Judith aflojó la mano con la que apretaba el picaporte.
—Supongo que sí —dijo después de pensarlo un momento—. Puedes bajar ahora. Me ahorrarás un viaje más tarde.
Dejó pasar a Hannah y luego la siguió por las escaleras, tan de cerca que la joven podía sentir la respiración de la mujer casi en su nuca.
Varias maletas habían sido colocadas cerca de la puerta de entrada, y los estantes del recibidor estaban vacíos, sin objetos, libros o adornos.
Jolene se encontraba en el fregadero, lavando verduras.
—Buenos días, Hannah, ¿has dormido bien? —preguntó al tiempo que se daba la vuelta.
—Sí, gracias, ¿puedo ayudar en algo?
Hannah captó la rápida mirada que Jolene lanzó a Judith.
—Es sólo un pastel de pollo. Si quieres pelar y cortar algunas zanahorias y rábanos, no estaría mal, creo yo. ¿No es cierto, Judith? Pela también unas remolachas —le señaló una tabla de cortar, sobre la que había un cuchillo de acero inoxidable. Sin esperar a la reacción de Judith, Hannah se acercó a la mesa y cogió el cuchillo con su mano derecha.
—Un buen día para hacer pastel de pollo —dijo, por hablar de algo—. Mi tía Ruth lo hacía de vez en cuando. Bueno, en realidad lo compraba congelado en el supermercado. A tío Herb le gustaba mucho.
—Es uno de los platos favoritos de Marshall —comentó Jolene, mientras volvía a su trabajo.
Satisfecha de que los asuntos de la cocina estuvieran en orden, Judith dio media vuelta y salió. Sus pasos se alejaron rápidamente. Hannah no sabía adónde iba. Todo era un gran secreto ese día. No pasarían mucho más tiempo en esa casa, eso parecía claro.
El reloj de la cocina marcaba las once y cincuenta y cuatro. Si miraba hacia su izquierda, la ventana de la cocina le ofrecía una vista parcial de la entrada de la casa. Teri llegaría en cualquier momento. Peló una zanahoria, tratando de concentrarse en su trabajo. El cuchillo estaba muy afilado y no quería cortarse.
Jolene había encendido el horno y estaba colocando cuatro porciones de masa de pastel en una bandeja metálica.
—¿Dónde está Marshall? —preguntó Hannah.
—Ha salido. Le he dicho que comeríamos a la una. Volverá pronto.
—No estás enfadada conmigo. ¿Verdad, Jolene?
—¿Enfadada? —la mujer pareció pensar en la pregunta antes de responder—. No, enfadada no. Enfadarse es pecado. Decepcionada, creo que sí. Esperábamos que mostraras más entusiasmo por lo que estamos haciendo.
—Pero si estoy entusiasmada. De veras.
—Bueno, tal vez lo estés. Judith piensa lo contrario.
—Desde luego, me sorprendí cuando me lo contaron. Pero eso es lógico, ¿no? Sin embargo, ahora que me he acostumbrado a la idea…
—¿Te das cuenta de la gloriosa tarea que te ha sido encomendada?
—Sí, es un honor muy especial.
—Eso creo yo también —con Judith fuera de la cocina, Jolene estaba mucho menos tensa—. Se te ha dado sólo a ti, Hannah. Entre todas las mujeres. Había tantas que esperaban ser la elegida…
—¿Hay muchas personas buscando lo mismo que ustedes?
—Oh, sí. «Tantos que los ejércitos lo rodearán y cumplirán Su voluntad» —recitó, con un brillo exaltado en sus ojos—. «Pero cuando llegue la hora, sólo los devotos serán admitidos en sus filas. ¡Nadie entrará, salvo los fieles!».
El reloj marcaba las once y cincuenta y nueve.
—¿Y el resto? —preguntó Hannah.
—¿El resto…? Al resto se le permitirá languidecer y morir. Así debe ser.
—Ya veo. —Jolene hizo una pausa. Sus ojos repasaron los ingredientes—. Ay, querida, nos hemos olvidado del apio. Hay un poco en la nevera. ¿Te importaría cortarlo?
