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Authors: Leonard Foglia,David Richards

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El sudario

BOOK: El sudario
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Miguel Álvarez, sacerdote octogenario y custodio las reliquias guardadas en la Cámara Santa de la catedral de Oviedo, aparece muerto. Como su fallecimiento se atribuye a causas naturales nadie se percata de que la reliquia más valiosa del templo ha sido profanada y alterada.

Siete años después, en Boston, una camarera de 19 años accede a ser madre de alquiler. Tras aceptar las condiciones de la agencia intermediaria, conoce a sus clientes: Jolene y Marshall Whitfield.

Leonardo Foglia, David Richards

El sudario

ePUB v1.0

NitoStrad
18.04.13

Título original:
The cloth of Oviedo

Autor: Leonardo Foglia - David Richards;

Fecha de publicación del original: enero 2007

Traducción: Carlos Schroeder Martínez

Editor original: NitoStrad (v1.0)

ePub base v2.0

Capítulo I

Siete años atrás

¡QUÉ AFORTUNADO ERA!

Los últimos cuarenta años de su sacerdocio los había pasado en la catedral, entre las tallas doradas, los elevados arcos y las hermosas esculturas de piedra, que con los siglos habían adquirido apariencia de terciopelo gris. Tanta belleza no dejaba de conmoverle con el transcurrir del tiempo.

Y era precisamente ese día, cada año, cuando don Miguel Álvarez era más consciente de la bendición recibida. La preciosa reliquia era descubierta y exhibida a los fieles. Durante apenas un minuto, el arzobispo la elevaba sobre el altar, para que la multitud que llenaba el templo pudiera verla con sus propios ojos, maravillarse ante su presencia y venerarla por su valor sagrado. Año tras año, durante la mayor parte del oficio religioso, en la inmensa nave resonaba el eco de toses y pasos y el rumor de los fieles que se arrodillaban y se volvían a poner de pie. Pero en el minuto decisivo lo que resonaba era el silencio, un silencio envolvente.

Pensar en ello le hacía estremecerse.

Cuando terminaba la misa, el arzobispo besaba la custodia de plata que guardaba la reliquia y luego se la daba a don Miguel, que la llevaba a la sacristía. Allí la custodiaba hasta que se retiraba la congregación, lo cual era tanto una obligación como un honor para el sacerdote. Pero no era nada en comparación con lo que le esperaba una vez que la congregación se marchaba, se cerraban las pesadas puertas de madera de cedro de la catedral y se extinguían las luces que bañaban el altar con brillo de oro fundido.

Porque entonces don Miguel Álvarez cogía la reliquia y volvía a guardarla en su lugar de reposo, en la Cámara Santa, «uno de los lugares más sagrados de toda la cristiandad», como le gustaba decir a los visitantes. A veces, el orgullo le llevaba más lejos y lo convertía en «el lugar más sagrado», sin más.

Durante cuarenta años, había cumplido en esa fecha con su obligación hacia la más venerable de las reliquias. Podría haberlo hecho con los ojos cerrados, pues conocía a la perfección cada una de las baldosas que pisaban sus pies. El olor a tierra y el aire fresco que venían de abajo eran suficiente para advertirle que estaba frente a las puertas de hierro fundido que daban entrada a la Cámara Santa.

En esta ocasión, al llegar, un guarda, que permanecía de pie junto a la gran verja, abrió el enorme candado, corrió la traba y permitió la entrada a don Miguel. Frente a él aparecía una escalera que giraba hacia la izquierda dos veces antes de descender a la cámara, que era su destino. Millones de peregrinos, entre ellos reyes y papas, habían pasado por allí a lo largo de los siglos, sólo para contemplar el armario que contenía lo que él en ese momento sostenía en sus manos.

Don Miguel tenía cerca de ochenta años y la artritis había hecho presa hacía tiempo en sus articulaciones. Pero la enfermedad nunca se manifestaba en ese lugar. Jamás cuando sus manos tocaban la reliquia. Entraba en una especie de éxtasis y tenía la impresión de flotar sobre los gastados escalones.

