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Authors: Leonard Foglia,David Richards

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El sudario (9 page)

BOOK: El sudario
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—No es lo que tú piensas.

—¿No lo es? ¿Y entonces qué ocurre en realidad? ¡Dímelo!

Después de tantos años en casa de los Ritter, los gritos seguían siendo lo que más molestaba a Hannah. Despertaban en ella miedos infantiles, un gran temor de que el mundo que la rodeaba se hundiese en un instante. Los malos modos y los gritos atacaban directamente su íntimo anhelo de protección y seguridad. Se echó a llorar.

—¡Eso, ahora a llorar! Era lo que faltaba, no sabes lo bien que te van a sentar unos pucheritos en este momento —Hannah retrocedió hasta el vestíbulo. Detestaba que su tía la viera en aquel estado. Cualquier demostración de debilidad sólo servía para aumentar sus vituperios y alentar su mal carácter—. ¡Igual que tu madre! —gritó Ruth—. Era doña Perfecta. Siempre hacía todo lo que nuestros padres querían. Era el ojito derecho de los maestros. Corría a la iglesia todos los domingos. Nunca hablaba con la boca llena. En fin, yo sé la verdad. Menuda tramposa. ¡Una pequeña golfa tramposa!

—No digas eso de mi madre. ¡No tienes derecho! No es verdad, y lo sabes.

—Tu madre era una falsa que sólo pensaba en sí misma.

—Y tú… no eres más que una vieja amargada —Hannah no pudo contener las palabras que brotaban de su boca—. Amargada y resentida porque Dios te castigó por haber abortado, y después no pudiste tener hijos. Estás furiosa contra todo el mundo, aunque todo fuera por tu culpa. Siempre has sido envidiosa y odiosa…

Las lágrimas que velaban sus ojos le impidieron ver la mano alzada de su tía, que se acercaba amenazante. Hannah sintió el golpe de la palma sobre su mejilla. La fuerza del bofetón la hizo caer sobre las escaleras, dejándola sin aliento. La tía nunca había llegado a tanto. Algo parecía haberse roto en Ruth.

Hannah se puso de pie y salió corriendo por la puerta. Una vez fuera, sus pies se hundieron en el césped, esponjoso después de las lluvias primaverales. Los zapatos de la chica se mojaron, y luego se le humedecieron los pies. Fue hacia su coche y abrió la puerta.

Mientras ponía su automóvil en marcha, Ruth siguió gritando desde la entrada, para que la oyera todo el vecindario.

—Y si piensas que vas a tener a ese pequeño bastardo en esta casa, estás completamente equivocada.

Capítulo XIII

—Entonces, ¿no hay novio?

—No, me temo que no.

—Pues me he lucido con mi perspicacia —Teri suspiró ruidosamente—. Cariño, si llegas a decirme que piensas cambiar de sexo, dudo que me hubiera sorprendido más. ¿Quién sabe algo de este asunto?

—En Falls River, nadie. Eres la primera persona a quien se lo digo.

—¿Y se te ocurrió hacerlo a ti solita? ¿Sueles tener ideas de ese tipo?

—Fue cosa mía, sí.

—Eso demuestra lo poco que en realidad conocemos a la gente. Eres más complicada de lo que pensaba. Todos lo somos, claro. Habitualmente no nos molestamos en buscar lo que hay bajo la superficie de las personas. ¿Puedes creer que Nick tiene un trabajo extra como bailarín exótico?

Hannah no pareció entender la broma.

Las dos estaban tomando té en casa de Teri, en la cocina. Como el resto de la vivienda, no estaba especialmente limpia ni ordenada, lo cual era lógico, teniendo en cuenta que allí vivían dos niños hiperactivos y un gigantesco marido camionero, que siempre estaba en la carretera, pero cada semana descansaba cuarenta y ocho horas seguidas, haraganeando por la casa. Pero era una vivienda alegre y familiar. Desde la pila de ropa esperando para ser doblada hasta los dibujos infantiles pegados a la puerta del congelador, todos los detalles daban a la casa cierto aire cálido, hogareño.

