Ni un segundo después, con un ruido sordo, una flecha impactó en la nariz de mi verdugo. Su rostro se cubrió de sangre y cayó al suelo.
Mientras tanto, el
rapa
que se encontraba en el portal, tras ver a la multitud agolpada en el claro y detectar otra sabrosa comida humana, soltó el ídolo y se abalanzó sobre el español más cercano. Al instante, los otros once
rapas
salieron del templo uno tras otro y comenzaron su ataque contra el grupo de conquistadores.
Castino había visto al otro verdugo caer al suelo junto a él tras ser alcanzado por la flecha y, con gesto de no entender nada, también se había detenido.
Yo sabía en qué estaba pensando.
¿Quién había disparado la flecha? ¿Y desde dónde?
Castino decidió que le daría respuesta a esas preguntas después, cuando hubiera matado a Renco.
Levantó de nuevo la espada y la bajó con una fuerza tremenda, momento en el que otra flecha impactó contra la empuñadura de su espada y esta salió despedida.
Menos de un segundo después, una tercera flecha surgió sibilante de algún lugar por encima de nosotros y atravesó la cuerda que atenazaba las manos de Renco, cortándola en dos y liberándolo.
Renco se puso inmediatamente en pie. Justo entonces, Castino, que ya no tenía su arma, dirigió uno de sus gigantescos puños a Renco. Renco colocó al conquistador que lo había estado inmovilizando entre el golpe inminente y él y los poderosos nudillos de Castino golpearon de lleno el rostro del conquistador, rompiéndole la nariz y aplastándola hasta la parte trasera de su cráneo. El conquistador murió en el acto.
Justo entonces otro conquistador apuntó con su mosquete a Renco y le disparó. Renco se giró y colocó al conquistador muerto delante de él, usándolo como escudo. El disparo del mosquete abrió un agujero rojo e irregular en el centro del pecho del soldado muerto.
Cuando Renco se alejó del altar para luchar contra los españoles, el conquistador que sostenía mis muñecas levantó su espada y me miró con aviesas intenciones.
Pero entonces, antes de que pudiera siquiera pestañear, la punta de una flecha surgió del centro de su rostro y el conquistador cayó boca abajo sobre el altar. Por la parte posterior de la cabeza le sobresalía una flecha.
Alcé la vista a la oscuridad que se cernía sobre mí, buscando el lugar de donde provenían esas flechas.
Y lo vi.
Vi la figura de un hombre en el borde del cañón.
Vi su silueta frente a la luna, agachado y apoyado en una rodilla con su arco extendido en posición de disparo mientras tiraba de una flecha hasta colocarla más allá de su oreja.
Era Bassario.
Di gracias a Dios y procedí a soltar mis ataduras.
Resulta imposible minimizar la matanza que en esos instantes se sucedía a mi alrededor. Aquello era un caos. El claro situado delante del templo se había convertido en un campo de batalla, en un feroz y sangriento campo de batalla.
La batalla campal se desarrollaba en cerca de doce flancos diferentes.
En el templo, los
rapas
ya habían matado a cinco de los conquistadores y ahora estaban atacando a cuatro españoles más y a sus tres rastreadores chancas.
En el claro los siete guerreros incas, a los que los
rapas
no atacaban por ir empapados de orina de mono, luchaban con los españoles restantes. Algunos de estos guerreros fueron abatidos por los disparos de los mosquetes de los españoles, mientras que otros atacaban a sus enemigos españoles con piedras o cualesquiera armas que pudieran sujetar con sus manos. A pesar de todas las muertes y derramamientos de sangre que había visto en mis viajes por Nueva España, este era el combate más brutal y primario que jamás había presenciado.
A mí lado, Renco y Castino habían cogido las espadas y estaban ahora librando la más feroz de las luchas.
Castino, que le sacaba a mi valeroso compañero al menos dos cabezas, agarró la espada con las dos manos y le lanzó a Renco una lluvia de poderosos estoques.
Pero Renco los esquivó con una mano, tal como yo le había enseñado, danzando por el barro como un esgrimista clásico español, manteniendo el equilibro mientras se replegaba hacia el follaje.
Finalmente logré liberar mi muñeca izquierda de la cuerda y me puse en pie. Fue ahí cuando me di cuento de lo aplicado que había sido mi alumno Renco. El pupilo había sobrepasado con creces al profesor.
Su destreza con la espada era deslumbrante.
Cada ataque de Castino era rápidamente sofocado por la espada de Renco.
Las dos espadas entrechocaban con una intensidad feroz.
Castino atacaba, Renco esquivaba. Castino arremetía contra él, Renco se movía de un lado a otro.
Entonces, Castino soltó una estocada endemoniada, una estocada tan rápida y feroz que habría cercenado la cabeza de cualquier hombre.
Pero no de Renco.
