Nadie dudaba de que el invierno estaba en camino. Sólo faltaba saber en qué momento empezaría. En un solo día, el viento del norte podía despojar los árboles de sus últimas hojas y volver los cielos de un gris metálico. Pero, de momento, el clima parecía haber firmado una apacible tregua.
Hannah lamentaba que hubiera menos horas de luz, pero agradecía el descenso de las temperaturas. Ahora que se encontraba en su octavo mes de embarazo, se sentía más grande y más torpe que nunca. No podía con el calor.
En realidad, no sólo «se sentía» enorme. Lo estaba. Parecía una versión femenina del muñeco de Michelin.
Lo bueno era que ya no podía engordar más. El bebé comenzaría pronto a bajar hacia la pelvis y, aunque eso no reduciría su tamaño, la forma del cuerpo sería otra. Lo malo era que los pantalones elásticos habían perdido toda elasticidad. Agacharse era un trabajo hercúleo. El bebé pateaba como un futbolista.
El doctor Johanson le había sugerido que jugara con la criatura colocando un pedazo de papel en su abdomen y mirando cómo el bebé le daba patadas. «¡Es divertido, ya verás!».
Tan divertido, se imaginó Hannah, como estar debajo de una enorme montaña de jugadores en un partido de rugby.
Hannah no mencionó a nadie la última salida nocturna de su anfitriona.
Jolene parecía la misma de siempre, en todos los sentidos. Si acaso, un poquito más «madre protectora» que lo habitual. No había nada sospechoso en ello.
Desde su enfado en la rectoría, la mujer se había desvivido por mostrarse solícita con Hannah, como si el arrebato de esa noche hubiera sido la legítima preocupación de una madre por su hija. «Eres como la hija que Marshall y yo nunca tuvimos», decía ahora con excesiva frecuencia.
Hannah sabía de sobra que lo correcto era responder que ellos eran como sus padres…, sus nuevos padres. Pero no podía hacerlo.
El buen humor de Jolene le pareció a Hannah particularmente exagerado durante la cena del sábado por la noche. Había, sobre todo, viandas compradas en un puesto de la carretera. Marshall abrió una botella de vino Chardonnay y pronto se encontró hablando de su tema favorito: el placer de viajar y lo esencial que es cambiar de escenario de vez en cuando.
—No seré yo quien te lleve la contraria —comentó Jolene, mientras llenaba un tazón de puré de patata y se lo pasaba a Hannah—. Yo siempre digo que hay que ir a todas partes por lo menos una vez. Puede que luego no vuelva a visitarlo, pero hasta que no veo un lugar con mis propios ojos, nadie puede impedirme que desee conocerlo.
—Y a ti, Hannah, ¿qué te parece lo de viajar? —preguntó Marshall.
—Nunca he estado en ninguna parte. Una vez fui a Nueva York, en un viaje con la escuela. Mi tía y mi tío preferían quedarse en casa.
—¿Adónde te gustaría ir?
—No lo sé. Algún día, a Europa.
—¿A algún otro sitio?
—No he pensado mucho en el asunto.
Marshall agitó el vino en su copa.
—¿Qué te parece Florida?
—Es un lugar templado, supongo. En las fotos parece agradable.
—¿Has oído hablar de los cayos de Florida?
Jolene interrumpió.
—Marshall, ya es suficiente. Deja de torturar a la niña. Díselo de una vez —puso a un lado el cucharón del puré y miró fijamente a su esposo—. Marshall tiene una pequeña sorpresa. Díselo, cariño.
—Tenemos un amigo que posee una pequeña isla en la costa, entre Maratón y Key West. No hay más casa que la suya. El único modo de llegar es en barco. Es preciosa, alejada de todo. Incluso tiene una hermosa playa.
—Así que allí uno está completamente seguro de no ser molestado por los turistas o las visitas inoportunas —agregó Jolene.
—Es muy tranquila. Sólo se escucha el sonido de las olas y las gaviotas. Me la ofrecieron por un par de semanas durante la época del día de Acción de Gracias. Y como la compañía de seguros me debe unos cuantos días de vacaciones, yo pensé…
—¡Ejem! —Jolene se aclaró la garganta.
—Sí, querida. Nosotros pensamos que sería un bonito viaje. Un poquito de paz y relajación, lejos de las multitudes. Sin coches, sin televisión. ¿Qué te parece?
Hannah no sabía qué responder. Su fecha de parto no estaba tan lejana, y ahora Marshall le proponía que se fueran todos de viaje. La oferta era muy inesperada. Entonces su memoria la llevó a la noche en la que había espiado a Jolene y Marshall en el jardín. Recordó a Jolene balbuceando sobre peligros, algún terrible peligro que se aproximaba, y la necesidad de estar alerta. Pocas noches atrás había dicho… ¿qué era? «Tenemos que estar listos para partir», o algo por el estilo. ¿Querían huir de alguien?
Como si presintiera su recelo, Marshall dijo:
—Por supuesto, tenemos que preguntarle al doctor Johanson si es posible. No vamos a ir a ningún lado sin su aprobación. Así que no tienes por qué decidirlo ahora, Hannah. Pero piensa en ello.