—¿Qué crees que debo hacer?

—Ah, chica, es una pregunta difícil. Creo que sólo tienes una salida: contar la verdad a tus tíos. Decirles lo que me has dicho a mí. No puedes dejarles creer que te has revolcado con cualquier muchacho vulgar en una habitación de hotel barato.

—¿Te parece que hice mal?

—No, cariño. Es que eres tan joven y vulnerable… Bueno, mierda, nada de eso importa ahora. Lo hecho, hecho está. ¿De verdad quieres tener ese bebé?

—Sí, lo quiero.

—Pues adelante. Tampoco vas a tener que criarlo. Es de otras personas. Estás en una situación temporal. Todo pasará, pero lo importante es lo que suceda ahora. Cómo lidiar con tu tía y tu tío. ¿Quieres que te dé un consejo? Dales otra oportunidad. Estoy segura de que cambiarán de opinión si les explicas todo a ellos como me lo has explicado a mí. Si quieres apoyo moral, te acompaño.

Hannah apartó la taza.

—Gracias. Pero tía Ruth consideraría tu presencia una intolerable intromisión. Es un asunto familiar.

—Déjate de familias. Se trata de tu vida, tu cuerpo. Eres adulta. Bueno, casi adulta. No vivimos en la Edad Media. Ahora que las cosas están claras, déjame que te confiese una cosa: estás haciendo algo muy valiente. Infrecuente, pero valeroso.

—No creo que Ruth lo vea de ese modo.

Teri se llevó las tazas y pasó velozmente un trapo por la mesa de la cocina.

—Tengo que recoger y limpiar, cariño. Estás en tu casa. Ah, si quieres usar la bañera, deja el submarino inflable de los chicos en el suelo.

A la mañana siguiente, Hannah echó una mano a Teri en algunas de las aburridas tareas domésticas. Eso la ayudó a contemplar las cosas con más perspectiva. Para la mayoría de la gente, descubrió Hannah, la vida se reducía a ir de una comida a la siguiente, trabajar y ganarle la carrera al siempre creciente montón de ropa sucia. Los dramas quedaban para las películas.

Meditó sobre el consejo de Teri durante todo el turno de noche. Cuando llegó la hora de cerrar y Bobby apagó el cartel del Blue Dawn, había tomado una decisión.

Herb estaba solo, viendo la televisión, cuando Hannah entró por la puerta principal.

—¿Dónde está tía Ruth? —preguntó.

El hombre hizo un gesto señalando la cocina. La chica vio el brillo rojo de un cigarrillo y se dio cuenta de que su tía estaba sentada a la mesa de la cocina, fumando en la oscuridad. Cuando Herb se puso de pie para apagar el televisor, un lejano recuerdo volvió a la memoria de Hannah. Había ocurrido exactamente igual el día del funeral de sus padres: Herb en una habitación, Ruth en la otra, la televisión a todo volumen y nadie intentando consolar a nadie. Una vez apagada la televisión, un opresivo silencio se extendió por toda la casa, subrayando la distancia que había entre sus habitantes.

Ahora pasaba lo mismo.

—Anoche no viniste a dormir.

Me quedé en casa de Teri.

—¿No te parece que tendrías que haberle dicho algo a tu tía? Estaba preocupada. Eso no está bien.

—Ya soy mayor. Puedo hacer lo que quiera.

—Desde luego —el hombre se movió, incómodo, en el sillón—. ¿Es verdad lo que me dijo tu tía?

—No es lo que crees, tío Herb.

—Entonces, ¿no estás embarazada?

—Sí, lo estoy, pero… —la frase se perdió en el aire.

—¿Pero? No hay peros sobre algo así, al menos que yo sepa. O estás embarazada o no lo estás. ¿Sabes quién es el padre?

Hannah miró a su tío directamente a los ojos. Su frente era una completa red de profundas arrugas, y la blanca luz de la lámpara situada junto al sillón parecía dibujarlas aún más profundamente.

