Entonces, se encontró de repente en el enorme cañón que albergaba la torre de piedra. La niebla en ese lugar también era muy espesa. La base de la torre estaba rodeada de una niebla gris espeluznante.
Pero Race no se lo pensó dos veces. Vio el sendero en espiral a su izquierda y se apresuró a subir por él.
En el pueblo, Renée Becker observaba atemorizada lo que estaba ocurriendo en el exterior a través de las estrechas ventanillas del todoterreno.
Cerca de treinta soldados nazis estaban destrozando el pueblo. Llevaban sofisticados trajes de combate: uniformes antibalas, cascos tácticos de kevlar y, por supuesto, pasamontañas negros. Y se movían con determinación, como un equipo de asalto bien entrenado y preparado.
Renée vio que uno de los nazis se dirigía hacia el centro de la calle principal y se quitaba el casco. A continuación, el hombre se quitó el pasamontañas y observó la zona circundante.
Los ojos de Renée se abrieron como platos.
Aunque había visto su foto mil veces en los carteles de «Los más buscados», el hecho de verlo allí, en ese lugar, en persona, le hizo estremecerse de terror.
Estaba contemplando a Heinrich Anistaze.
Sin articular palabra, Anistaze hizo una «V» con sus dedos y señaló en dirección al todoterreno.
Ya antes una docena de hombres armados con sus G-11habían pasado al lado del vehículo para dirigirse al sendero que conducía a la fisura y al templo.
Ahora seis más se dirigieron hacia él, mientras los doce restantes ocupaban posiciones defensivas alrededor del perímetro del pueblo.
Dos hombres, sin embargo, permanecieron en un rincón del pueblo custodiando el dispositivo que interfería las comunicaciones por radio.
Era una unidad del tamaño de una mochila que se conocía por el nombre de generador de pulsos. Un generador de pulsos que interfería las señales por radio de los enemigos emitiendo un pulso electromagnético, O PEM, controlado.
Se trataba de un dispositivo bastante excepcional. Por lo general, un pulso electromagnético afecta a cualquier cosa que tenga una CPU, es decir, ordenadores, televisiones, sistemas de comunicación… Ese pulso es un PEM «incontrolado». Al controlar la frecuencia de su pulso, sin embargo, y asegurarse de que sus radios estaban sintonizadas en frecuencias por encima del mismo, los nazis eran capaces de interferir en los sistemas de radio de sus enemigos manteniendo intactas sus propias comunicaciones.
Tal como estaban haciendo ahora.
Los seis nazis llegaron al todoterreno y vieron que todas las ventanillas y las puertas estaban cerradas.
Dentro del vehículo, Nash, Schroeder y Renée estaban cada uno en un rincón, acurrucados, conteniendo la respiración.
Los Soldados de Asalto no perdieron un instante.
Se agacharon y comenzaron a colocar explosivos debajo del vehículo blindado.
Race corrió.
Corrió y corrió, subiendo el largo y curvo sendero que conducía hasta el templo.
Las piernas le palpitaban del esfuerzo. Su corazón latía agitadamente.
Llegó al puente de cuerda. Lo cruzó y se apresuró a subir los peldaños de piedra que conducían al templo.
Race se abrió paso por entre las hojas de los helechos hasta llegar al claro que se encontraba ante el portal del templo.
El claro estaba completamente desierto.
No había ningún animal, ni hombre ni felino, a la vista.
El portal del templo, abierto, se alzaba entre la niebla ante Race. Las escaleras que conducían al interior del templo estaban envueltas en sombras.
«
No entrar bajo ningún concepto
.
La muerte acecha dentro
.»Race colocó su M-16 en posición de disparo, encendió la linterna del cañón y se acercó con cuidado al portal. Se quedó en la puerta de piedra, rodeado por las terroríficas tallas de los
rapas
y los humanos agonizantes, y después miró a la oscura escalera descendente.
—¡Van Lewen! —dijo entre dientes—. ¡Van Lewen! ¿Está ahí dentro?
No obtuvo ninguna respuesta.
Bajó un peldaño de la escalera mientras sostenía con torpeza el arma.
Fue entonces cuando oyó la contestación.
Un lento y largo gruñido, proveniente de algún lugar del interior del templo.
Oh, Dios mío.
Race sostuvo el arma más fuertemente, contuvo la respiración y bajó otro peldaño.
Diez peldaños más y se encontró en un oscuro pasillo de piedra que descendía a su derecha en espiral, formando una amplia curva.
Vio un pequeño nicho en la pared y dirigió la luz de su linterna para ver de qué se trataba.
Su mirada se tropezó con la imagen de un esqueleto destrozado.
La parte trasera de su cráneo había sido aplastada hacia el interior y le faltaba un brazo. Su boca estaba abierta, como en un horripilante grito que había quedado congelado en el tiempo. Llevaba un chaleco de cuero antiguo.
