Race y Van Lewen se balancearon para tomar impulso y saltar al sendero al otro lado del abismo. Una vez estuvieron en tierra firme, Race soltó rápidamente la cuerda del M-16 y la dejó ir.
El helicóptero que sobrevolaba por encima de ellos no pareció haberse percatado de dónde habían ido, tan solo siguió girando frenéticamente sobre el cañón, disparando impotente a cualquier sitio. Mientras, Race y Van Lewen bajaron por el sendero en espiral, rumbo al pueblo.
Heinrich Anistaze sostuvo el objeto envuelto entre sus manos y contuvo la respiración mientras lo desenvolvía.
—Sí —dijo cuando vio el brillante ídolo negro bajo la tela—. Sí…
De repente, dio media vuelta y comenzó a caminar hacia el puente de la parte oriental del pueblo.
—Equipo de demolición —dijo en alemán mientras caminaba—. ¿Han colocado los explosivos de cloro?
—En tres minutos estarán listos,
Herr Obergruppenführer
—le dijo un hombre desde las inmediaciones del todoterreno.
—Entonces lleva tres minutos de retraso —le gritó Anistaze—. Termine de colocarlos y únase a nosotros en el río.
—Sí,
Obergruppenführer
.
Anistaze cogió su radio.
—
¿Herr Oberstgruppenführer
? ¿Puede oírme? —
Oberstgruppenführer
era el rango más alto de las SS, general.
—Sí —obtuvo como respuesta.
—Lo tenemos.
—Tráiganmelo.
—Sí,
Oberstgruppenführer
. De inmediato —dijo Anistaze mientras atravesaba el puente oriental y se adentraba en la selva.
Race y Van Lewen bajaron corriendo el sendero en espiral.
Llegaron a la base del cráter, vieron la fisura y recorrieron el pasillo que conducía hasta el pueblo. Después, corrieron por el sendero de la ribera del río con sus armas en ristre. La niebla lo tapaba todo.
Mientras Race recorría el sendero, su auricular volvió de repente a la vida:
—Van Lewen, informe. Repito. Cochrane, Reichart, Van Lewen, informe de situación…
Era Nash. Las radios volvían a funcionar. Los nazis debían de haber apagado su sistema de interferencias, o, al menos, las radios de nuestro equipo estaban ahora fuera de su radio de alcance.
Van Lewen habló mientras corría.
—Coronel, aquí Van Lewen. Hemos perdido a Reichart, y Cochrane está herido. Pero los nazis tienen el ídolo. Repito. Los nazis tienen el ídolo. El profesor Race está conmigo. Estamos regresando al pueblo.
—¿Han perdido el ídolo?
—Sí.
—Recupérenlo —fue todo lo que Nash dijo.
Race y Van Lewen llegaron el puente de madera de la parte occidental del pueblo. Lo cruzaron con la mayor de las cautelas, sin bajar las armas ni un instante.
El pueblo estaba desierto y envuelto en una densa niebla. No había nazis a la vista. Ni tampoco
rapas
.
Justo delante de ellos vieron la silueta oscura del todoterreno. Estaba volcado. A su izquierda vieron las sombras de las construcciones del pueblo de Vilcafor alzándose entre la niebla.
Van Lewen se acercó al todoterreno.
—¿Coronel…? —dijo.
Fue respondido por un disparo; un disparo del G-11de uno los tres hombres que conformaban el equipo de demolición nazi y que se habían quedado en el pueblo para colocar los explosivos.
Race se tiró a la izquierda, Van Lewen a la derecha, ambos con los M-16 en ristre, pero poco podían hacer con ellos. No podían ver nada con la niebla.
Race se puso en pie justo cuando vio a un soldado nazi aparecer tras el todoterreno con su G-11, listo para disparar.
De repente,
¡pam
!, se escuchó el estruendo de un único disparo efectuado desde algún punto detrás de Race y la cabeza del nazi estalló dejando un reguero de sangre tras de sí. Lo único que Race pudo hacer fue quedarse mirando atónito cómo su atacante caía al suelo, muerto.
—Pero qué… —se giró hacia el lugar de donde había provenido el disparo.
De repente, un
rapa
salió de entre la niebla, justo delante de él, le enseñó sus fauces abiertas y saltó a su cuello…
¡Pam
!
El ataque del
rapa
se vio interrumpido por el impacto de una bala en su cabeza. Murió al instante. El cuerpo del animal cayó a pocos centímetros de los pies de Race.
¿Qué demonios estaba ocurriendo?
—¡Profesor! —escuchó la voz de Doogie—. Aquí. ¡Venga! ¡Yo le cubro!
Race entrecerró los ojos y pudo divisar a través de la niebla el techo de la ciudadela y, allí, con un rifle de francotirador, vio la silueta de
Doogie
Kennedy.
Desde su posición, en el techo de la fortaleza de piedra, Doogie tenía una vista inmejorable del pueblo.