—Sin problemas —el cuchillo golpeó rápida y repetidamente la tabla.
Había pasado la hora y Teri no aparecía.
—Bueno, así vale —dijo Jolene, contemplando con aprobación el trabajo de Hannah—. ¿Por qué no vas al salón y descansas un rato? Estos pasteles tardarán cuarenta minutos en cocinarse.
—¿No necesitas que te ayude con otra cosa? —No creo. Ve a sentarte.
El sonido de un coche circulando sobre la grava de la entrada hizo que Jolene alzara la vista.
—Ah, debe de ser Marshall. Ha llegado temprano —estiró el cuello y miró por la ventana—. No, no es él. Ésa no es su camioneta. Me pregunto quién podrá…
Se dio la vuelta justo a tiempo de ver a Hannah luchar con la puerta de la cocina.
—¿Qué demonios haces? ¡Hannah! Está helando ahí fuera.
Cuando la joven abrió la puerta, su corazón se encogió. Frente a ella, de pie en el escalón, bloqueando su paso, estaba Judith Kowalski. Un gesto adusto parecía grabado a fuego en su rostro.
—¡Ya es suficiente! —espetó—. Hasta aquí has llegado. Volvamos adentro, ¿te parece?
Hannah trató de resistirse, pero estaba ya demasiado torpe para moverse con agilidad. Su cuerpo parecía ir encámara lenta. Parecía un oso a punto de hibernar. Judith la cogió con fuerza por el codo y la hizo girar. Parecía una maestra irritada con su alumna revoltosa.
—¿Quién es, Judith? —preguntó Jolene.
—No lo sé. Una mujer. Dile que se vaya.
Hannah la empujó hacia un lado y se agarró a la mesa con su mano libre. Sobre la tabla de cortar, donde lo había dejado, estaba el cuchillo. Se estiró para alcanzarlo, llegó a tocarlo con la punta de los dedos, logró sujetarlo un poco; pero Judith dio otro tirón a su cuerpo y tuvo que soltar el cuchillo, que acabó en el fregadero.
No podía hacer nada, salvo gritar. Si gritaba lo suficiente Teri podría oírla y acudir en su ayuda. Era su única oportunidad. Respiró hondo y expulsó el aire de los pulmones con toda la fuerza que pudo.
—¡Teriiiiiiiiiiii!
Un trapo violentamente colocado en su boca ahogó el grito. Hannah se quedó sin respiración. Su visión se nubló y comenzó a agitar los brazos, que se movían como si tuvieran voluntad propia. Se iba a desmayar.
—Respira por la nariz —le ordenó al oído Judith—. Estarás bien si respiras por la nariz —cuando aumentó la presión en la boca de Hannah, dejó por fin de resistirse. Sus piernas se debilitaron y cayó al suelo.
—Pensaste que eras muy lista, ¿no? —murmuró Judith, de pie ante ella.
Fuera, Teri apagó el motor, se levantó el cuello del abrigo y se preparaba para enfrentarse al frío cuando vio a Jolene Whitfield acercarse al coche. Bajó la ventanilla.
—Es un placer verte —dijo Jolene—. Teri, ¿no es así? La amiga de Hannah, de Fall River. ¡Qué agradable sorpresa!
—¿Cómo está usted, señora Whitfield?
—No me puedo quejar. Excepto por el frío, claro. Supongo que vendrás a ver a Hannah. Ojalá nos hubiera avisado. No está.
—¿Cuándo volverá?
—Se fue hace un ratito y dijo que no la esperáramos hasta la cena. Alrededor de las siete. Puedes quedarte con nosotros, si quieres.
Jolene sonrió, mientras daba saltitos y se frotaba los brazos, en un intento por entrar en calor. Parecía sincera.
—Qué raro. Quedamos en que vendría a buscarla hoy, a esta hora. Lo convinimos hace un par de días.
—¿De veras? No me dijo nada.
No, claro que no, pensó Teri. Eres la última persona a quien se lo diría.