Sus reflejos eran demasiados rápidos. Se agachó para esquivar el ataque y en ese breve instante saltó a una roca cercana, eliminando así la diferencia de altura entre ellos, y se abalanzó en el aire contra él. Antes de que siquiera pudiera saber lo que estaba ocurriendo, vi la espada incrustada horizontalmente en el tronco de un árbol, tras el cuello de Castino.
Castino permanecía consciente, con la boca y los ojos abiertos de par en par. Instantes después, su espalda se soltó de su mano.
Y entonces todo su cuerpo cayó.
¡Renco le había cortado la cabeza!
Casi doy las gracias a Dios.
Es decir, lo habría hecho si no hubiera tenido otros asuntos de que ocuparme.
Me volví para contemplar el campo de batalla a mi alrededor.
Todavía se seguía luchando en pequeños focos dispersados por el claro, pero los únicos vencedores obvios parecían ser los
rapas
.
Fue entonces cuando vi el ídolo.
El ídolo auténtico.
Estaba en el umbral del portal, de costado, justo en el mismo lugar en el que el
rapa
lo había dejado caer de su boca instantes antes.
Con la cuerda todavía atada en la muñeca derecha, cogí una espada y una antorcha y corrí al templo, abriéndome paso entre espadas entrechocadas y gritos de los conquistadores.
Llegué al portal y caí al suelo junto al ídolo. Lo cogí en el mismo momento en que uno de los soldados españoles embistió contra mí por detrás, haciendo que ambos rodáramos por el portal y cayéramos al interior del templo.
Los dos fuimos cayendo a trompicones por unos peldaños de piedra, hacia la oscuridad del templo; una amalgama de brazos, piernas, el ídolo y la antorcha.
Llegamos al final de las escaleras y cada uno cayó en un lado. Nos encontrábamos en el interior de una especie de túnel de piedra totalmente oscuro.
Mi enemigo se puso en pie antes. En ese momento se encontraba apoyado contra una pared, delante de un pequeño nicho. Yo todavía seguía tumbado en el suelo boca arriba con el ídolo en mi regazo.
Cuando el soldado español se acercó hacia mí, vi el collar de la esmeralda alrededor de su cuello y le reconocí al instante. Era el viejo soldado que le había quitado el collar a Renco.
El viejo zorro desenfundó su espada y la levantó. Yo estaba indefenso, totalmente desprotegido.
En ese instante, con un estruendoso rugido, algo de un tamaño descomunal saltó de detrás por encima de mi cabeza y embistió contra el conquistador a una velocidad de vértigo.
Un
rapa
.
El felino golpeó al español con tal fuerza que lo lanzó al nicho situado tras él. Su cabeza se golpeó contra la pared con un sonido escalofriante y explotó, resquebrajándose como un huevo. Del agujero que se había formado en la parte posterior de su cráneo comenzaron a supurar sangre y sesos.
El viejo zorro se desplomó, pero ya estaba muerto antes de caer al suelo.
El felino se abalanzó sobre él, moviendo la cola de un lado a otro mientras lo despedazaba.
Aproveché la oportunidad, cogí el ídolo y subí las escaleras para salir del templo.
Salí a la noche, agradecido por haber escapado de la muerte una vez más.
Pero mi jolgorio duró poco. Tan pronto como salí del portal escuché un clic, un clic procedente de algún lugar a mis espaldas, seguido de un grito:
—¡Monje!
Me giré.
Y vi a Hernando Pizarro delante de mí con una pistola, apuntando a mi pecho.
Entonces, antes de que pudiera siquiera moverme, vi un destello de fuego salir del final de la pistola, escuché el estruendoso eco de la detonación y casi al mismo tiempo sentí un peso tremendo golpearse contra mi pecho. Caí hacia atrás.
Me desplomé en el suelo al instante, y ya no pude ver más que nubes, nubarrones que recorrían el cielo estrellado que se cernía sobre mí, y fue en ese momento cuando supe horrorizado que había sido alcanzado por un disparo.
Estaba tumbado boca arriba, con las mandíbulas apretadas del dolor, contemplando el cielo lleno de nubes mientras un dolor punzante y abrasador recorría mi pecho.
Hernando se inclinó hacia mí y me quitó el ídolo al que me aferraba fuertemente. Me abofeteó vengativo en el rostro y me dijo:
—Muere lentamente, monje.
Después se marchó.
Yo yacía sobre los escalones de piedra que había delante del templo, esperando a que la vida se escapara de mi cuerpo, a que el dolor se tornara insoportable.
Pero entonces, por algún motivo totalmente incomprensible, mi fuerza, en vez de desvanecerse, comenzó a retornar a mis miembros.
El dolor abrasador de mi pecho se calmó y me incorporé. Me toqué el pecho en el lugar donde la bala había hecho un agujero en mi capa.
Noté algo.
Algo blando y grueso y cuadrado. Lo saqué de la capa.
Era mi Biblia.
Mi Biblia de trescientas páginas escrita a mano y encuadernada en cuero.
En el centro había un agujero que parecía la morada de un gusano. Al final de este vi una esfera alabeada de plomo gris mate.
