—A veces. A todos nos pasa.
—Yo creo que la señora Greene y los Whitfield son amables conmigo sólo porque les soy útil. En cuanto nazca el bebé, ya no se tomarán tantas molestias. Me enviarán de regreso a casa. Ya lo sé, es parte del acuerdo, pero resulta tan extraño tener gente encima de una todo el tiempo, cuidándote, protegiéndote, cuando en realidad es el bebé lo que les interesa. Es como si yo no existiera. Sé que si se lo digo a la señora Greene ella se lo contará a los Whitfield, y entonces me agobiarán aún más. Últimamente Jolene se ha puesto terriblemente nerviosa.
—Tal vez intuya tus sentimientos. ¿Piensas mucho en el contrato que has firmado?
—No he comprobado mis derechos legales. Pensaba hacerlo cuanto antes.
—No, me refiero a tu contrato moral. Diste tu palabra, prometiste ayudarles. ¿Puedes, en conciencia, incumplir tu palabra? A los ojos de Dios, ¿no deberías tener una razón muy importante para hacerlo?
—Supongo que sí.
—Me has dicho que esa pareja no puede tener un hijo por sí sola. Y ahora Dios les ha proporcionado los medios. Tú eres el instrumento, Hannah. Tú y tus sentimientos son parte de un plan mucho mayor. Igual que lo somos todos. ¿Puedes pensar en la situación de ese modo? No te están dejando al margen. Estás siendo incluida en algo mucho más grande de lo que puedas imaginar.
—¿Cómo puedes estar tan seguro, padre? Yo nunca he estado segura de nada. Y ahora menos.
—En este edificio me siento muy seguro sobre el plan divino. Fuera, en el mundo, la vida es tan difícil para mí como para ti. Acabo de pasar unos días con mi familia, en New Hampshire. Mis padres tienen una casa y vamos todos los años sobre estas fechas, desde que mis hermanos y yo éramos niños. Es una tradición. Pero en cuanto llegamos, mis padres empiezan a tratarnos como si todavía fuéramos niños. Aquí, en Nuestra Señora, yo atiendo a adultos constantemente. Pero allí, mi padre me grita porque me he comido lo que quedaba de la mantequilla de cacahuate y por tanto soy un egoísta que sólo pienso en mí mismo. Y lo peor de todo es que yo también grito. Me vuelvo a convertir en un niño —se rió, y Hannah con él—. Quiero decir que nadie está seguro todo el tiempo. Gestar ese niño se ha convertido en un objetivo en tu vida, y cuando esté cumplido, temes verte a la deriva. Pero eres joven y saludable, Hannah, y tienes mucha vida por delante. Un día tendrás tu propio bebé.
Una profunda voz resonó en la vacía iglesia y de las sombras salió una figura fornida.
—¡Al fin lo encontré! La señora Forte dijo que se había ido con una joven preciosa y yo pensé: «Ay, Dios mío, otra oveja descarriada» —al entrar a la zona iluminada, monseñor Gallagher mostraba una sonrisa un poco forzada—. Espero no estar interrumpiendo nada.
—No —respondió la chica—. Ya me iba.
—Bueno, todavía queda gente abajo, y te necesitan, padre James. Ya sabes cómo se pone la señora Quinn si no pruebas su pastel de melocotón. Y me temo que la señora Lutz le ha quitado el trono con esa tarta que ha hecho…
—Espero haberte ayudado —dijo el padre Jimmy a Hannah. Después, tras excusarse, se apresuró a regresar al sótano. Hannah pensó que marchaba con un aire levemente culpable.
Monseñor Gallagher le siguió con la vista hasta que desapareció.
—A veces creo que ya no somos sacerdotes, ¡nos hemos convertido en catadores! ¡El alimento espiritual ha sido reemplazado en esta parroquia por las tartas caseras! El sábado pasado una de las mujeres trajo un postre llamado ¡chocolate de la Santísima Trinidad! ¿Dónde iremos a parar con estas historias?