—¿Se van a ir de vacaciones mañana?
—Me gustaría. Pero a Hannah no le apetecía viajar en su estado, así que lo pospusimos. No la culpo.
¿Eso era todo? Se preguntó Teri. ¿No le apetecía? Tal vez con el cambio de planes simplemente Hannah se hubiera olvidado de la visita. Parecía algo incoherente por teléfono. Desde luego, Jolene no era exactamente una influencia tranquilizadora.
—¿Todo marcha bien? —preguntó.
—Por Dios, claro que sí. A Hannah le gusta estar sola de vez en cuando. Se ha vuelto más reservada. Pero amenos de un mes del nacimiento del bebé, me imagino que tiene mucho en que pensar. Así que la dejamos sola y le seguimos la corriente… ¿Cómo están tus chicos? Son dos varones, ¿no?
—Sí. Los delincuentes, los llamamos. Incansables como siempre. Mire, señora Whitfield, me encantaría esperar, pero tengo que trabajar esta noche. Si Hannah no vuelve hasta la caída de la tarde…
—Es lo que dijo.
—Bueno, entonces dígale que me llame mañana por la mañana.
—Así lo haré. Lamento que hayas hecho el viaje en vano.
Jolene vio cómo retrocedía el coche, se detenía al llegar a los arbustos y luego viraba hacia la calle Alcott. Antes de perderse de vista, alzó la mano y saludó.
Teri vio el acceso a la carretera 128, e iba a enfilarlo cuando sintió un impulso. Disminuyó la velocidad, se detuvo en la orilla y dejó el motor en funcionamiento. Luego, sin saber exactamente por qué, dio la vuelta y se dirigió hacia East Acton.
Aparcó al lado de Nuestra Señora de la Luz Divina y permaneció sentada en el coche por un momento, ordenando sus pensamientos. No podía recordar cómo se llamaba el joven sacerdote. Era un nombre común. Algo así como «padre Willy», o una cosa parecida. En cualquier caso, algo que sonaba un poco tonto para un sacerdote.
Hizo sonar varias veces el timbre de la rectoría. Se abrió la puerta y asomó su cabeza una mujer mayor, de pelo cano.
—¿Qué desea?
—Buenos días. O mejor dicho, buenas tardes. ¿Podría ayudarme? Estoy buscando a un sacerdote joven, atractivo —la puerta se abrió por completo, dejando ver a la encargada de la rectoría, con su gastado delantal de algodón sobre un vestido negro y levemente sorprendida—. Me temo que no me expresé como debía —se excusó Teri—. Lo que quería decir es que estoy buscando a un sacerdote de esta parroquia. No puedo recordar su nombre. Sólo sé que es joven y, ya sabe, apuesto. ¿Hay aquí alguien así? Es importante que hable con él.
—Se refiere al padre Jimmy, supongo —dijo la mujer, mientras retrocedía para permitir a Teri entrar al recibidor—. No es que monseñor no tenga buena figura, para un hombre de su edad. Siéntese, voy a ver si puede recibirla.
Señaló con un gesto hacia la recepción y subió las escaleras.
Jimmy, pensó Teri. No iba tan desencaminada. Apenas tuvo tiempo de examinar lo que a su parecer era un mobiliario imponente, porque enseguida escuchó que alguien bajaba las escaleras. Definitivamente, Hannah no había exagerado sobre el atractivo cura. Agradable sonrisa, piernas largas, delgado, con unos ojos oscuros muy seductores. Qué desperdicio, pensó.
—¿Quería verme? Soy el padre Jimmy —dijo.
—Hola, padre. Mi nombre es Teri Zito. Soy amiga de Hannah Manning.
—¿Ha ocurrido algo?
—Esperaba que usted lo supiera. Esto va a sonar tonto, pero acabo de ir a la casa de la calle Alcott y ella no estaba. Habíamos quedado en que hoy la recogería para llevarla a mi casa. Vivo en Fall River. Cuando llegué, la señora Whitfield dijo que se había ausentado para el resto del día.
—Y está preocupada por ella.