Race, horrorizado, dio un paso atrás.
Entonces vio que algo colgaba de su cuello. Tan solo lo percibió, pues estaba escondido entre las vértebras llenas de mugre y polvo del esqueleto. Se acercó para ver de qué se trataba.
Era una especie de collar de cuero.
Race tocó la fina tira de cuero y la giró con cuidado para ver qué objeto pendía de la misma. Unos segundos después, una deslumbrante esmeralda verde, atada a la tira de cuero, apareció tras el cuello del esqueleto.
A Race le dio un vuelco el corazón. Conocía ese colgante de esmeralda. Acababa de leer hacía poco sobre él.
Era el collar de Renco.
El collar que la alta sacerdotisa del Coricancha le había dado la noche en que había sacado el ídolo de Cuzco.
Race miró de nuevo el esqueleto horrorizado.
Renco.
Race le sacó el collar por la cabeza y lo sostuvo entre sus manos.
Se quedó unos instantes pensando en Renco y entonces recordó algo que él mismo le había dicho a Frank Nash no hacía tanto tiempo.
«De algún modo, Renco y Santiago lograron engatusar a los felinos para que regresaran al templo al mismo tiempo que colocaron el ídolo allí. »Race tragó saliva. ¿Había conducido Renco a los felinos de nuevo al interior del templo mojando el ídolo y portándolo consigo?
Miró con horror lo que quedaba del esqueleto.
Así era entonces como había acabado Renco.
Así era como acababan los héroes.
Se colocó con solemnidad el collar alrededor de su cuello.
—Cuídate, Renco —dijo en voz alta.
Justo en ese momento una luz blanca iluminó el rostro de Race. Se giró con los ojos abiertos de par en par, como un animal cegado por los faros de un coche, y se encontró con las caras de Cochrane, Van Lewen y Reichart, que salían de la oscuridad de las entrañas del templo.
Reichart llevaba algo envuelto en una tela de color púrpura hecha jirones.
Cochrane rozó a Race al pasar y le bajó el M-16.
—¿Por qué no bajas esa puta arma antes de que mates a alguien?
Reichart se detuvo delante de Race y le sonrió mientras sostenía en sus manos un objeto, el objeto envuelto en la tela color púrpura.
—Lo tenemos —dijo.
Reichart desenvolvió rápidamente el objeto de la tela y Race, por vez primera, lo vio.
El ídolo inca.
El Espíritu del Pueblo.
Al igual que el tótem de piedra que había visto en la selva, el Espíritu del Pueblo parecía infinitamente más siniestro al natural que como se lo había imaginado.
Medía cerca de treinta centímetros y tenía la forma (un tanto rudimentaria) de una caja de zapatos. En la parte delantera de la piedra, sin embargo, habían tallado la cabeza de un
rapa
; el
rapa
más feroz y furioso que había visto jamás.
Gruñía con fiereza, con sus fauces abiertas de par en par y sus dientes afilados, listos para mutilar y matar.
Lo que más impactó a Race, sin embargo, fue lo real que parecía. La combinación de la destreza de la talla y la inusual naturaleza de la piedra hacían que pareciera como si el
rapa
hubiera quedado aprisionado dentro de la brillante piedra negra y púrpura y estuviera intentando con todas sus fuerzas salir de allí.
La piedra, pensó Race mientras observaba las finas vetas púrpura que atravesaban el rostro del
rapa
, le daba una nueva dimensión de ira y malevolencia.
El tirio.
Si los incas hubiesen sabido lo que estaban comenzando cuando tallaron el ídolo
, pensó.
Reichart volvió a cubrir rápidamente con la tela el ídolo y los cuatro se apresuraron hacia la entrada del templo.
—¿Qué coño estás haciendo aquí? —le espetó Cochrane cuando llegaron al portal.
—Nash me ha enviado para decirles que los nazis están en el pueblo. Han interferido nuestras comunicaciones por radio así que no podíamos establecer contacto. Están enviando a sus hombres a la torre. Nash me ha dicho que no bajemos al pueblo, sino que busquemos otra forma de salir de aquí y nos pongamos en contacto con el equipo de apoyo aéreo para que nos recojan en algún punto de las montañas…
En ese momento, una ráfaga de disparos estalló a su alrededor. Los cuatro se agacharon rápidamente cuando unos disparos devastadores hicieron trizasel marco del portal, destrozando los sólidos muros de piedra como si estuvieran hechos de yeso.
Race se giró y vio a doce soldados nazis que disparaban sus G-11apostados tras los árboles que flanqueaban el claro.
Cochrane les devolvió el fuego guarecido tras el portal. Van Lewen hizo lo mismo. El estallido de los M-16 sonaba casi lastimoso comparado con el zumbido incesante de sus avanzados G-11.
Race también intentó devolver el fuego de los nazis, pero cuando apretó el gatillo de su M-16 no pasó nada.
