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Authors: Leonard Foglia,David Richards

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El sudario (23 page)

BOOK: El sudario
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El padre Jimmy tecleó «Johanson» y «Eric» y luego pulsó en «Iniciar búsqueda».

En un instante, el currículum vítae del doctor estuvo ante él. Nacido en Gotemburgo, Suecia, el doctor Johanson había sido registrado en Massachusetts hacía doce años y estaba adscrito al Hospital Emerson. Estudió en la Facultad de Medicina de la Universidad de Estocolmo, y posteriormente en la Escuela Médica de Columbia, graduándose en 1978. Figuraba como su especialidad la «medicina reproductiva», que el padre Jimmy consideró como sinónimo de obstetricia.

Según la página, el doctor Johanson nunca había sido acusado de mala práctica ni había sufrido acción disciplinaria alguna. Prueba de su prestigio era la pertenencia a numerosas sociedades profesionales en Suecia y Estados Unidos, aunque al padre la mayoría no le resultaban familiares. Tenía un montón de publicaciones: el doctor había estado trabajando, sin duda alguna, muchas horas extra.

En el historial se leía: «Más de cincuenta artículos, en publicaciones tales como
Lancet, Tomorrow’s Science, La Medecine Contemporaine
y
Scientific American
». Se destacaba el trabajo titulado «Mirando hacia delante: el futuro de la genética y la reproducción».

Durante toda la cena de despedida, Letitia Greene no dejó de alabar a Jolene. Para empezar, el «ragú al estilo marroquí» estaba perfecto, tierno y delicadamente condimentado, con un sabor excelente, y era «un plato muy original». También era digna de elogio la propia casa, tan elegantemente decorada. Qué menos se podía esperar de una artista, ¿no?

—Los artistas no ven las cosas como tú y yo, Hannah —le explicó—. Sus ojos son diferentes de los nuestros. Son sensibles al color. En realidad, ven matices que ni siquiera registramos en nuestras retinas.

Uno sólo tenía que mirar las obras de Jolene, continuó, para saber que la mujer contaba con «una sensibilidad original» (Hannah se fijó en que usaba el término «original» por segunda vez, pero seguramente no sería la última). No todos podían apreciar su valor, concedió, pero ¿no era siempre ése el caso de los visionarios?

—A la gente normal nos llevan una generación de ventaja.

Hannah escuchaba educadamente, aguardando una pausa en la conversación, pero Letitia no daba tregua, y Marshall no ayudaba, decidido al parecer a mantener siempre lleno su vaso de Merlot.

Ahora Letitia se explayaba sobre la encantadora familia que habían formado, un grupo lleno de amor. Pero eso no era sorprendente. Ella había tenido la intuición de que así sería, que Hannah encajaría a la perfección, y su premonición no había fallado.

—Pienso que todos debemos felicitarnos por nuestro logro —dijo, alzando su copa de vino—. Por unas maravillosas vacaciones. Déjame decirte, Hannah, que no hay muchas parejas como ésta, capaces de ofrecerte semejante viaje. ¿No estás entusiasmada?

Se llevó la copa a los labios, interrumpiendo su propia catarata de palabras.

Hannah comprendió que había llegado el momento.

—Creo que es un ofrecimiento muy generoso de Jolene y Marshall. ¡Demasiado generoso!

—No es para tanto —interrumpió Jolene.

—Sí, lo es. Estaba pensando que serán sus últimas vacaciones antes de ser padres.

Marshall asintió.

—Claro, de eso se trata, por eso las cogemos ahora. Dentro de nada no podremos viajar a ninguna parte.

—Sí…, eso es lo que quiero decir… y por eso… bueno, lo que estuve pensando es que deberían hacer el viaje solos. Yo creo que sería un poquito intrusa, un pequeño estorbo.

Marshall dejó su copa de vino sobre la mesa y le cogió la mano a Hannah.

—Pero nosotros queremos que vengas.

—Eres muy considerada —dijo Jolene—. Pero las vacaciones son para todos nosotros. Así que ni una palabra más. ¡Está decidido! —ella también extendió su mano, pero presintiendo que algo no iba bien, la retiró. La señora Greene intercambió con ella una mirada de preocupación.

Todos se concentraron en la cena y se mantuvieron en silencio hasta que Hannah volvió a hablar.

—Quiero darles las gracias por todo, y también por invitarme a ese viaje, pero he decidido no ir.

Dos grandes manchas rojizas aparecieron instantáneamente en el rostro de Jolene, como si la hubieran abofeteado en ambas mejillas.

—¿Lo dices en serio? —preguntó Letitia Greene—. ¿Cuál es el problema?

—No hay ningún problema.

—Pero es la forma que tienen Jolene y Marshall de darte las gracias. Entiendes eso, ¿verdad?

—No quiero ofender a nadie, pero preferiría no ir.

—¿Te importaría decirnos por qué? —alegre por el vino y la compañía hasta hacía unos instantes, la señora Greene había recuperado de repente la sobriedad. Su voz tenía el tono autoritario de la tutora dirigiéndose a una alumna caprichosa—. Es necesaria una explicación.

