Tras unos segundos, Lauren ya tenía listo el DRN. Apretó un interruptor y la barra de plata situada en la parte superior de la consola comenzó a girar lentamente.
Treinta segundos después, el detector emitió un
bip
agudo y la barra cesó de girar al instante. Sin embargo, no estaba apuntando al ídolo que Nash sostenía entre sus manos, sino más lejos, hacia lo alto de las montañas.
—Estoy recibiendo una lectura —dijo Lauren—. Es una señal fuerte, una resonancia de alta frecuencia.
—¿Cuáles son las coordenadas? —dijo Race.
—Torciendo 270 grados hacia el oeste. El ángulo vertical es de 29 grados, 58 minutos. Alcance, 793 metros. Las mismas que la otra vez, si no recuerdo mal —dijo mirando a Race.
—Recuerdas bien —dijo—. También recordarás que pensamos que estaba dentro del templo.
—Sí… —dijo Lauren.
Race la miró con dureza, con una mayor dureza de lo habitual. Se preguntó si ella habría formado parte del engaño de Nash. Concluyó que probablemente sí.
—¿Recuerdas por qué pensamos que se encontraba en el templo?
Lauren frunció el ceño.
—Bueno, recuerdo que subimos por el sendero en espiral del cráter y vimos el templo. Entonces supusimos que el emplazamiento del templo encajaba con la trayectoria del DRN. Ergo, el ídolo estaba en el templo.
—Correcto —dijo Race—. Eso es exactamente lo que hicimos. Y ahí fue exactamente donde nos equivocamos.
Volvieron al interior de la ciudadela.
Race cogió un bolígrafo y una hoja del interior del todoterreno que seguía pegado a la entrada de la ciudadela.
—Copeland —le dijo al científico de gran estatura y poco sentido del humor—. ¿Cree que con todos esos artilugios electrónicos que tenemos aquí podría encontrarme una calculadora normal y corriente?
Copeland encontró una dentro de uno de los contenedores estadounidenses y se la pasó.
—De acuerdo —dijo Race dejando que los demás se arremolinaran a su alrededor y observaran.
Hizo un dibujo en la hoja de papel.
—De acuerdo —dijo—. Este es un dibujo de Vilcafor y de la meseta situada al este vistos desde un lateral. ¿De acuerdo?
—Sí —dijo Lauren. Race dibujó algunas líneas en el dibujo:
—Y esto es lo que dedujimos ayer de la lectura que obtuvimos del detector de resonancias de nucleótidos: 793 metros hasta el ídolo. Ángulo de inclinación 29 grados, 58 minutos, pero usaremos 30 grados para hacerlo más sencillo. La cuestión es que, cuando subimos al cráter y vimos el templo, pensamos inmediatamente que el templo coincidía con la lectura. ¿Cierto?
—Cierto… —dijo Nash.
—Pues nos equivocamos —dijo Race—. ¿Recordáis cuando estábamos subiendo el sendero en espiral alrededor de la torre de piedra y Lauren procedió a hacer una lectura con su brújula digital?
—Vagamente —dijo Nash.
—Bueno, yo sí lo recuerdo. Cuando estábamos al mismo nivel de la torre de piedra, al otro lado del puente de cuerda, Lauren dijo que nos encontrábamos a exactamente 632 metros, horizontalmente hablando, del pueblo.
Añadió otra línea y cambió las palabras «793 m» escritas sobre la hipotenusa, el lado mayor del triángulo, por «x m».
—¿Alguno de los aquí presentes recuerda trigonometría del instituto? —preguntó. Todos los físicos troncos a su Alrededor se encogieron de hombros con timidez—. Qué cosas tengo, si no es física nuclear —dijo Race—, pero aun así tiene algunos usos.
—Oh, ya lo entiendo… —dijo Doogie de repente. Estaba situado al final del pequeño grupo congregado alrededor de Race. Los demás, por el contrario, siguieron sin entender nada.
Race dijo:
—De acuerdo con los conocimientos básicos de trigonometría, si se sabe un ángulo de un triángulo recto y la longitud de uno de sus lados, se puede determinar la longitud de los otros dos lados mediante los conceptos de seno, coseno y tangente.
»¿No lo recordáis, chicos? El seno de un ángulo es igual a la razón entre el cateto opuesto y la hipotenusa. El coseno es igual al lado adyacente del ángulo dividido por la hipotenusa.
»En nuestro ejemplo, para encontrar
x
, la distancia entre nosotros y el templo, usaríamos el coseno de 30°.
Race entonces escribió:
Cos30°= 632
lx
—Por tanto —dijo:
x=632/cos30°
Tecleó algunos números en la calculadora que Copeland le había dado.
—Según la calculadora, el coseno de 30° es 0,866. Por tanto,
x
es igual a 632 dividido entre 0,866. Y eso da… 729.
Race hizo los pertinentes cambios en el dibujo, escribiendo febrilmente. Lauren lo observaba atónita. Renée simplemente lo contemplaba con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Alguien ve algún problema aquí? —dijo Race.