A través de la mira térmica de su poderoso rifle M-82A1A podía ver a todos los que se encontraban en el pueblo como si fuera de día. Cada figura aparecía en su objetivo como una mancha multicolor, tanto las imprecisas formas humanas de Race, Van Lewen y los dos miembros del equipo de demolición alemán como la forma trapezoidal del todoterreno y las formas terribles y con cuatro patas de los felinos.
Los felinos.
Con la desaparición de los soldados nazis y su arsenal de armas, los felinos volvían a ser libres para campar a sus anchas por el pueblo.
Estaban de vuelta. Y ávidos de sangre.
Race se giró y vio a Van Lewen, que se encontraba junto al todoterreno volcado.
—¡Profesor, salga de aquí! —le gritó el sargento de los boinas verdes—. Yo le cubriré. Tengo que poner esta cosa derecha.
No hubo que decírselo dos veces. Race echó a correr por el pueblo, rodeado de la espesa niebla. Cuando comenzó a correr, sin embargo, escuchó pisadas que chapoteaban por el terreno embarrado tras él.
Se estaban acercando. Le estaban pisando los talones.
Y de repente,
¡plam! ¡Zas! ¡Plaf
!
Era el sonido de otro de los disparos de Doogie, seguido del sonido de la bala al impactar en uno de los nazis, seguido del sonido del nazi al caer contra el suelo.
Otro
rapa
se deslizó delante de él, listo para atacarlo y
¡pam
!, su cabeza estalló en mil pedazos. Otro disparo de Doogie. El cuerpo del
rapa
comenzó a convulsionarse.
¡Pam! ¡Pam! ¡Pam! ¡Pam! ¡Pam
! El cuerpo dejó de moverse.
Race no podía creérselo.
Era como abrirse camino por entre un laberinto lleno de niebla mientras tu ángel de la guarda velaba por ti. Lo único que Race podía hacer era seguir corriendo, seguir avanzando, mientras Doogie se encargaba de los peligros que se cernían sobre él, peligros que ni él mismo podía ver.
Escuchó más pisadas en el barro, esta vez más pesadas, la variante de cuatro patas.
Pam
.
Zas
.
Plaf
.
En el techo de la ciudadela, Doogie soltó una maldición.
El último disparo le había dejado seco. Se había quedado sin munición. Se agachó tras el parapeto y comenzó a cargar su arma de nuevo.
En el río, Van Lewen tiraba de la parte inferior del todoterreno volcado, empujándolo con todo su peso, consciente de que los
rapas
estaban ahí fuera, protegidos por la niebla.
—¡Cámbiense de lado! —le gritó a Nash y a los demás que estaban dentro del vehículo—. ¡Tenemos que volcarlo!
Los ocupantes del todoterreno se movieron al instante y el todoterreno comenzó a volcarse casi al mismo tiempo.
Van Lewen se apartó cuando el todoterreno de ocho ruedas aterrizó sobre sus neumáticos. Corrió hacia la puerta lateral del vehículo.
Race seguía corriendo por entre la niebla cuando, de repente, al igual que cuando en los teatros el telón se sube y revela el escenario, la niebla que tenía ante sí se separó y pudo contemplar la ciudadela.
Fue en ese mismo instante cuando escuchó el clic del seguro de un G-11cercano. Se quedó helado. Giró lentamente y vio a un soldado nazi en la niebla detrás de él. El G-11que portaba apuntaba directamente a su cabeza.
Race esperó por el ya familiar estallido del fusil de Doogie. Pero no se produjo.
¿Por qué no disparaba?
Y entonces, de repente, escuchó un poderoso rugido, un rugido que Race pensó que era de uno de los felinos.
Pero no era el rugido de un felino.
Era el rugido de un motor.
Un segundo después, el todoterreno apareció por entre de la niebla y golpeó al soldado por la espalda.
El nazi cayó y fue atropellado por el vehículo. Race tuvo que tirarse a un lado para que no le pasara lo mismo. El todoterreno pasó a su lado y se detuvo delante de la ciudadela, justo ante la entrada de la fortaleza, alineándose de forma que su puerta corrediza izquierda se abriera justo en la puerta de la misma.
Un segundo después, Race vio como la ventanilla trasera del todoterreno se abría y aparecía la cabeza de Van Lewen.
—Eh, profesor, ¿viene o qué?
Race saltó a la parte trasera del vehículo y se tiró de cabeza por la ventanilla. Tan pronto como estuvo dentro, Van Lewen la cerró con un golpe seco.
—Tienen el ídolo —dijo Van Lewen, sentado en el suelo de la ciudadela y rodeado por los demás, con la débil luz de sus linternas como única iluminación. La puerta abierta del todoterreno estaba tras él, cubriendo por completo la entrada a la ciudadela.
—Mierda —dijo Lauren—. Si meten ese tirio en una Supernova estamos jodidos…
—¿Qué vamos a hacer? —dijo Johann Krauss.
—Vamos a recuperarlo —respondió categórico Nash.