Este nuevo intento de bromear fue acompañado de una sonrisa un poco más sincera.
—¿Nos acompaña, señora Manning?
—La verdad es que ya debería irme a casa.
—Entiendo. A su marido no debe de gustarle que tarde usted demasiado.
¿Qué pensaba de ella, en realidad, este hombre?
—Sí, claro. Buenas noches, monseñor.
Aún había numerosos coches en el estacionamiento. Hannah se sentó en el suyo un momento, pensando en lo que le había dicho el padre Jimmy. Tenía razón, por supuesto. Había hecho una promesa y ahora debía atenerse a ella, lo cual la convertía, después de todo, en una incubadora. No, no era eso lo que el padre había dicho. Un medio para un fin. Parte de un plan mayor. De eso se trataba. Giró la llave para poner el coche en marcha. Se escuchó un leve clic, y después nada. Volvió a intentarlo.
Otra vez nada. Comprobó la palanca de cambios para asegurarse de que estaba en punto muerto y miró el tablero para ver si se había encendido alguna luz roja. Todo estaba en orden. Volvió a girar la llave. Esta vez ni siquiera hubo un clic. Era raro. El coche no le había causado ningún problema en mucho tiempo, y parecía en perfecto estado cuando lo llevó hasta la iglesia.
Pero ahora estaba decididamente muerto.
El lunes por la mañana, Hannah y Jolene estaban de pie en el aparcamiento de la iglesia, mientras Jack Wilson acercaba su grúa hasta el coche averiado. Al verlo ajustar dos grandes ganchos debajo de la defensa delantera y apretar las cadenas, que sonaron como en una historia de fantasmas, Hannah se sintió invadida por la tristeza. El coche no era más que una gran máquina de metal y plásticos, pero era su máquina y habían pasado muchas cosas juntos. Cuando sus tíos la irritaban, el viejo automóvil era el cómplice que la alejaba de ellos, aunque sólo fuera para llevarla hasta el cine más próximo, a ver una película. Le debía la poca libertad que había tenido, y ahora…
La voz de Jolene interrumpió sus pensamientos.
—No quiero soltar eso de «ya te lo dije», pero estás mejor sin él. A riesgo de repetirme, insisto en que estoy más que dispuesta a llevarte a donde quieras y cuando quieras, para lo que quieras. Lo único que tienes que hacer es pedírmelo.
Casi parecía feliz, como una Casandra cuyos peores augurios se hubieran cumplido.
El doctor Johanson no estaba tan feliz. Mantuvo un evidente aire de preocupación durante el reconocimiento de Hannah, que a esas alturas ya era semanal. Incluso desaparecieron los comentarios gentiles.
—Tu tensión es inusualmente alta —le dijo en determinado momento—. Eso me preocupa —y no dio más explicaciones por su expresión sombría, que se hizo más y más tétrica a medida que continuaba el examen.
En cierto momento, Hannah preguntó si algo iba mal y él mencionó la hinchazón de manos y piernas.
—¿Es serio?
—Es poco serio —fue su seca respuesta. Hizo algunas anotaciones en la ficha de Hannah—. No has cambiado la dieta, ¿verdad?
—No.
—¿Estás comiendo y bebiendo las mismas cosas, en las mismas cantidades que antes? ¿Ocho vasos de agua por lo menos?
—Sí.
—¿Dolores de cabeza?
—Ninguno que recuerde.
—¿Catarros?
—No.
—Hmmmmm —el doctor frunció el ceño y volvió a tomar algunas notas—. Necesito un examen de orina. Después, si tienes la amabilidad de vestirte y venir al despacho…
Con una brusca reverencia, el médico dio media vuelta y dejó la sala. La frialdad de su salida la dejó preocupada. ¿Dónde estaban las sonrisas alentadoras y el cálido trato que habitualmente prodigaba? Trató de que su imaginación no se desatara.