Llegó a la segunda reja, tras la cual eran visibles los armarios, estantes y cofres que guardaban los muchos tesoros de la catedral. El guarda abrió también esa puerta y luego se retiró escaleras arriba, para que el sacerdote pudiera hacer su labor en privado.

Como había hecho tantas veces en el pasado, don Miguel colocó la reliquia en el cofre de plata y se arrodilló para rezar. Había que guardarla en el armario dorado, contra la pared; pero el sacerdote siempre se resistía a dejarla tan pronto. Los momentos que procuraba pasar a solas con la más sagrada de las reliquias, contemplándola, pensando en su promesa de redención, en su milagrosa historia, eran probablemente los mejores, los más sublimes de su vida.

Una tibia ráfaga de viento atravesó la amplia plaza sin árboles situada frente a la catedral, y los últimos feligreses se dirigieron a sus casas o a sus cafés preferidos, charlando animadamente mientras se alejaban. Pero la Cámara Santa, fresca y tranquila, permanecía en su habitual quietud, más allá del tiempo, más allá de las vicisitudes, de las turbulencias humanas…

Don Miguel permanecía allí, rodeado por todos los símbolos y los iconos de su fe. La celebrada cruz de los ángeles, una magnífica cruz de oro cuadrada, festoneada de joyas y sostenida por dos ángeles arrodillados, no sólo era el símbolo de la catedral, sino también de la región en la que había nacido y en la que había transcurrido toda su ya larga existencia. El cofre situado a su derecha contenía los huesos de los «discípulos», discípulos de discípulos en realidad, guardados en bolsas de terciopelo. Seis espinas, que se decía que eran de la corona de Cristo, se conservaban en el armario. También la suela de una de las sandalias de san Pedro.

Pero todas esas reliquias palidecían frente a la importancia de la que se le había encomendado. La reliquia de las reliquias. ¿Por qué él, un simple sacerdote, no muy letrado y ahora ya un hombre anciano, había merecido tal honor?

Cerró los ojos.

De pronto, una mano enguantada le tapó la boca. Intentó volverse para ver quién era, pero la mano atenazaba su rostro como una prensa. Olió a cuero, y luego otro olor más penetrante hizo arder sus fosas nasales. Cuando todavía seguía luchando por respirar, otras manos se apoderaron de la reliquia.

—No, no lo toques —intentó gritar—. ¿Estás loco? ¿Cómo se te ocurre que puedes tocarlo? —añadió, medio ahogado por la mano que seguía apretándole.

No podía creer que alguien tratara así la reliquia, que hubiera locos capaces de ello. La mano enguantada ahogó definitivamente sus gritos. Su cuerpo viejo apenas era capaz de ofrecer resistencia y el penetrante olor le estaba mareando. Sólo podía mirar, horrorizado, cómo el segundo intruso sacaba un pequeño escalpelo de su chaqueta. Don Miguel se preparó a recibir su último golpe de dolor, convencido de que iban a cortarle el cuello con aquel instrumento. Pero el asaltante le dio la espalda, se acercó al cofre de plata y se inclinó para examinar la reliquia con más detenimiento.

El sacerdote se maldijo internamente. Tenía que haber cumplido con su obligación, volviendo rápidamente a la catedral. Su deseo egoísta de estar a solas con el tesoro en la Cámara Santa era lo que había permitido que se produjera este horrible sacrilegio. La cruz de los ángeles parecía fundirse frente a sus ojos, las joyas se transformaban en líquidos rojos y verdes que chorreaban sobre las alas de los ángeles situados en la base. Se dio cuenta de que, privado de oxígeno, su visión se distorsionaba y su mente sufría alucinaciones.

