El sudario (17 page)

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Authors: Leonard Foglia,David Richards

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

BOOK: El sudario
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Si los Whitfield no hubieran estado de espaldas a ella, Hannah estaba segura de que podría haber apreciado hasta la más sutil expresión de sus rostros. Les habría visto parpadear y mover los labios. Pasaron varios minutos, durante los cuales nada se movió.

De pronto, Hannah notó que los hombros y la espalda de Jolene se relajaban, como si la hubieran desenchufado después de someterla a una prolongada descarga eléctrica. Se dio la vuelta y se acercó a Marshall. El intruso, si es que de eso se trataba, parecía haber desaparecido. Tan silenciosamente como le fue posible, Hannah entreabrió la ventana. Un golpe de aire frío entró en el cuarto, junto con el sonido de las voces. Los Whitfield procuraban hablar en voz baja, pero aguzando el oído se podía escuchar algo de lo que decían.

—¿Qué dijo ella? —preguntó Marshall a su mujer.

—Que habrá peligro —respondió Jolene.

Ahora Hannah podía ver claramente su rostro. La luz de la luna le daba una palidez de máscara de cera.

—¿Dijo cuándo?

—Ya está aquí. El mal trata de abrirse camino. Quiere seducir y conquistar. Será una lucha feroz. Una batalla que podemos perder, si no tenemos cuidado.

—¿Qué debemos hacer?

—Estar atentos. Ella dijo que permanezcamos alerta y que estará con nosotros cuando llegue el momento. Nos apoyará y nos dará fuerzas.

Marshall se quitó la bata y la puso sobre los hombros de su mujer.

—¿Cómo reconoceremos ese mal?

—Vendrá disfrazado de bien, de ayuda. «Vendrá en mi nombre», me dijo. «De allá. ¡Vendrá de allá!» —al decirlo, Jolene alzó el brazo y señaló hacia la calle Alcotte, en dirección al pueblo.

Capítulo XXVI

Cuando jolene le llevó el desayuno a la mañana siguiente, Hannah le preguntó, como si fuera por simple cortesía, si había dormido bien.

—Como un bebé —respondió la mujer—. Marshall dice que cuando me duermo ni una banda de música conseguiría despertarme —esa mañana parecía particularmente enérgica. Sus ojos eran vivaces y tenía buen color en las mejillas. No parecía una mujer que hubiera estado levantada a las tres de la mañana, dando vueltas descalza, nerviosa y vestida con un simple camisón.

Fuera lo que fuera lo sucedido, los Whitfield no tenían intención de comentarlo con ella. En su paseo habitual hasta el bebedero, Hannah pasó a propósito por la zona donde los había visto y luego se encaminó hasta el pinar limítrofe con la propiedad. Pero no había nada que ver, excepto algunas piñas esparcidas por el suelo y el cometa de un niño atorado en una rama alta.

Las noches siguientes, cuando se levantaba para ir al baño, cosa que tenía que hacer con irritante frecuencia, iba de puntillas hacia la ventana y observaba. Pero el jardín siempre estaba vacío. Poco a poco, su curiosidad disminuyó y los extraños acontecimientos de esa noche empezaron a preocuparla menos que el aburrido futuro inmediato que se le presentaba, lleno de días monótonos, sin nada que hacer. Tal y como quería el médico, estaba engordando, y se notaba más lenta, torpe, perezosa y malhumorada.

Cuando telefoneó a Teri para comentarle lo ocurrido con su coche y el fastidio de su forzoso descanso en cama, Teri respondió inmediatamente:

—No digas más, preciosa. Ya estoy allí —pero, después de tener en cuenta sus horarios de trabajo en el restaurante, una cita con el dentista, una fiesta de cumpleaños a la que habían invitados a los niños y la partida de cartas de Nick, resultó que no estaría allí hasta principios de la semana siguiente.

—En cuanto deje a los niños en la escuela el lunes por la mañana, me subo al coche y voy para allá.

