Los gritos cesaron segundos después, cuando se escuchó un impacto terrible contra la base del cañón.
Instantes después me encontraba de vuelta en el claro con el ídolo.
Gracias a la luz de las antorchas que yacían desparramadas por el claro, vi cómo los
rapas
se abalanzaban sobre los conquistadores muertos y se atiborraban de carne humana fresca. Sus yelmos plateados estaban en el suelo, relucientes bajo la luz de las antorchas.
Fue entonces cuando vi a Renco y a Lena y a tres de los guerreros incas en el portal, armados con espadas y mosquetes: los únicos supervivientes de la matanza, gracias en gran parte a su destreza con la espada y a la orina de mono que los cubría. Parecían estar buscando algo. El ídolo, sin duda.
—¡Renco! —grité—. ¡Lena!
Me arrepentí al instante de haber gritado.
Uno de los
rapas
que estaban en el suelo alzó la vista inmediatamente para ver qué había sido ese grito que había interrumpido su festín.
La enorme bestia se incorporó y me miró.
Otro felino, que estaba más alejado, hizo lo mismo.
Y otro, y luego otro.
La manada de descomunales felinos formó un círculo a mi alrededor. Mantenían las cabezas gachas y las orejas replegadas.
Renco se volvió y vio el apuro en el que me encontraba. Pero estaba demasiado lejos como para poder ayudarme.
Me pregunté por qué la orina de mono ya no mantenía a los felinos a raya. Quizá el olor había perdido intensidad durante mi enfrentamiento con el conquistador anciano en el interior del templo o quizá había ocurrido cuando había caído al suelo tras ser disparado por Hernando.
Fuere como fuere, pensé que ese era el final.
El primer
rapa
tensó todo su cuerpo y se preparó para atacar. Y entonces…
La primera gota de agua golpeó mi cabeza. Poco después cayó una segunda gota y después una tercera, y una cuarta.
Y entonces, como un regalo del Señor, el cielo se abrió y la lluvia comenzó a caer.
¡Cómo llovía! Llovía a cántaros, gruesas gotas de agua que martilleaban la torre de piedra con una fuerza enorme, golpeando mi cabeza, golpeando el ídolo.
En ese momento, gracias a Dios, el ídolo comenzó a emitir su zumbido.
La melodía calmó a los felinos al instante.
Se quedaron mirando al ídolo que sostenía en mis manos ladeando la cabeza como respuesta a su melodioso y agudo zumbido.
Renco, Lena y los tres guerreros incas se acercaron a donde me encontraba, protegiendo las antorchas de la lluvia y esquivando a los embelesados
rapas
.
Vi que Renco tenía el ídolo falso de Bassario en las manos.
—Gracias, Alberto —dijo cogiendo el ídolo auténtico de mis manos—. Creo que ahora debo portarlo yo.
A su lado, Lena me sonrió. Su preciosa piel aceitunada centelleaba con la lluvia.
—Así que ha derrotado al gran comedor de oro para salvar a nuestro ídolo —dijo—. ¿Hay algo que no pueda hacer, mi valeroso héroe?
Mientras pronunciaba esas palabras, Lena se inclinó y me besó con dulzura en los labios. El corazón estuvo a punto de salírseme del pecho cuando sus labios tocaron los míos. Las piernas me fallaron. Casi me desvanezco de tan deliciosa caricia.
Una voz a mis espaldas dijo:
—Vaya, vaya, monje. Pensaba que no se os permitían esas cosas.
Me volví y vi a Bassario en los escalones de piedra con el arco cruzado sobre los hombros, sonriendo de oreja a oreja.
—Nos reservamos el derecho a hacer excepciones —dije.
Bassario se echó a reír.
Renco se volvió para mirarlo.
—Gracias por regresar para ayudarnos, Bassario. Tus flechas salvaron nuestras vidas. ¿Qué te hizo volver?
Bassario se encogió de hombros.
—Cuando llegué a la catarata al final del
quenkovi
a los comedores de oro aproximarse desde el otro lado del río. Entonces supuse que si por algún milagro lograbais sobrevivir a esto, la gente cantaría canciones sobre vosotros. Decidí que yo también quería ser parte de esas canciones. Ser recordado por algo más que por deshonrar el nombre de mi familia y, al mismo tiempo, lograr limpiar su nombre:
—Has logrado ambas cosas —dijo Renco—. De veras. Ahora, sin embargo, ¿podría rogar tu indulgencia una vez más y pedirte un último favor?
Mientras hablaba, con una antorcha en una mano y los dos ídolos con la otra, comenzó a alejarse del resto de nosotros y se dirigió bajo la lluvia hacia el portal. De camino al templo, cogió la vejiga de llama del lugar donde había caído durante la batalla y esperó a que se llenara con el agua de la lluvia.
Los felinos comenzaron a seguirlo inmediatamente o, más bien, a seguir al ídolo que tenía en sus manos.