Apenas pudo pensar en algo que no fuera lo miserablemente que había fracasado. Ningún hombre podía mirar sin veneración lo que Dios había puesto a su cuidado. Pero, por su culpa, la reliquia estaba siendo profanada. El corazón le dolía de vergüenza.

Dios nunca le perdonaría.

Capítulo II

Durante muchos meses, Hannah Manning había esperado una señal, algo que le dijera lo que tenía que hacer con su vida, que la guiara de una u otra manera.

Miró hacia la estrella dorada colocada en lo alto del árbol de Navidad y pensó en los Reyes Magos que la habían seguido hacía tanto tiempo. No era tan tonta como para creer que su señal sería igual de grande y llamativa, ni su destino tan espectacular como el de los Magos de Oriente. ¿Quién era ella? De momento, sólo una camarera. Pensaba que todo cambiaría cuando viese la señal. Se le ocurrió pensar que ni siquiera hacía falta que fuera un signo rotundo, claro. Apenas bastaría con un empujoncito, un leve guiño del destino. Ella comprendería instintivamente su significado.

Ya había perdido mucho tiempo.

—¿Puedes creerlo? Siete roñosos dólares con veintitrés centavos —en una mesa al fondo del salón, Teri Zito estaba contando sus propinas de esa noche—. Todos han vuelto a su habitual avaricia.

—A mí tampoco me fue muy bien —dijo Hannah.

—¿Qué esperas en este lugar de mala muerte? —Teri se guardó el dinero en el bolsillo derecho del delantal de cuadros blancos y marrones que las camareras del Blue Dawn Diner usaban como parte de su uniforme.

—Las vacaciones son la única época en la que los que vienen aquí dejan propinas decentes. Y estos miserables siete dólares y veintitrés centavos anuncian oficialmente que las vacaciones se han terminado.

Subida a un taburete de madera, Hannah retiraba con cuidado los adornos del escuálido árbol de Navidad del restaurante, que parecía aún más macilento sin las luces y los brillantes adornos, tan útiles para disimular la escasez de ramas. Se puso de puntillas y, de un tirón, quitó la estrella dorada de la copa del árbol. Las luces fluorescentes se reflejaban en las guirnaldas de papel metalizado, salpicando el conjunto con un alegre juego de luces.

Dos circunstancias habían conseguido sacar a Hannah de su letargo. En el otoño, la mayoría de sus amigos del instituto dejaron Fall River para ir a la universidad o para dedicarse a diversos trabajos en Providence y en Boston. Empezó a tener cierta sensación de haberse quedado rezagada, inquietud que se hizo aún más intensa con el paso de los meses. Se dio cuenta de que ellos se habían estado preparando para el futuro durante toda la enseñanza secundaria y ella no se había preocupado gran cosa del asunto.

Cuando en diciembre llegó el aniversario de la muerte de sus padres —ya habían transcurrido siete años desde que habían fallecido—, Hannah notó, sorprendida, que apenas podía ya recordar sus rostros. Por supuesto, guardaba imágenes en su mente, pero todas ellas tenían su origen en fotografías. Ninguno de sus recuerdos parecía de primera mano. Tenía grabadas instantáneas de su madre riendo y de su padre bromeando en el jardín, pero ya no podía escuchar el alegre sonido de la risa de su madre ni sentir el cálido contacto de su padre cuando la levantaba en brazos y la lanzaba, jugando, al aire.

No podía seguir toda la vida siendo la niña que perdió a sus padres. Ahora era una adulta.

De hecho, Hannah Manning había cumplido diecinueve años hacía poco, y parecía notablemente más joven. Tenía una cara bonita, todavía infantil en ciertos rasgos, con nariz respingona y cejas trazando un arco perfecto sobre sus claros ojos azules. Era preciso mirarla detenidamente para ver la cicatriz que cortaba en dos su ceja izquierda, consecuencia de una caída de la bicicleta a los nueve años. Tenía el cabello largo, de color trigueño, y, para exasperación de Teri, naturalmente ondulado.

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