Cambió de tema y se pasó hablando el resto de la comida sobre una propuesta legislativa que iba a crear el caos en el mundillo de los seguros. Jolene lo interrumpió con alabanzas a las hojas otoñales.
Hannah procuró cumplir comiendo unos bocados de la tarta de manzana y luego apartó el plato.
Había perdido el apetito.
Hannah no se sorprendió cuando, durante el chequeo semanal, el doctor Johanson aseguró que su salud había mejorado notablemente.
Cualesquiera que fueran sus problemas, hipertensión u otra cosa, habían desaparecido. La presión arterial, ¡normal! Los análisis de orina, ¡perfectos! La hinchazón de manos y tobillos, ¡eliminada! Todos los síntomas de preeclampsia se habían esfumado.
—Haciendo lo que te digo obtienes resultados —dilo el doctor Johanson, moviendo la cabeza con evidente satisfacción—. La situación ha mejorado tanto que no veo motivos para que no puedas volar a Florida —los ojos de Jolene brillaron y aplaudió silenciosamente, con entusiasmo infantil. El médico alzó una mano pidiendo calma—. Sin embargo… no me gustaría que te pusieras a practicar surf ni a bucear. ¿Comprendes? Por otro lado, si permaneces alejada del sol y te sientas debajo de las palmeras, mejor, así el viaje podría ser beneficioso. Pero deja de preocuparte tanto. ¿Por qué no habrías de ir a Florida?
Le habría gustado responder la verdad: porque no tenía ganas. La vida con los Whitfield en East Acton ya era bastante aburrida y rígida. No podía imaginarse lo que sería estar atrapada con ellos en una casa aislada, en una isla remota, con o sin playa privada.
El segundo motivo por el que no quería ir a Florida era que desconfiaba del propio doctor Johanson. Su diagnóstico de preeclampsia, unos meses antes, y su insistencia en el reposo absoluto habían coincidido con el deseo de Jolene de mantenerla en casa. Qué casualidad. Y ahora que los Whitfield querían irse de viaje, se había curado milagrosamente. Sus diagnósticos aparecían justo a tiempo.
—Va a ser tan divertido —balbuceó Jolene—. Ardo en deseos de decirle a Marshall que tenemos el visto bueno del doctor.
—Llámelo ahora mismo. Utilice mi teléfono —ofreció, alegre, el médico, acercándole el aparato instalado en su escritorio.
—No, no. Usted tiene que terminar de examinar a Hannah. Usaré el teléfono de la sala de espera.
Mientras se iba, Johanson le dijo:
—Pregúntele a Marshall si hay lugar para uno más. Yo también voy, ¿no? Nos sentaremos todos en la playa —le hizo un guiño cómplice a Hannah.
Qué amables y comprensivos eran el uno con la otra, pensó la chica. Ya lo notó el día que los encontró examinando su ecografía. La suya era una atípica relación doctor-paciente.
Esos pensamientos habían desviado por un momento su atención del doctor Johanson, que estaba hablando de ciertos ejercicios que debía comenzar a realizar. Gimnasia de relajación y respiración que la ayudaría a minimizar el dolor durante el parto… ¿Sabía que la música también ayuda? Sí, ayuda y relaja. ¿No nos lo había dicho Shakespeare? Sería bueno que ella eligiera la música que quería escuchar durante el parto, su «música de nacimiento», y comenzara a oírla desde ahora.
Trató de concentrarse en sus palabras, pero lo que continuaba bullendo en su cabeza era lo poco que sabía de ese hombre. Ni siquiera conocía su nacionalidad. Los diplomas de las paredes parecían proceder de universidades extranjeras. En marzo, cuando Letitia Greene, o como se llamase, se lo había recomendado, Hannah entendió que era el médico oficial de Aliados de la Familia. Nunca lo había dudado. Ahora se preguntaba qué significaba esa alianza entre la mujer y el doctor. Se preguntó si el padre Jimmy había podido encontrar algo sobre el misterioso hombre.
—Se devuelve oficialmente a la señorita Hannah Manning el título de mujer con buena salud —anunció el doctor Johanson, mientras la acompañaba a la sala de espera.
Jolene estaba loca de alegría.
—Marshall va a hacer las reservas hoy mismo. La semana que viene, a estas horas, estaremos disfrutando del sol. Bueno, todos excepto Hannah, por supuesto. Me encargaré de que se divierta a la sombra. Marshall ha dicho que, no podía ser de otra forma, está usted invitado, doctor Johanson. ¡Puede contar con su propia hamaca tropical!
La excitación de la mujer tenía algo de perturbador. Todo lo hacía últimamente con un tono agudo y exaltado en exceso, como si ya no conociera la templanza, los medios tonos. Pero en aquellas palabras dirigidas al médico también había cierto tono seductor.
—Me deja al margen, en otra hamaca, ¿eh? Como una mascota o una lagartija. Tendré que pensar en el significado de todo esto.