—Una vez esté dentro del templo —dijo Renco mientras caminaba—, quiero que cerréis la puerta tras de mí.
Miré a Renco y a los tres guerreros incas que estaban a mi lado.
—¿Qué va a hacer? —le dije.
—Voy a asegurarme de que nadie vuelva a hacerse con el ídolo —dijo Renco—. Lo usaré para meter a los felinos en el templo. Entonces, cuando estén todos dentro, quiero que coloquéis de nuevo la roca en el portal.
—Pero…
—Confíe en mí, Alberto —dijo con la voz calma mientras caminaba lentamente hacia el portal con la manada de
rapas
tras él—. Nos volveremos a ver. Lo prometo.
Y, con eso, Renco llegó a la entrada del templo. Los felinos se agolparon a su alrededor, ajenos a la lluvia torrencial.
Lena, Bassario, los tres guerreros y yo nos acercamos a la roca.
Renco se quedó quieto en la entrada del templo y nos miró por última vez.
Sonrió con tristeza.
—Hasta pronto, amigo —dijo.
Y entonces, entró y desapareció en la oscuridad entre la roca y el portal de piedra.
Los felinos lo siguieron al interior del templo de uno en uno.
Cuando el último felino desapareció dentro del portal, Bassario gritó:
—De acuerdo, ¡empujad!
Los seis empujamos con todas nuestras fuerzas la enorme roca.
La roca hizo un ruido sordo cuando comenzó a deslizarse por el suelo de piedra. Por suerte no tuvimos que empujar demasiado, de lo contrario no habríamos sido capaces de hacerlo con solo seis personas.
Pero Bassario y los guerreros incas eran fuertes. Y Lena y yo empujamos hasta la extenuación. Poco a poco, la roca fue colocándose en el portal cuadrangular.
Mientras procedíamos a cerrar el templo con la roca, escuché cómo el zumbido del ídolo se hacía cada vez más y más débil.
Entonces, la roca selló por completo el portal y, cuando lo hizo, ahogó el zumbido del ídolo por completo. Una gran tristeza se apoderó de mí, pues supe entonces que no volvería a ver a mi buen amigo Renco.
Antes de abandonar aquella atroz torre de piedra, hice una última cosa.
Cogí el puñal de uno de los conquistadores y grabé un mensaje en la superficie de la roca que ahora tapaba la entrada del portal. Lo grabé como advertencia para todos aquellos que contemplaran la posibilidad de abrir el templo de nuevo.
Escribí:
No entrare absoluto
.
Muerte asomarse dentro
.
AS
«No entrar bajo ningún concepto. La muerte acecha dentro.»
Muchos años han transcurrido desde que ocurrió todo aquello.
Ahora soy un hombre anciano, viejo y frágil que, sentado en el escritorio de un monasterio, escribe a la luz de las velas. Las montañas cubiertas de nieve se extienden en todas direcciones. Las montañas del Pirineo.
Después de que Renco entrara en el templo con los dos ídolos y los
rapas
, Bassario, Lena y yo regresamos a Vilcafor.
No mucho tiempo después se corrió la voz de nuestras hazañas por todo el imperio: la muerte de Hernando, el emplazamiento final del ídolo en el misterioso templo en compañía de una manada de
rapas
mortíferos.
Como era de esperar, el gobierno colonial español se inventó una farsa acerca de la muerte del hermano del gobernador, Hernando. Dijeron que había muerto de manera honorable a manos de una tribu de indígenas desconocida mientras surcaba valerosamente las aguas de algún río inexplorado de la selva. ¡Si mis compatriotas supieran la verdad!
Los incas compusieron canciones sobre nuestra aventura y, sí, esas canciones mencionaban el nombre de Bassario. Todos esos romances continuaron incluso después de la conquista española de sus tierras.
Los comedores de oro, decían los incas, podrían apropiarse de sus tierras, quemar sus casas, torturar y asesinar a su gente.
Pero nunca podrían llevarse su espíritu.
Todavía hoy desconozco qué fue lo que hizo Renco dentro del templo con los dos ídolos.
Solo puedo suponer que se anticipó sabiamente a los rumores que correrían tras nuestra victoria sobre Hernando. Al igual que Solón, Renco sabía que la gente, al oír que el ídolo se encontraba dentro del templo, iría en su búsqueda.
Imagino que colocó el ídolo falso en algún punto cercano a la entrada para que si alguien lograba entrar en el templo en busca del ídolo se encontrase primero con la falsificación.
Pero todo esto son especulaciones. No puedo saberlo con seguridad.
Nunca más volví a verlo.
Por lo que a mí respecta, no pude soportar seguir viviendo en el horror que era Nueva España. Decidí regresar a Europa.
Así que, después de despedirme de la bella Lena y del noble Bassario y con la ayuda de varios guías incas, me embarqué en una travesía por las montañas de Nueva España, rumbo al norte.