La bala de Hernando.
¡Mi Biblia había parado la bala!
¡Alabada sea la palabra del Señor!
Me puse en pie lleno de júbilo. Intenté localizar mi espada, pero no la encontré, así que alcé la vista al claro.
Vi a Renco en la parte más alejada del claro, luchando con dos espadas contra dos conquistadores que blandían sus sables.
Dos guerreros incas luchaban con un par de españoles no muy lejos de donde yo me encontraba. Debían de ser los únicos que habían quedado con vida en la torre de piedra.
Y entonces vi a Hernando con el ídolo en sus manos, corriendo en dirección al follaje situado a mi derecha.
Mis ojos se abrieron como platos.
Se dirigía al puente de cuerda.
Si conseguía llegar hasta allí, cortaría el puente y nos dejaría atrapados en la torre, atrapados con los
rapas
.
Corrí tras él, atravesando el claro y sorteando a un
rapa
que estaba despedazando el cuerpo de un español muerto.
Bajé volando los escalones de piedra de dos en dos. Mi corazón latía con fuerza, las piernas me martilleaban. Cuando tomé una curva en las escaleras, vi a Hernando. Estaba a unos diez pasos por delante de mí y se dirigía a toda ¿velocidad hacia el puente. Hernando era alto y fuerte. Yo era más bajo, más ágil, más rápido. Lo alcancé con facilidad y llegué al puente. No tenía nada con que atacarle, así que me abalancé sobre su espalda.
Choqué contra él y los dos caímos sobre las tablillas del puente de cuerda que se alzaba sobre la base del cañón.
Pero tal fue nuestro peso que, al caer, las tablillas se resquebrajaron como si de ramitas se trataran y para mi horror caímos tras ellas al abismo…
Pero nuestra caída fue breve.
De repente una sacudida nos detuvo a mitad de camino. Mientras caíamos, Hernando había intentado agarrarse a cualquier cosa para frenar su caída.
Lo que había encontrado había sido el final de la cuerda que todavía seguía atada a mi muñeca derecha. Ahora la cuerda estaba extendida sobre una de las tablillas del puente, y Hernando y yo pendíamos de cada uno de sus extremos.
Y así quedamos colgando del puente, como dos contrapesos de una polea, en dos extremos diferentes de la misma cuerda. Algunas cuerdas del puente, colgaban a nuestro alrededor.
Quiso la fortuna, la mala fortuna en mi caso, que yo pendiera por debajo de Hernando y mi cabeza quedara a la altura de sus rodillas. Hernando estaba más arriba, justo debajo de las tablillas restantes del puente.
Vi que sostenía el ídolo en su mano izquierda mientras sostenía mi cuerda con la derecha. Estaba intentando llegar con la mano izquierda a las tablillas del puente para dejar allí el ídolo y tener un punto más de apoyo.
Cuando lo lograra, ya estaría sujeto por lo que podría dejarme caer. En ese momento mi peso, si bien nimio comparado con el suyo, era lo único que impedía que cayera al abismo.
Tenía que hacer algo. Y rápido.
—¿Por qué estás haciendo esto, monje? —gruñó Hernando mientras intentaba aferrarse a su salvación, cada vez más cerca—. ¿Por qué te importa este ídolo? ¡Yo mataría por él!
Mientras expresaba su furia, vi una de las cuerdas que colgaban del puente de cuerda, una de las cuerdas que otrora había sido parte de la barandilla.
Si pudiera…
—Mataría por él, ¿verdad, Hernando? —dije para distraerle, mientras intentaba con todas mis fuerzas desatar la cuerda de mi muñeca derecha, la cuerda que me mantenía unido a él—. ¡Para mí eso no significa nada!
—¿No? —gritó. En ese momento se estaba librando una carrera, una carrera por ver quién lograba primero su objetivo: si Hernando lograba agarrarse a las tablillas del puente o si yo lograba desatar la cuerda que nos mantenía unidos.
—¡No! —le respondí justo cuando logré liberarme de la cuerda.
—¿Por qué, monje?
—Porque, Hernando, yo moriría por él.
Entonces, tras haber desatado la cuerda de mi muñeca, alcancé la cuerda que pendía del puente y la agarré al mismo tiempo que soltaba la que me unía a Hernando.
La respuesta fue instantánea.
Sin el contrapeso en el otro extremo de la cuerda, Hernando cayó. Cayó al abismo.
Su cuerpo se asemejaba a una masa borrosa que gritaba aterrorizada y, cuando pasó a mi lado, alargué el brazo y le quité el ídolo.
—
¡Noooooo
! —gritó Hernando mientras caía.
Y mientras pendía sobre el abismo, agarrado a una cuerda del puente con una mano y sosteniendo el ídolo con la otra, contemplé cómo su rostro aterrorizado se iba haciendo más y más pequeño hasta que, finalmente, desapareció en el oscuro abismo bajo mis pies y en instantes lo único que pude escuchar fueron sus gritos.