En un pequeño acto de rebeldía, Hannah decidió no anunciar la visita a Jolene hasta el mismo día que tendría lugar. De otro modo, insistiría en organizar un pequeño almuerzo, que se convertiría en una especie de recepción de altos vuelos. Hannah no podría ayudar con los preparativos, porque eso sería demasiado agotador, pero debería escuchar charlas y más charlas sobre ellos todo el tiempo, lo que sería igualmente cansado. No, se dijo Hannah, Jolene tendría noticias de Teri cuando ésta llegara. No antes.

El lunes por la mañana el otoño hizo su aparición y un aire frío anunció a quienes estaban atentos a tales cosas que las grandes tormentas invernales de Nueva Inglaterra no tardarían en llegar. El cielo, bajo y de color gris metálico, parecía una tapadera colocada sobre el paisaje. El día invitaba a quedarse en la cama, bien arropada bajo las mantas. La visita de Teri sería un buen antídoto contra la melancolía.

Hannah pensó que ya era hora de decírselo a Jolene, pero la mujer no estaba en casa, así que se puso una chaqueta y salió. Las hojas de glicinia que cubrían el sendero que llevaba hacia el granero estaban secas y a través de ellas se veía el cielo plomizo. Justo cuando llegó al estudio, se dio cuenta de que el coche de Jolene no estaba en su habitual lugar de estacionamiento.

Hannah apoyó la frente en el cristal de la gran ventana. La oscuridad reinante en el interior hacía difícil ver algo. Pudo observar que el atril colocado en medio de la habitación estaba vacío. Las pinturas de Jolene yacían en el suelo, apoyadas en la pared. Creyó reconocer una de ellas, la catedral bombardeada, la de los pedazos de vidrio. Posiblemente no la habían vendido en la exposición.

Jolene y Marshall se habían pasado días enteros comentando el éxito que había tenido la muestra. «Fue la mejor de todas», decía, ufana, Jolene; pero a juzgar por el número de cuadros apilados, Hannah concluyó que en realidad habían vendido pocos o ninguno. Allí estaba el gran lienzo con las manchas de agua rojiza. ¿Cómo lo había llamado la autora? Ah, sí:
Renovación
. Aparentemente, tampoco había encontrado comprador.

Intrigada, Hannah empujó la puerta del estudio.

Estaba abierta. Justo a la derecha de la entrada encontró el interruptor de la luz y la encendió. En brutal contraste con la pulcritud de la casa, el lugar de trabajo de Jolene parecía una alegoría de los desastres. El suelo estaba cubierto con retazos de cuero y lona, rellenos de goma, fieltro, tachuelas y hojalata, todos los desperdicios que iba dejando su trabajo artístico. Alguien se había esforzado por limpiar un poco, porque había una gran bolsa de plástico cerca de la puerta llena hasta rebosar. Pero quienquiera que lo hubiese hecho se había dado por vencido y había dejado la escoba y el recogedor en el suelo, junto al resto de la basura.

Hannah notaba cómo el polvo y la suciedad le entraban por la nariz, e incluso penetraban los poros de su piel.

El desorden también reinaba sobre la mesa de trabajo de Jolene, donde frascos de pegamento se amontonaban con latas de pintura, botellas de aceite de lino e incluso una lata de lubricante para automóviles. Los pinceles estaban puestos en remojo en jarros de vidrio de los que se había evaporado la trementina. Los pinceles estaban ahora pegados al interior de los jarros. La pared se encontraba plagada de ganchos para colgar las herramientas de Jolene; pero hacía poco uso de ellos, y prefería dejar pinzas y martillos, tenazas y cinceles por cualquier parte.

La cabeza de un maniquí, colocada en un estante bajo, llamó la atención de Hannah. Carecía de ojos y boca, apenas tenía esbozada la nariz, y parecía más un huevo que una persona. Se agachó para alcanzarlo, cuando de repente oyó la voz de Jolene. Saltó del susto. Se dio la vuelta hacia la puerta, pero no vio a nadie. La voz procedía de la pared situada a su derecha. No exactamente de la pared, sino de detrás de una pila de trapos y lienzos enrollados en un rincón de la mesa de trabajo.

