: miles de frascos de sustancias cuyos reflejos, en todos los matices posibles de amarillo, ámbar, verde y marrón, chispeaban al sol de la mañana.

Dos cristaleras lo comunicaban con un patio de una exuberancia vegetal casi excesiva; hermoso panorama, hasta que al prestar más atención se daba uno cuenta de que en el marco de la puerta se había descascarillado la pintura, y de que a las flores y frondosos árboles del exterior les hacía mucha falta un jardinero.

Robbie estaba sentado, leyendo algo en la pantalla del ordenador y dando golpes con el pie en el suelo, nervioso y ceñudo.

—¿Qué pasa? —le preguntó Griffin.

Ni siquiera la crisis a la que se enfrentaba había hecho perder la calma a Robbie, que manejaba sus problemas con una ecuanimidad que a Griffin le parecía no solo admirable, sino inverosímil. Era la primera vez que veía a su amigo nervioso de verdad.

—Me han enviado el análisis químico de los trozos de cerámica.

—¿Han podido identificar alguno de los ingredientes?

—Sí. —Robbie señaló la pantalla—. Han encontrado impregnadas en la arcilla trazas de seis esencias, como mínimo. Solo tres son identificables, y son las tres que ya me suponía.

—¿Por qué no pueden identificar las demás?

—Porque no coinciden con ningún perfil químico de los que tienen en su base de datos. Es posible que se hayan corrompido los ingredientes y que ya no se puedan reconocer; también puede ser que entre la arcilla y la cera hubiera algún tipo de revestimiento metálico que modificara los depósitos químicos, y que haya contaminado los análisis. Otra posibilidad es que los ingredientes se hayan extinguido.

—Maldita sea.

Griffin, como Robbie, tenía puesta su esperanza en otro desenlace. Cogió una silla y se sentó al otro lado del gran escritorio compartido, que era su espacio de trabajo temporal mientras estaba en París.

Según Robbie, desde aquella mesa habían gestionado sus negocios todos los directores de Casa L’Etoile a partir de 1780. A Griffin le impresionaba aquel tipo de continuidad. La historia, para él, era reconfortante. Desde una perspectiva temporal, lo que perdiera un individuo en el transcurso de una sola vida carecía de importancia, y Griffin daba mucha importancia a la perspectiva: dependía de ella, y era lo que más podía centrarle.

—No te preocupes —dijo Robbie, poniéndose de pie, con un optimismo indicativo de que ya empezaba a animarse—. Diga lo que diga su aparato de GC-MS, averiguaremos de qué ingredientes se trata.

Cruzó la sala y se detuvo ante un bodegón de rosas y lirios dentro de un jarrón de porcelana, con un marco muy decorado. Tiró de él, como si de un botiquín se tratase, y dejó a la vista una caja fuerte a la antigua. Giró el disco: primero a la derecha, después a la izquierda, y otra vez a la derecha.

El viernes, al mandar el fragmento de cerámica al laboratorio, le había explicado a Griffin que los GC-MS (o cromatógrafos de gases con detector de masa) solían usarse para la detección de drogas, el análisis medioambiental y las investigaciones sobre explosivos. En el sector del perfume, aquel instrumento tan complejo se utilizaba para estudiar los perfumes de la competencia: solo tardaba unos días en descomponer una fórmula rival cuya creación había exigido meses.

Robbie sacó de la caja fuerte una bandeja de joyero forrada de terciopelo negro. Después devolvió el cuadro en su sitio, y regresó con suma precaución para depositar la bandeja frente a Griffin.

Los trozos de cerámica estaban muy separados entre sí, como si fueran gemas de altísimo valor.

—La respuesta tiene que estar en la parte de la inscripción que aún no has traducido —dijo.

—Todo es posible.

Griffin abrió su maletín para sacar su cuaderno de notas, sus gafas y una pluma estilográfica de laca negra. Tenía un ordenador portátil y un móvil con capacidad para grabar vídeos, pero en aquella fase del trabajo prefería el flujo de la tinta negra sobre el blanco impoluto de las páginas de una agenda Moleskine encuadernada en negro, como las que compraba desde hacía años. A falta de rituales paternos que imitar, se había inventado algunos propios.

Estudiaron los fragmentos de cerámica blanca vidriada, cuyo tamaño oscilaba entre el de una simple esquirla y los cuatro centímetros de longitud. Todos estaban decorados con dibujos de colores turquesa y coral, y jeroglíficos negros.

Desde que estaba en París, Griffin había conseguido encajar más de la mitad de los fragmentos, y podía afirmar que la vasija rota era del período ptolemaico, aproximadamente del 323 al 30 a.C. Gracias a la traducción de veintiocho palabras en egipcio, había descubierto un relato del que no hallaba referencias en ninguna base de datos
on-line
; y si bien le quedaban por visitar algunas bibliotecas, dudaba que fuera a encontrar citas más específicas.

El relato hablaba de dos enamorados que en el momento del sepelio portaban cada uno una vasija en las manos para llevársela al más allá. Una vez reencarnados, la fragancia les ayudaría a reencontrarse, y así sus lazos se irían renovando a través de las distintas épocas.

No cabía duda de que el más allá formaba parte de la religión egipcia. Sobre la aceptación por esta última de la teoría de la reencarnación, por el contrario, había disparidad de opiniones.