—Pero, ¿cómo? —dijo Troy Copeland.
—Tenemos que ir tras ellos ya —dijo Van Lewen—. Es ahora cuando están más vulnerables. Han venido hasta aquí para coger el ídolo y después supongo que lo llevarán a donde quiera que tengan su Supernova. Pero en una misión como la que acaban de realizar, el momento en el que se es más vulnerable es cuando se está de camino al objetivo.
—Entonces, ¿dónde está su base de operaciones?
—Tiene que estar cerca —dijo Race con firmeza, sorprendiendo a todos por su convicción, incluido a él mismo—. A juzgar por cómo llegaron hasta aquí.
—¿Y cómo llegaron exactamente hasta aquí, profesor? —preguntó Copeland incrédulo.
—No lo sé con certeza —dijo Race—, pero creo que puedo adivinarlo. Primero, vinieron aquí usando un método de transporte que su avanzada red SAT-SN no pudo detectar, por lo que no vinieron volando. Segundo, aparte de volando y a pie, ¿cuál es la forma más rápida y sencilla de trasladar a cerca de treinta hombres por la selva?
—Mierda, por qué no se me habría ocurrido… —dijo Lauren.
—¿El qué? —dijo Copeland irritado.
—Los ríos —dijo ella.
—Exacto —dijo Race—. Vinieron hasta aquí en barco. Lo que significa que su base de operaciones no puede estar muy lej… —Se detuvo.
—Entonces, ¿dónde está? —dijo Nash—. ¿Dónde está su base de operaciones?
Pero Race no estaba escuchando. Algo le había venido a la mente.
Base de operaciones…
¿Dónde había escuchado esas palabras antes?
—¿Profesor Race? —dijo Nash.
No, un momento. No las había escuchado.
Las había visto.
Y entonces cayó en la cuenta.
—Lauren, ¿seguimos teniendo esa transcripción telefónica? Aquella en la que los nazis exigían un rescate. La conversación telefónica que la BKA interceptó entre el móvil de alguien que se encontraba en Perú y Colonia Alemania.
Lauren se dio la vuelta y comenzó a buscar en su equipo.
—Aquí está. —Le pasó una hoja de papel.
Race le echó un vistazo a la transcripción que había visto anteriormente.
Voz 1
: —ase de operaciones ha sido establecida—el resto del— será—mina—
Voz 2
: —del arma?— ¿lista?
Voz 1
: —hemos adoptado la formación en reloj de arena de acuerdo con el modelo estadounidense—dos detonadores termonucleares encima y debajo de una cámara interior de aleación de titanio, las pruebas indican que—el dispositivo—operativo. Todo lo que necesitamos ahora— tirio.
Voz 2
: —no se preocupe. Anistaze se está ocupando de eso—
Voz l
: ¿Qué hay del mensaje?
Voz 2
: —saldrá tan pronto como tengamos el ídolo—a cada primer ministro y presidente de la UE—además del presidente de los EE. UU. por el teléfono rojo de emergencias interno—el rescate será de cien mil millones de dólares—o de lo contrario detonaremos el dispositivo…
Los ojos de Race se centraron en la primera línea de la transcripción.
Voz l
: —ase de operaciones ha sido establecida—el resto del— será—mina—«El resto del… será…, mina» —dijo Race en voz alta—. Mina… La mina.
Se giró hacia Lauren.
—¿Cuál era el nombre de aquella mina de oro abandonada que vimos desde el Huey cuando veníamos hacia aquí? La que estaba iluminada. La que para nada parecía estar abandonada.
—Madre de Dios —dijo Lauren.
—¿Está situada en un río?
—Sí, en el río Alto Purús. Prácticamente todas las minas a cielo abierto en el Amazonas están situadas en los ríos, porque los hidroaviones y los barcos son la única forma de sacar el oro de allí.
—¿A cuánta distancia está de aquí?
—No lo sé. Entre unos noventa y cinco, y ciento quince kilómetros.
Race se giró hacia Nash.
—Ahí es adonde van, coronel. A la mina de oro Madre de Dios. En barco.
Heinrich Anistaze se dio de bruces con la maleza, viéndose obligado a avanzar hacia el este, hasta que al final logró apartar la última rama y se encontró con una vista espectacular.
La selva del Amazonas se extendía ante él como una exuberante alfombra verde que se prolongaba hasta el horizonte.
Anistaze se encontraba al final de la meseta, en la parte superior de un precipicio cubierto de follaje que se alzaba sobre la selva. A su derecha estaba una increíble catarata de más de sesenta metros que caía sobre la meseta. El producto final del río infestado de caimanes que recorría Vilcafor.
Anistaze hizo caso omiso de la catarata.
Lo que le importaba estaba en su base, en la sección más amplia del río, allí abajo.
Sonrió ante aquella visión.
Sí…
Entonces, con el ídolo bajo su brazo, comenzó a descender por las cuerdas que pendían de la pared del precipicio hasta el río.