—Deje su mensaje después de la señal.

Lo que escuchaba era un contestador.

—Hola, mamá. Soy Warren. ¿Qué es esto? ¿Otro nuevo número telefónico? Ya ocupas página y media de mi agenda. ¿Cuándo van a terminar de establecerse Marshall y tú? Bueno, estaba pensando en visitarlos durante las vacaciones. ¿Qué les parece? Llámame y me cuentas cómo están. Adiós, mamá.

Hannah miró, incrédula, la pared. La voz había sonado apagada, lejana, pero estaba segura de que había oído decir «mamá». Dos veces. No podía juzgar si la voz pertenecía a un hombre joven o mayor. Jolene no podía tener un hijo. Eso no podía ser.

El ruido de un coche sobre la grava le hizo dar otro salto; esta vez, en parte, por sentirse culpable, aunque no había hecho nada malo, sólo mirar las pinturas. Así y todo, algo le dijo que era mejor que Jolene no la encontrara en su estudio. Apagó la luz y salió justo a tiempo de ver el coche de Teri y, agachada sobre el volante, abriendo asombrada la boca, a la propia Teri.

El coche se detuvo y se abrió la puerta.

—¡Aaaaaaah! —gritó la camarera al ver a Hannah—. ¡Fíjate! ¡Estás enorme, como una casa! Quiero decir, hermosa como una casa. Grande, como una antigua y hermosa mansión. O como quieras, qué sé yo —Teri abrió los brazos, se acercó a su amiga y la estrechó en un abrazo. Hannah había olvidado cómo el afecto podía calentar una habitación, un jardín o la ciudad más fría del mundo. También recordó lo mucho que echaba de menos ese calor humano. Su amiga no había cambiado. No tenía más novedad que unos reflejos castaños, algo estridentes, en el pelo—. Así que es aquí —dijo mirando alrededor—. No está mal. No me dijiste que estabas viviendo como una rica heredera.

—Es bonito.

—¡Bonito, dices! Qué rápido nos acostumbramos al lujo, ¿verdad? Esto no sólo es bonito. Es ¡faaaaaantástico! ¿Y qué es eso de que debes quedarte en la cama? Me habías dicho que estabas hinchada como un pescado. Muéstramelas manos y los tobillos. A mí me parecen normales.

—Supongo que las siestas han hecho efecto. Pero qué aburrido es estar tirada todo el día, sin mover un dedo.

—Querida, llegará el momento en el que te arrepientas de haber dicho esas palabras. ¿Me enseñas el palacio?

—¿Por qué no? —de repente Hannah pensó en Jolene, que estaría a punto de regresar—. ¿Qué te parece si primero almorzamos? Hay algunos restaurantes bonitos en el pueblo. Te enseñaré la casa y los jardines después. Yo tengo a mi disposición el tercer piso.

—Un piso propio. ¡Quién te ha visto y quién te ve! Déjame que te cuente lo que yo tengo: la mitad de una cama de matrimonio. Y el colchón está en las últimas.

Se decidieron por el restaurante Sumner, porque les gustaron su ventana adornada con maíz y calabazas, y las mesas con manteles de lino blanco. Según se anunciaba a la entrada, las ensaladas costaban 12.95 dólares y el guiso de maíz 7.95, lo cual era más caro de lo que ambas habían supuesto.

—Qué importa —dijo Teri—. Sólo se vive una vez. Por ahorrarnos este menú no saldremos de pobres.

Unos pocos minutos de conversación bastaron para restablecer la vieja camaradería. Teri demostró ser una fuente inagotable de noticias y chismes. Los chicos continuaban siendo, según sus palabras, «un horror, aunque dulces en el fondo», contradicción que no se tomaba la molestia de explicar. A Nick le habían subido el sueldo, pero se pasaba aún más tiempo en la carretera. La semana anterior, los Ritter habían ido al Blue Dawn Diner. Herb estaba resfriado y Ruth seguía exactamente igual, es decir, loca de remate. En el bar, los tíos de Hannah hablaron poco.