Golpeó suavemente la puerta del despacho y le dijeron que entrara. Johanson estaba sentado detrás de su escritorio, con la cabeza y los hombros iluminados por el sol procedente de la ventana.
Jolene ocupaba una de las dos sillas colocadas frente a él. Tenía una expresión preocupada.
—Todo estará en orden, espero. Estoy bien, ¿verdad? ¿Y también lo está el bebé?
El doctor Johanson dio tiempo a Hannah para que se sentara.
—No hay motivo para excesivas alarmas. Todo saldrá bien, Hannah, pero a partir de ahora necesitamos tomar algunas precauciones. Por eso quise que la señora Whitfield estuviera aquí con nosotros. Estamos juntos en esto —se frotó el mentón y miró sus notas—. Parece que has desarrollado síntomas precoces de preeclampsia. Es una palabra rimbombante, y no quiero intimidarte con ella. Simplemente significa alta presión durante el embarazo. Pero debo decirte que la hinchazón de los pies y los tobillos no es buena. Tanta retención de líquidos es mala. Y la tensión arterial, peor.
—Pero yo me siento bien, de veras.
—Y quieres seguir sintiéndote bien, ¿no?
—Por supuesto.
—Para eso debemos controlar la tensión.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó la chica, repentinamente nerviosa.
—Ésa es la cuestión. Tienes que hacer muy poco, lo menos posible. El análisis de orina nos ayudará a determinar la gravedad del problema. Hasta entonces, descanso en la cama, descanso en la cama y más descanso en la cama. Quiero que la señora Whitfield se encargue de que no te exijas demasiado.
Jolene se retorcía las manos compulsivamente.
—Espero que la inauguración de la muestra no le haya generado demasiado estrés. Toda esa gente, y tanto ruido. De ser así, jamás me lo perdonaría.
—En realidad no hay ningún daño, señora Whitfield. Lo hemos detectado a tiempo. Así que ahora tomaremos precauciones y ya está.
—No entiendo —dijo Hannah, contagiada por la ansiedad de Jolene—. Mi amiga Teri trabajó hasta el día del parto. Las dos veces que estuvo embarazada.
—Cada persona es diferente —respondió el doctor Johanson con voz más firme que antes—. Cada embarazo es distinto. No quiero asustarte, pero presta atención. Esto no es una broma. Alta tensión arterial significa que el útero no recibe suficiente sangre. Eso puede afectar al crecimiento del bebé y poner en peligro tu salud. A veces incluso es necesario provocar el parto anticipadamente. ¿Es demasiado pedirte que te tomes las cosas con calma por un tiempo?
—Pero si no hago nada.
—No se preocupe, doctor —dijo Jolene—. Me encargaré de que Hannah no mueva un dedo.
Johanson aprobó con seriedad.
—Eso sería lo más prudente, señora Whitfield, lo mejor para todos. ¿Me has oído, Hannah?
—Sí, señor —respondió, sintiéndose como una niña de diez años.
—Bueno, veo que por lo menos tienes los oídos perfectamente, gracias a Dios. —Hannah no pudo discernir si el médico hablaba en serio o en broma.
Jolene no necesitó nada más para desatarse. Su obsesiva tendencia a controlarlo todo contaba ahora con el visto bueno oficial del doctor. Realizaba sus tareas como cocinera, asistente y hasta criada con entusiasmo, corriendo de arriba abajo por las escaleras con tanta frecuencia que Hannah comenzó a preocuparse por su salud. A ver si ahora la hipertensa iba a ser la otra. Llevaba a Hannah el desayuno a la cama, hacía la habitación en cuanto se levantaba, se llevaba su ropa, la lavaba, llevaba a la chica al pueblo e insistía en hacer todos los recados que necesitara, mientras ella permanecía en el coche, a la espera.
La frenética energía que normalmente empleaba en sus pinturas, ahora la ponía al servicio de Hannah.