Nadie respondió.
Race corrigió por última vez el dibujo, colocando una enorme «X».
—Cometimos un error —dijo—. Dimos por sentado que, por su altura, el templo estaba a 793 metros del pueblo y, por tanto, el ídolo se encontraba allí. No íbamos mal encaminados, pero nuestro cálculo era incorrecto, porque el ídolo auténtico no se encuentra dentro del templo. Está más arriba, en alguna parte de la meseta.
—¿Pero dónde? —dijo Nash.
—Me imagino —respondió Race—, que el ídolo se encuentra en la aldea de la tribu de indígenas que construyeron el puente de cuerda de la torre de piedra, la misma tribu de indígenas que atacó a nuestros amigos alemanes cuando estaban a punto de abrir el templo.
—¿Qué hay del manuscrito? —dijo Nash—. Pensaba que decía que los dos ídolos estaban dentro del templo.
—El manuscrito no cuenta toda la historia —dijo Race—. Solo puedo suponer que Alberto Santiago cambió el final para que nadie que lo leyera después conociera el lugar donde descansa el ídolo.
Race sostuvo en alto el papel con el dibujo.
—Aquí es donde se encuentra el ídolo. Vuestro drn dice eso y también las matemáticas.
Nash frunció el ceño, pensativo. Finalmente dijo:
—De acuerdo. Vayamos por él.
Los dos monos que Race y los demás habían capturado cerca del río les habían obsequiado alegremente, o quizá no tanto, con un amplio suministro de orina con el que los dos enfurecidos primates habían rociado las bolsas de plástico que Race había colocado para cubrir las cajas.
La orina de mono, hablando claro, apestaba. Su hedor nauseabundo y penetrante y aquel olor a amoniaco invadieron el interior de la ciudadela.
No me extraña que a los rapas les asquee ese olor
, pensó Race mientras él y los demás se echaban la orina tibia y apestosa por el cuerpo.
Cuando hubieron terminado, Van Lewen repartió las armas. Dado que Doogie y él eran los únicos boinas verdes que quedaban (dando por supuesto que
Buzz
Cochrane seguía en la parte superior de la torre), ellos se quedaron con los G-11. A Nash, Race y Renée les dieron M-16 provistos de ganchos.
Race, que todavía llevaba el peto de kevlar y la gorra de béisbol azul, colgó el gancho de su cinturón.
A Copeland y a Lauren les dieron la SIG-Sauer y una P228 semiautomática, respectivamente. Krauss y López, que eran científicos normales y corrientes, se quedaron sin armas.
Cuando estuvieron listos, Van Lewen entró en el todoterreno, se dirigió a la parte posterior del vehículo y levantó la ventanilla trasera.
Su G-11salió primero.
Entonces, lentamente, Van Lewen se asomó por la ventanilla y observó a su alrededor. Al instante, sus ojos se abrieron como platos.
El enorme todoterreno de ocho ruedas estaba rodeado de
rapas
.
Sus colas se movían de un lado a otro tras sus gigantescos cuerpos. Sus amarillentos ojos se posaron sobre él, fríos y duros.
Van Lewen contó doce
rapas
.
Entonces, el felino que estaba más cerca bufó, olió la orina y se alejó del todoterreno.
Uno tras otro, los demás felinos hicieron lo mismo, separándose del vehículo blindado y formando un círculo a su alrededor.
Van Lewen salió a la calle con su arma en ristre. Los demás lo siguieron, Race entre ellos.
Al igual que el resto, Race se movía despacio, con cautela, sin perder de vista a los felinos mientras mantenía el dedo en el gatillo de su M—16.
Era una sensación realmente extraña. Hombres provistos de pistolas y fusiles, y felinos provistos de una agresividad innata. A pesar de sus armas, Race estaba seguro que los
rapas
podrían abatirlos con facilidad si se atrevieran a disparar contra ellos.
Pero los felinos no los atacaban.
Era como si los humanos estuvieran protegidos por una especie de muro invisible, un muro que los
rapas
se negaban a atravesar. Seguían a Race y a los demás desde una distancia prudente, en paralelo, mientras ellos recorrían el sendero de la ribera del río.
¡Dios, son enormes
!, pensó Race mientras avanzaba por entre el grupo de felinos negros.
La última vez que los había visto desde tan cerca había sido al otro lado de las ventanillas del Humvee, pero ahora, ahora que los tenía a su alrededor, sin la protección de ventanillas o puertas, parecían el doble de grandes. Podía escuchar su respiración. Era tal y como Alberto Santiago lo había descrito, una respiración profunda similar a la de un caballo. El sonido de una bestia poderosa.
—¿Por qué no los disparamos? —susurró Copeland.
—Yo no iría por ahí haciendo eso —le contestó Van Lewen—. Por el momento, creo que su aversión a la orina de mono es mayor que su deseo de matarnos. Si abrimos fuego contra ellos, creo que es probable que su deseo de sobrevivir gane a su aversión a la orina de mono.