—Es que no es propio de Hannah. Y yo sé que últimamente estaba incómoda allí. Me habló de usted y yo pensé que tal vez tendría idea de dónde está. La verdad es que quería hablar con alguien.
—Entiendo que esté preocupada, señora Zito —la orden de monseñor volvió a su ánimo, clara y categórica—. Desearía poder ayudarla, pero no he hablado con Hannah en los últimos días. Tiene que haber una explicación. Si me entero de algo, no tendré inconveniente en…
—No, no se preocupe. Estoy segura de que es un malentendido. Le advertí que probablemente era una tontería. Lamento haberle molestado.
—No es ninguna molestia.
El sacerdote la acompañó a la puerta y vio cómo bajaba los escalones del porche. Al llegar abajo se volvió hacia él.
—Quiero que sepa que Hannah me ha hablado con mucho afecto de usted, padre. Gracias por ser bueno con ella. Usted es el único amigo que tiene aquí. Y bueno… ella es joven y… yo no sé si inocente es la palabra adecuada. Nadie es inocente en estos tiempos. Pero ella es… una buena persona. ¿Sabe lo que quiero decir?
Asintió. Con cierta añoranza, pensó Teri.
Cuando el vehículo de teri desapareció, Hannah fue llevada a su habitación por las dos mujeres, que caminaban a su lado, cada una sujetándola de un brazo. Se sentía como un reo conducido al cadalso.
—Lamentamos tener que hacerte esto, Hannah —explicó Jolene al llegar al segundo piso—. Hemos compartido contigo información muy confidencial y nos hiciste creer que apreciabas la importancia de tu papel. No esperábamos que te comportaras así. Ahora tenemos que proteger lo que es nuestro. Espero que lo entiendas.
—No pierdas el tiempo con ella —dijo Judith.
La puerta se cerró y Hannah volvió a encontrarse sola durante el resto de la tarde. Su única preocupación era cómo escapar de la casa cuanto antes. De acuerdo con todos los indicios que había percibido, no pensaban retenerla allí mucho más tiempo. Y después del último incidente, ¿quién sabía dónde podía terminar?
Podía abrir la ventana y ponerse a gritar nuevamente, pero la vista apenas alcanzaba la casa vecina. Nadie la oiría, y corría el riesgo de que volvieran a taparle la boca. También podía forzar la cerradura del dormitorio, pero no sabía cómo hacerlo, y las herramientas disponibles, un par de tijeras, unas pinzas de depilar y los cubiertos del desayuno, no parecían las adecuadas. Al menos para ella.
Tampoco se veía capaz de subir al tejado. Fuera el cielo era sombrío y había comenzado a caer una leve lluvia. Con el descenso de la temperatura, el agua no tardaría en ser aguanieve y el tejado se pondría resbaladizo, muy peligroso.
Tenía que pensar otra cosa.
Cuando Marshall le llevó la cena, le preguntó si se encontraba bien.
—Sí. Estoy bien.
—¿No te hicieron daño?
—No.
—Me alegro.
Al salir del cuarto se detuvo un momento, como si fuera a decir algo más, pero cambió de idea. Salió y cerró la puerta con llave.
Hannah se fue a la cama con la mente embotada, aparentemente incapaz de pensar o hacer cualquier cosa. El gran plan de fuga no se le había ocurrido y posiblemente no se le ocurriría. ¿Qué rival podía ser ella para tres adultos sanos? Cuatro, contando al doctor Johanson. ¡Embarazada de ocho meses, torpe, cansada, alterada! Y, encima, otra vez tenía que hacer pis. Últimamente la cabeza del bebé había comenzado a apretar su vejiga y la frecuente necesidad de orinar le estaba complicando la vida.
Salió de la cama, fue hasta el baño y luego volvió a acostarse.
Dos horas después, se despertó de nuevo con la misma urgencia. Era la una y media. Otra vez se dirigió cansinamente hasta el baño. Fue entonces cuando se le ocurrió la gran idea. No era un plan perfecto, pero si hacía las cosas bien… Además, ¿qué alternativa tenía?