Apenas hacía seis meses, pensó Hannah, era su mundo. Ahora parecía vivir en otra dimensión, en un lugar aislado de la realidad, como si residiera en una ciudad en miniatura metida dentro de una de esas esferas de cristal con copos de nieve que se venden en las tiendas.

—Y ahora las noticias más importantes —anunció Teri—. ¿Te has agarrado a tu silla, muñeca? ¡Bobby tiene novia! ¿Lo puedes creer?

—¡No! ¿Quién es?

—Una gorda, como él. Creo que es vendedora en una de las tiendas baratas del pueblo. Probablemente se conocieron en un negocio de venta de globos y allí inflaron a los dos.

—Teri, ¡eres terrible!

—¡Lo que es terrible es lo que ha cambiado! Desde que conoció a esa ballena, está siempre de buen humor. Sonríe de la mañana a la noche. No nos peleamos nunca. No tengo a nadie sobre quien descargar mis frustraciones. Nick dice que yo era mucho más tratable antes. Me desahogaba con Bobby durante la jornada y cuando llegaba a casa no me quedaba enfado alguno para Nick. Ahora soy un manojo de nervios. Así que ese cocinero de cuarta, el muy hijo de puta, se las ha arreglado para arruinar mi matrimonio. Esto es serio, preciosa. Tal vez tenga que hacer una terapia o algo así.

Las noticias de Hannah consistían más bien en una serie de informes médicos que Teri escuchó con paciencia, asegurando a su amiga que los altibajos emocionales eran una reacción típica de su estado. Pero fue al hablar del padre Jimmy cuando Teri prestó verdadera atención. La miró fijamente, con la cara radiante.

—¡Típico!

—¿Qué quieres decir? —preguntó Hannah.

—Que por fin te guste alguien y sea precisamente el hombre menos accesible del mundo.

—No te entiendo. ¡Es un sacerdote!

—Ya. ¿Es guapo?

—¡Te acabo de decir que es un cura!

—¿Los sacerdotes no pueden ser guapos?

—¡La verdad es que sí, Teri! Sólo hemos conversado unas pocas veces. Sabe escuchar muy bien.

—¿Sí? Bueno, me gustaría tener un espejo para que pudieras verte la cara. Ese brillo en la piel no es sólo producto del bebé, preciosa.

Hannah intentó disimular su apuro con una risita.

—¡No has cambiado nada, Teri!

La campanilla de la puerta del restaurante sonó con fuerza. Hannah se sorprendió al ver a Jolene Whitfield de pie en la entrada.

—¡Entonces eras tú, Hannah! —gritó Jolene, sobreponiéndose a los ruidos del lugar, mientras avanzaba entre las mesas donde grupos de comensales charlaban y comían sus ensaladas—. Mis ojos no me engañaron. Volvía de Webster’s Hardware y se me ocurrió mirar por la ventana. ¿No se supone que debes estar en casa, descansando?

—Hola, Jolene. Ésta es Teri Zito, una vieja amiga mía de Fall River. Teri me sorprendió con una visita. Teri, esta es Jolene Whitfield.

—Encantada de conocerla —exclamó Jolene—. Supongo que es una sorpresa. Deberías habernos avisado. Hannah podría haberte invitado a casa. Yo habría preparado la comida. Hannah no debe realizar muchas actividades, ya te habrá contado. Órdenes del doctor.

—Fue…, bueno…, una decisión de última hora, un impulso repentino —improvisó Teri, mientras echaba una confundida mirada hacia Hannah.

—¿Quieres sentarte con nosotras, Jolene? —preguntó Hannah.

—No, todavía he de hacer otros recados. Y ustedes deben tener mucho de qué hablar. Los viejos tiempos y todo eso. No quiero entrometerme. Haremos una cosa: buscaré algo en la panadería y comeremos el postre en el jardín de invierno. Eso me dará ocasión de conocer a… Teri, ¿verdad?

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