Aunque su voz era gruñona, Hannah comprendió que estaba correspondiendo al coqueteo de Jolene. La familiaridad que exhibían entre ellos trascendía el comportamiento puramente profesional. No creía que estuvieran teniendo un lío, pero tampoco actuaban como extraños.
—Disfruten, disfruten de su viaje —les dijo calurosamente, mientras dejaban la oficina—. No vuelvan a pensar en el pobre doctor Johanson. No tengo tiempo para viajes.
Pero Hannah volvió a pensar en él.
Debes de tener telepatía, preciosa. Justo en este momento estaba pensando en llamarte —la voz de Teri era cálida y acogedora.
—Pues me adelanté. Te gané —contestó Hannah.
—Te aseguro que te echamos mucho de menos en el restaurante. La nueva chica que contrató Bobby es una enana mental. Cualquier mesa con más de dos personas le produce sudores fríos. Sé que probablemente no quieras volver jamás a este lugar, pero déjame decirte que si alguna vez decides regresar, habrá una banda de música en la puerta para recibirte.
—¿Cómo está Bobby?
—No muy bien últimamente. Su novia le dejó, así que viene, llora por los rincones y se va a su casa. Ni siquiera puedo lograr que se enfade. Pensé que nunca diría algo semejante, pero me da pena ese gordo cabrón. ¿Y tú cómo estás? ¿Todavía sigues en reposo absoluto?
—No, ahora el doctor dice que estoy bien. Mira, Teri, no tengo mucho tiempo para charlar. ¿Te importa que vaya directa al grano?
—Dispara, preciosa.
—¿Podría ir a pasar unos días con ustedes? —Claro, seguro. ¿Por qué? ¿Qué pasa?
Hannah explicó lo de sus inminentes vacaciones y cómo en realidad no quería acompañar a los Whitfield. Estaban todos con los nervios de punta, y lo último que necesitaba era enclaustrarse con ellos en algún lugar dejado de la mano de Dios, en medio del océano.
—Mi cochecito está muerto en algún garaje, y sé que no van a querer que me quede aquí sola.
—¿Y prefieren arrastrarte a un sitio con temperaturas de cuarenta grados? ¿En tu estado? ¿Están locos?
—Ni siquiera tendría que quedarme en tu casa. Puedo ir a un motel.
—¡Embarazada de ocho meses y se quiere quedar en un motel! ¿Tú también te has vuelto loca? Escucha, muñeca, el sofá es tuyo, siempre que no te importe que haya dos vaqueros arreando ganado y pegando tiros a los pies de tu cama a las seis de la mañana. Debo advertirte que Nick trajo a los niños pistolas de juguete. Están desatados. Esta casa es la ciudad del crimen de la mañana a la noche.
—Estoy acostumbrada. Nunca hubo mucha paz en casa de Ruth y Herb.
—Seguro que sigue sin haberla. ¿Cuándo piensan irse los Whitfield?
—El domingo por la mañana.
—Mira. Tengo el turno de noche el sábado. ¿Por qué no voy a buscarte el propio sábado alrededor del mediodía? Me parece que necesitas ver otras caras. Tal vez incluso te convenga pasar por el restaurante a saludar, en memoria de los viejos tiempos. La mesa del fondo está vacía, esperándote.
—Se me acaba de ocurrir algo terrible, Teri.
—¿El qué, cariño?
—¡Que no voy a caber en la mesa!
Cuando colgó, Hannah todavía podía escuchar la risa de Teri. La idea de una visita a casa de su vieja amiga la alegró inmensamente, y de pronto se sintió menos agobiada. ¿Pero de quién era la culpa? Jolene no tenía por qué estar encima en todo momento, atendiendo cada una de sus necesidades. Era cierto, pero Hannah había permitido que sucediera, a base de ceder poquito a poco. De ahora en adelante, ella tenía que afirmar su independencia, decir lo que pensaba con claridad. Como Teri. Nadie mangoneaba a su amiga.
Comenzaría esa noche, durante la cena.
El padre Jimmy buscó en internet y fue directamente a la página del Gobierno de Massachusetts. En un sitio web llamado
Protección al Consumidor
, encontró la lista de las industrias y profesiones reguladas, y entró en el registro de medicina. «Bienvenido a la base de datos de los médicos de Massachusetts», leyó en la pantalla. «La página de los más de 27 mil profesionales autorizados a practicar la medicina en Massachusetts».
Había sabido de esa página un año atrás, cuando a su padre le diagnosticaron cáncer de próstata. Una noche, al volver a casa, lo encontró buscando frenéticamente en la guía, dispuesto a confiarle su vida al primer cirujano que contestara el teléfono. Afortunadamente, un compañero del seminario le había hablado de la base de datos de los médicos, que tenía información biográfica básica sobre cada doctor del estado. Así que, juntos su padre y él, pudieron tomar una decisión más razonable, y al final acertada, sobre la elección del cirujano.
Además de datos específicos sobre la formación y la experiencia de cada uno, se incluían premios y publicaciones profesionales. También figuraban en la página los casos de negligencia o mala práctica registrados en los últimos diez años, así como cualquier medida disciplinaria tomada por las autoridades estatales o por cualquier hospital de Massachusetts.