Caminé y caminé; atravesé selvas, montañas y desiertos hasta llegar finalmente a la tierra de los aztecas, la tierra que Cortés había conquistado en nombre de España algunos años atrás.
Allí logré, mediante sobornos, una plaza a bordo de un barco mercante lleno de oro robado que partía rumbo a Europa.
Llegué a Barcelona algunos meses después y desde allí viajé al monasterio, sito en lo alto de los Pirineos, un lugar alejado del mundo del rey y de sus conquistadores sedientos de sangre donde he ido envejeciendo y en el que no ha pasado una noche sin que soñara con mis aventuras en Nueva España, deseando a cada momento haber podido pasar solo un día más con mi buen amigo Renco.
Race pasó la página.
No había nada más. Ese era el final del manuscrito.
Alzó la vista y miró la cabina del Goose. Por el parabrisas del hidroavión vio las cimas afiladas de los Andes descollando delante de ellos.
Pronto llegarían a Vilcafor.
Race suspiró con tristeza al pensar en la historia que acababa de leer. Pensó en la valentía de Alberto Santiago, en el sacrificio de Renco y en la amistad que había nacido entre los dos. También pensó en los dos ídolos que se encontraban en el interior del templo.
Race reflexionó unos instantes sobre eso.
Había algo que no encajaba.
Algo en la forma en que el manuscrito terminaba, tan de repente, tan bruscamente y también, ahora que lo pensaba, algo que había visto el día anterior, cuando Lauren había usado el detector de resonancias de nucleótidos para determinar el emplazamiento del ídolo de tirio. Había algo en los resultados del detector que no le cuadraba.
Pensar en Lauren le hizo recordar la expedición de Frank Nash. Nuevos pensamientos se agolparon en su mente.
Como, por ejemplo, que Nash no era de la darpa; que estaba al frente de una unidad del Ejército que intentaba vencer al verdadero equipo de la Supernova, un equipo de la Armada, para hacerse con el ídolo de tirio; que había engañado a Race para que participara en la misión.
Race apartó esos pensamientos de su mente.
Iba a tener que pensar cómo se comportaría con Nash cuando llegaran de nuevo a Vilcafor. ¿Debería enfrentarse a él o sería mejor permanecer en silencio para que Nash no supiera cuánto sabía?
Fuere como fuere, tendría que decidirlo rápido, pues tan pronto como había terminado de leer el manuscrito, el hidroavión había inclinado el morro.
Estaban comenzando a descender.
Regresaban a Vilcafor.
El agente especial John-Paul Demonaco caminó con cuidado por la cámara acorazada, examinando la escena del crimen.
Después de que el capitán de la Armada, Aaronson, se hubiera marchado para dar luz verde al ataque a los supuestos emplazamientos de los Freedom Fighters, el otro investigador de la Armada, el comandante Tom Mitchell, le había pedido a Demonaco que echara un vistazo a la escena del crimen. Quizá él viera algo que a ellos les hubiera pasado desapercibido.
—Aaronson está equivocado, ¿no es cierto? —dijo Mitchell mientras deambulaban por la habitación.
—¿Qué quiere decir? —dijo Demonaco mientras escudriñaba el laboratorio. Resultaba bastante impresionante. Es más, era uno de los laboratorios más avanzados que jamás había visto.
—Los Freedom Fighters no han hecho esto —dijo Mitchell.
—No…, no. No han sido ellos.
—Entonces, ¿quién lo ha hecho?
Demonaco permaneció en silencio durante unos instantes.
Cuando finalmente habló, no obstante, no respondió a su pregunta.
—Hábleme más del dispositivo que la Arreada estaba construyendo aquí. Esa Supernova.
Mitchell respiró profundamente.
—Le contaré lo que sé. La Supernova es un arma termonuclear de cuarta generación. En vez de fisionar los átomos de elementos radiactivos terrestres como el uranio o el plutonio, crea una megaexplosión mediante la fisión de una masa subcrítica del tirio, un elemento no terrestre.
»La explosión causada por la fisión del átomo del tirio es tan poderosa que podría hacer desaparecer una tercera parte de la masa de la Tierra. En pocas palabras, la Supernova es la primera arma creada por el hombre capaz de destruir el planeta en el que vivimos.
—Este elemento, el tirio, dice usted que no es terrestre —dijo Demonaco—. Si no proviene de la Tierra, ¿de dónde proviene?
—Impactos de asteroides, meteoritos. Fragmentos de rocas que sobreviven el viaje a través de la atmósfera de la Tierra. Pero, por lo que sabemos, nadir ha encontrado aún una muestra viva de tirio.
—Pues creo que eso ya ha sucedido —dijo Demonaco—. Y creo saber quién ha sido.
Demonaco se explicó.
—Comandante, durante los últimos seis meses, han llegado hasta mi unidad del fbi rumores de una guerra entre los Freedom Fighters de Oklahoma y otro grupo terrorista que se hace llamar el Ejército Republicano de Texas.