—Sí, lo sé, por supuesto que sé quién es el padre.

También sé quién es la madre.

—¿Te estás haciendo la lista?

—No. Soy una madre sustituta.

—¿Qué demonios es eso?

—Lo que otros llaman madre de alquiler. Estoy gestando este bebé para otra pareja. Un matrimonio que no puede tener hijos por sí mismo.

—¡Por el amor de Dios! —Herb echó hacia atrás la cabeza y cerró los ojos, como si sufriera un mareo repentino.

—Fui a una agencia. Me pusieron en contacto con una pareja que ha estado intentando tener un hijo durante años. Es un procedimiento de inseminación artificial. Todo tuvo lugar en el consultorio de un médico.

—¿Te pagan por hacerlo?

Hannah asintió…

—¿Cuánto?

—Treinta mil dólares. Más gastos.

Herb abrió los ojos y lanzó un silbido.

—¿Por qué no se lo dijiste a tu tía?

—No me dio la oportunidad.

—Estaba muy enfadada. Sacaste el tema del aborto después de todos estos años y… ¿De verdad crees que Dios la castigó?

—Lo siento, tío Herb. No debería haberlo dicho, pero yo también estaba enfadada.

—Bueno, nunca ha sido un secreto que tu tía y yo no fuimos capaces de tener hijos después de aquello. El aborto hizo que ella…, que nosotros… sufriéramos mucho. Y a veces yo mismo dije cosas que probablemente no tendría que haber dicho. Pero hemos intentado dejarlo todo en el pasado y ahora nos encontramos en esta situación. Tu situación. Y bueno… —parecía que se le habían acabado las palabras—. ¿Puedes venir, Ruth?

Ésta apagó el cigarrillo y se puso en pie. Habitualmente, ella era quien hablaba, pero esa noche parecía preferir que Herb se hiciera cargo de la charla. Se acercó sólo hasta la entrada del salón y se detuvo allí, con los ojos enrojecidos por un llanto reciente.

—¿De verdad estás haciendo esto para otra pareja? —le preguntó a su sobrina.

—Te lo juro. No me quedé embarazada por mantener relaciones sexuales. Apenas conozco a esa gente. Le puedes preguntar al doctor, si quieres. O a la señora Greene.

—Da igual, no me interesa. No lo quiero en mi casa. Este es el último insulto. ¿Alguna vez pensaste cómo me sentiría? ¿Lo pensaste? ¡Contéstame! —la voz de Ruth se fue alzando hasta convertirse en un grito.

—¿Que quieres decir?

—¿Esperas que yo te mire día a día engordando, pasando por todo, no sé, por todo lo que una pasa cuando está embarazada… y para una gente a quien casi no conoces? No lo haré, ¿me oyes? No lo haré.

Dejó de hablar y se retiró a lo protectora oscuridad de la cocina.

Al instante, Hannah entendió por qué Ruth se había indignado tanto el día anterior, porque el ambiente en la casa era tan tenso. Su tía y su tío no estaban preocupados por ella ni por su bienestar. Ni siquiera por lo que pudieran decir los vecinos. No, lo cierto era que Ruth no podía tolerar la idea de verla embarazada. Era un recuerdo de lo que ella había sido incapaz de hacer, un recuerdo del terrible error que envenenó su vida años atrás. El difícil equilibrio que ella y Herb habían conseguido se veía ahora amenazado por el embarazo de Hannah.

Herb carraspeó antes de hablar.

—Tienes que entender lo difícil que es esto para tu tía. Después de todo lo que pasó, después de todo lo que pasamos… —parecía abrumado por el desaliento.

—No puedo hacer nada al respecto, tío Herb, He tomado una decisión.

—Bueno, entonces yo también tendré que tomar una decisión. Creo que es el momento de que busques otro lugar para vivir. Dijiste que eres adulta. Has tomado una decisión adulta. Por lo que dijiste, te pagan bien. Así que en los próximos días…, en cuanto te sea posible…, bueno, creo que será lo mejor para todos.