El nombre del faraón Amenemhat I significaba «el que repite los nacimientos», y el del faraón Senusert I, «aquel cuyos nacimientos viven». En la
XIX
dinastía, el nombre espiritual (o nombre ka) de Setekhy I era «repetidor de nacimientos». Aun así, la mayoría de los expertos en religiones comparadas eran del parecer de que esos apelativos se referían al renacimiento del alma en el otro mundo, el más allá, no en nacer de nuevo en este mundo.

Griffin sabía que ciertas partes del
Libro de los muertos
egipcio admitían una traducción de sesgo favorable a la reencarnación, pero él nunca había visto pruebas concluyentes de que los antiguos egipcios previeran renacer como seres humanos en la tierra. Aun así, su teoría era que en los años finales de la última gran dinastía había existido una sólida fe en la reencarnación.

El primer gobernante ptolemaico de Egipto procedía de Grecia, y por eso todos los reyes y reinas que le sucedieron a lo largo de trescientos años, incluida Cleopatra, no solo hablaban su idioma materno, sino que estudiaron la historia y la filosofía griegas, señal de que debían de conocer las enseñanzas de Pitágoras, gran defensor de la reencarnación.

Siguiendo la misma lógica, era más que posible que hubiera adquirido popularidad el concepto de que el alma renacía en otro cuerpo. Aquellas piezas de cerámica podían ser la prueba tangible.

Griffin estaba seguro de que si encontraba pruebas, su teoría captaría la atención de la comunidad académica, pero ¿bastaría esa atención para limpiar su buen nombre?

Un año antes, había publicado un libro que retrotraía algunos textos del Antiguo Testamento a determinadas referencias del
Libro de los muertos
egipcio; un estudio polémico, y con mejores ventas que los áridos tomos que publicaban su padrino, el prestigioso egiptólogo Thomas Woods, y muchos de sus colegas. La alegría de Griffin por la resonancia de su obra solo se había truncado al acusarle de plagio la editorial de Woods.

Hasta el momento de la acusación, Griffin no se había dado cuenta de que la edición impresa dejaba fuera las atribuciones incluidas en su manuscrito. El error se les había pasado a todos por alto: al corrector de estilo, al de pruebas y al propio Griffin. Sin saber cómo, se habían borrado en el proceso de edición.

Aunque mostrase el manuscrito, y aunque la acusación fuera desestimada, el daño estaba hecho, y fue un infierno. Griffin ya había pasado por otra acusación de plagio, en la época de su posgrado, y además de estar a punto de dejarle sin su título, le había costado a la mujer amada.

Ahora tenía que pasar otra vez por lo mismo.

Podría haberlo superado intacto de no haber visto la duda en los ojos de su esposa; la misma duda vista en los de Jac, años antes.

Le dijo a Therese que quería separarse.

Griffin se pasó el resto de la mañana tratando de encajar uno por uno los fragmentos. Una vez unidas tres nuevas piezas, escrutó los jeroglíficos en busca de su significado: cotejaba cada palabra con la anterior, rechazaba determinadas elecciones, encontraba interpretaciones alternativas, repetía el cotejo…

Durante el trabajo se dio cuenta de que le iban rodeando olores que se fundían y mezclaban en fragancias.

—¿Qué preparas? Aquí dentro empieza a oler a tumba vieja.

—Me lo tomaré como un cumplido —dijo Robbie, señalando una docena de frascos encima de la mesa.

Cada uno contenía algunos centímetros de líquido, con matices de ámbar que iban desde el amarillo claro al caoba oscuro. El sol que entraba por las cristaleras hacía bailar manchas de colores, juego visual no menos intrigante que la mezcla de olores almizclados.

—Intento acumular todas las esencias y absolutos que sabemos que usaban los antiguos egipcios, y que aún se pueden conseguir. Quiero estar preparado para cuando encuentres la lista de ingredientes.

—Si la encuentro —le interrumpió Griffin.

—Cuando la encuentres —le corrigió enfáticamente Robbie.

Su entusiasmo era tan contagioso como siempre. Griffin aún le recordaba con trece años de edad, hurgando entre las ruinas por el sur de Francia, en el Languedoc. Era una mañana calurosa de agosto. Habían estado explorando los restos de un castillo desde muy temprano. Bruscamente, Robbie dio un grito de victoria y un salto, y así se quedó el muchacho durante unas décimas de segundo: con los brazos abiertos, recortado contra el sol, en una postura exultante.

Había encontrado una hebilla abollada que llevaba grabada una paloma, y estaba seguro de que se trataba de una reliquia cátara. Estaba tan emocionado, tan seguro, que más tarde Griffin no se sorprendió de que un experto confirmara la procedencia del objeto y lo fechase a principios del siglo XIII.

Poco antes de la una del mediodía sonó el móvil de Griffin, que al mirar la identificación vio que era Malachai Samuels. Atendió la llamada.

—Tu hermana ha rechazado su oferta —le dijo a Robbie después de colgar.

—Me decepciona, pero no me sorprende. Desde que se murió mi madre, nadie ha conseguido volver a meterla en un taller. Yo pensaba que al menos un antiguo mito sobre la reencarnación la tentaría…

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