Cochrane lo vio, se acercó y tiró de un resorte en forma de «T» que tenía el fusil de Race.
—Por Dios, eres más inútil que un sacerdote en una casa de putas —le gritó Cochrane.
Race apretó el gatillo de nuevo y, esta vez, su M-16 arrojó una ráfaga de disparos con un retroceso tal que casi le disloca el hombro.
—¿Qué demonios vamos a hacer? —gritó Reichart por encima del fuego cruzado.
—¡No podemos quedarnos aquí! —gritó Van Lewen—. Tenemos que volver al puente de cuerda…
En ese momento se oyó un estruendo por encima de sus cabezas.
Race alzó la vista justo en el preciso momento en que un Mosquito MD-500 negro surgió de la niebla que se alzaba ante ellos. Su rugido sobre la cima de la torre fue ensordecedor.
El Mosquito era un helicóptero de ataque mucho más pequeño que un Apache o un Comanche, pero lo que le faltaba de potencia de fuego lo suplía con su velocidad y su maniobrabilidad.
Su apodo se debía al parecido que guardaba con ciertos miembros del mundo de los insectos. Sus cristales delanteros se parecían a los ojos hemisféricos de una abeja y sus dos puntales de aterrizaje a las patas alargadas de un mosquito.
El Mosquito lanzó una ráfaga de disparos desde sus dos cañones laterales que impactaron en el terreno embarrado de delante de la entrada del templo.
—¡Esto cada vez se pone peor! —gritó Race.
En el pueblo, los explosivos que los nazis habían colocado debajo del todoterreno estallaron.
Una bola de fuego estalló bajo el vehículo de ocho ruedas, levantándolo tres metros por encima del terreno embarrado, hasta que el todoterreno cayó de lado al suelo.
En su interior se desató el caos.
Tan pronto como habían oído a los nazis colocar los explosivos, Nash, Renée y Schroeder se habían apiñado en los asientos, colocado los cinturones y sujetado los unos a los otros.
Ahora, todavía sujetos con los cinturones, pendían de los asientos.
Pero lo importante era que el todoterreno había resistido.
Por el momento.
Doogie
Kennedy observaba temeroso la escena desde el techo de la ciudadela.
Había visto el pueblo, envuelto en niebla y tinieblas, y cómo una docena de soldados nazis habían aparecido en intervalos regulares de entre esta con sus G-11en ristre.
Acababa de ver cómo habían hecho explosionar el todoterreno. Dio gracias a Dios por que los nazis no se hubieran dado cuenta de que había más miembros del equipo de Nash dentro de la ciudadela. Sus muros no habrían podido sobrevivir a semejante explosión.
De repente, escuchó un grito, a alguien que ordenaba algo en alemán.
Doogie no sabía demasiado alemán, así que desconocía el significado de casi todas esas palabras. Pero, entre todo el barullo, escuchó dos palabras que sí conocía: «
das Sprengkommando
».
Doogie se quedó helado al oírlas. Después se giró horrorizado cuando vio a cuatro soldados nazis dirigirse a toda prisa hacia el río.
No sabía demasiado alemán, pero una temporada en un complejo de misiles de la otan a las afueras de Hamburgo le había proporcionado un vocabulario básico de los términos militares alemanes más comunes.
Das Sprengkommando
era uno de ellos.
Significaba «equipo de demolición».
Apostado tras el portal del templo, Van Lewen lanzó una granada con el lanzagranadas M-203 que su M-16 llevaba incorporado. Un segundo después, la granada explotó en los árboles cercanos a las posiciones nazis, convirtiendo la zona en un caos de barro y hojas.
—¡Sargento! —gritó Cochrane.
—¿Qué?
—Estamos jodidos. No podemos seguir así. Tienen demasiada artillería. Se quedarán fuera de nuestros objetivos hasta que nos quedemos sin munición y entonces estaremos atrapados en este puto templo. ¡Tenemos que salir de esta roca!
—¡Estoy abierto a todo tipo de sugerencias! —gritó Van Lewen.
—Usted es el sargento, sargento —le respondió Cochrane.
—Bien. De acuerdo. —Van Lewen frunció el ceño. Meditó la situación unos instantes y después dijo:
—La única forma de salir de esta torre es por el puente de cuerda, ¿no?
—Sí —respondió Reichart.
—Entonces, tenemos que llegar como sea al puente, ¿cierto?
—Cierto.
Van Lewen dijo:
—Propongo que nos dirijamos a la parte posterior del templo y bajemos hasta el borde de la cima de la torre. Entonces nos abrimos camino a machetazos por entre el follaje hasta el puente de cuerda. Cruzamos el puente y lo dejamos caer una vez lo hayamos atravesado, dejando a esos cabrones atrapados en la torre.
—Parece un buen plan —gritó Reichart.