El hombre fue hasta la cocina e intentó acariciar el hombro de su mujer, pero ésta lo esquivó.

Hannah pasó en vela buena parte de la noche.

Siempre había imaginado que un día u otro decidiría levantar el vuelo, separarse de sus parientes, y no al revés. La habían echado, en lugar de marcharse ella, y eso la hacía sentirse débil y vulnerable. Elaboró una lista mental de sus limitadas posibilidades, decidida a evitar que la dominara el pánico. La casa de Teri no era posible, no había sitio. Un apartamento reduciría seriamente sus ahorros.

Sólo tenía un lugar adonde ir, un sitio en el que verdaderamente la querían.

Capítulo XIV

Desde la ventana del tercer piso, hannah miró hacia el jardín de los Whitfield y se maravilló por el cambio que se había producido. Las lilas, las nomeolvides y los girasoles brotaban por todas partes, creando un festival de tonos violetas y azules. El jardín estaba, además, parcialmente cubierto por el intenso verdor de nuevas plantas. El agua del bebedero de los pájaros, vacío hasta el mes pasado, brillaba al sol.

Hannah contó doce pájaros, todos piando ruidosamente en el agua, y cuando apareció de repente un cardenal entre ellos, con su penacho de plumas rojas, lanzó un pequeño grito de alegría.

Se escuchó un ligero golpe en la puerta del cuarto.

—Hannah, ¿estás levantada? —preguntó Jolene con un susurro algo teatral.

Hannah la dejó entrar.

—Buenos días. Tienes que disculparme, todavía estoy en camisón.

—No hacen falta excusas. Necesitas dormir lo más posible.

—Estaba mirando los pájaros.

Jolene sonrió, casi brilló, con aprobación.

—¿No son maravillosos? Tengo una lista, ¿sabes?, de las distintas especies. Conté cuarenta y dos —se acercaron a la ventana. El cardenal, desdeñoso de los gorriones marrones, estaba acicalándose en el centro del bebedero—. Me encantaría llenar este lugar de animales —suspiró—. Pero Marshall dice que esto no es el Arca de Noé. El bebé exigirá dedicación completa. No podremos ocuparnos además de cuidar una granja. Así que, a falta de bichos domésticos, pensé transformar nuestra pequeña propiedad en un refugio para la vida silvestre. Dar a entender a los animales que aquí son bienvenidos, por decirlo de algún modo. Y ellos vienen. Hay incluso un mapache que nos visita de vez en cuando. Alguna gente cree que los mapaches son malos, pero yo creo que si los respetas, no te molestan —hizo una pausa para tomar aire—. Ya he vuelto a irme por las ramas. En realidad subía a preguntarte si querías unas torrijas. Las hice para Marshall esta mañana y estaba a punto de hacer más para mí. ¿Te apetecen?

—Claro. Pero déjame que me vista.

—Por favor, no es necesario. Ponte una bata.

Dos semanas después de que Ruth y Herb le dieran el ultimátum, Hannah se marchó de Fall River. Lo habría hecho antes, pero no le parecía correcto irse del BlueDawn Diner hasta que la chica que la iba a sustituir estuviera al tanto del trabajo. En su último día, Teri y Bobby la invitaron a la mesa del fondo, donde tenían preparada una tarta de despedida. Teri lloró, y también Hannah, y hasta Bobby fue incapaz de contener las lágrimas. Teri dijo que siempre había sabido que en el fondo era «un viejo sentimental».

La salida de casa de los Ritter había sido menos triste, aunque Ruth se avino a un cortés abrazo y Herb habló sin mucho énfasis de seguir en contacto. Cuando Hannah conducía su coche calle abajo, tuvo la sensación de que su vida allí había terminado. Ahora, después de sólo tres días en casa de los Whitfield, se preguntaba porqué había dudado siquiera un momento de ir allí.

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