Cuando la joven se quejaba, harta de no hacer nada, Jolene le respondía:
—Estás cuidando de tu salud, ¡eso es lo que estás haciendo! ¿No es bastante?
Transcurrida una semana, la joven no se sentía mejor, pero lo cierto era que no se había sentido mal antes. En la siguiente visita, el doctor Johanson anunció que era levemente optimista sobre su evolución, pero que eso no significaba que pudiera «salir de baile».
Se le presentó un problema inesperado. Al quedarse todo el día en la cama durmiendo siestas, manteniendo los pies en alto mucho tiempo o reposando interminablemente en una mecedora para facilitar la circulación en sus piernas, dormía mal de noche. Si hasta entonces se despertaba sólo dos o tres veces por noche, ahora lo hacía cada hora.
Lógicamente, por las mañanas estaba de mal humor.
Se encontraba, pues, sin medio de trasporte propio, pero con una enfermera permanente que quería confinarla en el tercer piso. De seguir así, los Whitfield la tendrían atada con una correa en poco tiempo. El humor de Hannah no mejoraba en el transcurso del día, pero después de los agobios matinales, al menos tenía la impresión de que Jolene trataba de mantenerse alejada de ella.
Por las tardes, se instalaba en el jardín de invierno e intentaba leer una novela que la bibliotecaria le había recomendado. Trataba de una esposa maltratada que decidía escaparse con su hijo de diez años y comenzar una nueva vida bajo otra identidad, en Florida. Pero el jardín de invierno era caluroso, y después de leer treinta o cuarenta páginas le entraba el sopor y se dormía. Se obligaba a sí misma a levantarse y a caminar por el jardín.
—Recuerda, no vayas muy lejos —le decía Jolene, siempre al acecho.
—Sólo quiero ver si soy capaz de llegar hasta el bebedero de los pájaros y volver —respondía Hannah. Jolene no percibía los sarcasmos, o los pasaba por alto.
Una noche, tal como Hannah temía, durmió fatal. Se metió en la cama a las diez, se despertó a eso de las doce, luego a la una, y también a las dos, precisa como un reloj. Cuanto más se agitaba, más difícil le resultaba conciliar el sueño. A las tres se dio por vencida, encendió la luz y trató de concentrarse en la lectura de la novela. Le dolía la espalda, pero si se ladeaba no podía ver bien las páginas. Intentó buscar la mejor postura y el libro se le cayó al suelo.
Exasperada y completamente despierta, se levantó y decidió ir a por un vaso de agua, aunque sabía perfectamente cuáles serían las consecuencias. Jolene se levantaría, solícita. Pero entonces escuchó ruidos en el piso inferior. Parecían voces, o al menos una voz, y pasos de alguien que bajaba por la escalera. Siguió el ruido de la puerta trasera. Alguien había salido.
Apagó rápidamente la lámpara y se acercó a la ventana para ver qué sucedía.
El cielo no tenía nubes y la luna llena iluminaba el jardín con su luz plateada. Los Whitfield habían salido al exterior de la casa. Marshall llevaba un pijama a rayasy una bata azul de lana fina. Jolene ni siquiera se había molestado en ponerse una bata y su camisón de seda blanca brillaba en la noche. Era como si se hubieran despertado por algún ruido o movimiento extraño en el jardín y ahora estuvieran tratando de averiguar lo ocurrido.
Jolene caminó, seguida por su marido, hasta que llegó al centro del jardín, donde se detuvo. Parecía mirar hacia lo lejos, buscando algo. Él la siguió varios pasos por detrás, y cuando ella se detuvo, la imitó. Ambos permanecieron inmóviles largo tiempo, como si esperaran que alguien o algo emergiera de la arboleda situada en los límites del jardín. Pero nada ocurrió. La noche estaba en calma, los árboles parecían congelados bajo la luz lunar. El agua del bebedero semejaba la consistencia y el brillo del mercurio.