—Señora Greene, ¿dice en alguna parte de mi contrato como madre sustituta que debo vivir en algún lugar en particular o ir a donde se me ordene?

—Sabes que no.

—Muy bien, pues entonces agradezco la invitación, pero tengo que rechazarla.

—En ese caso sólo queda una solución —expuso Jolene dramáticamente—: cancelamos las vacaciones.

—Por favor, no quiero que hagan eso —dijo Hannah.

—No nos dejas otra alternativa. ¿Crees que te vamos a dejar sola? ¿Para Acción de Gracias? ¿Qué harás con las comidas y lo demás? ¿Y si te sucediera algo? Hay un bebé de por medio. ¡Debemos tenerlo en cuenta!

—He pensado en todo eso. Tengo planes para pasar las vacaciones en otra parte.

—¿Has hecho planes? Jolene se reclinó contra el respaldo de su silla.

—No sé si podemos permitir eso, Hannah —sentenció la señora Greene.

—¿Permitirlo? No estoy prisionera, ¿verdad?.

—Por supuesto que no. Marshall alzó una mano pidiendo silencio.

—Creo que debemos calmarnos. Estamos haciendo un drama de este asunto. Pero Jolene no se tranquilizaba tan fácilmente.

—¿Tú crees, Marshall? Hannah supo de este viaje hace más de una semana. ¿Por qué ha esperado hasta ahora para salirnos con esto? Todo este tiempo ha estado yendo y viniendo a nuestras espaldas, haciendo planes por su cuenta. No me gusta ese tipo de engaños.

A Hannah le sorprendió la vehemencia de su reacción.

—No creo que nadie en esta mesa tenga derecho a hablar de engaños. Y menos tú, Jolene. O usted, señora Greene. Ninguno de ustedes —el pesado silencio que siguió le hizo saber que sus palabras habían dado en el blanco.

—¿Qué quieres decir, Hannah? —preguntó finalmente Marshall.

Hannah se aferraba nerviosamente a la servilleta, colocada en su regazo. No iba a permitir que le hicieran sentir culpable cuando no había hecho nada malo. La tía Ruth había usado esa táctica con ella durante muchos años. Para darse valor, pensó en el consejo del padre Jimmy. Si tenía preguntas que hacer sobre los Whitfield, era su responsabilidad hacerlas. No había marcha atrás.

Se volvió a Jolene.

—¿Quién es Warren?

Una leve sonrisa brilló en los labios de Jolene.

—Creo que alguien ha estado registrando mi estudio. Ya sabes lo que dicen sobre la curiosidad y el gato…

—Yo estaba mirando tus cuadros, eso es todo.

—Por supuesto, claro, eso era lo que hacías. Si tienes alguna pregunta, Hannah, debes ir de frente y hacerla. Warren es mi hijo.

—¡Jolene! —protestó Letitia Greene.

—No, tiene derecho a saberlo. Pensé que si decía a todo el mundo que ya tenía un hijo iba a ser más difícil conseguir una madre sustituta que nos ayudara. Así de simple. Como imaginarás, Warren no es hijo de Marshall, y la cuestión era que tuviéramos un hijo en común. Tuve a Warren cuando era muy joven. Ni siquiera estaba casada. Fue criado por su abuela. Debía habértelo dicho. ¿Satisfecha ahora, Hannah?

—¡Santo cielo! ¿Era eso lo que te molestaba? —dijo Letitia, con un suspiro de alivio—. Entonces no culpes a Jolene, Hannah. Cúlpame a mí. Nunca lo comenté en nuestros encuentros porque pensé que no era importante. No afecta ni quita mérito a lo que haces en lo más mínimo. Los problemas de embarazo de Jolene son posteriores. Son reales. Ella y Marshall te necesitan. Todos te necesitamos. Bueno, esto sirve para reafirmar mi más firme creencia: la buena comunicación es el lubricante que hace que Aliados de la Familia funcione con suavidad.

—¿Puedo, entonces, preguntarte algo más?

—Claro que puedes.

—¿Quién es Judith Kowalski?

—¿Cómo dices?

—Judith Kowalski. Usted la conoce, ¿no es así, señora Greene? La conoce muy bien.

—Me temo que no tengo ni idea de lo que pretendes.

—Busco la verdad.

—¿De qué verdad estás hablando? —ahora la voz de la mujer era seca y dura y su rostro había adquirido la rigidez de una máscara. Inconscientemente, su mano fue hacia el colgante de plata de su cuello.

¡El colgante! Hannah lo reconoció. Una cruz cuadrada sostenida por dos ángeles. Era una copia de la que vio en la catedral de Oviedo.

—Hábleme del Sudarium.

—¿El qué?

—El Sudarium. No finja que no sabe nada. Vi las fotos en el estudio de Jolene.

La señora Greene se puso de pie bruscamente y se alisó la falda.

—¿Nos disculpas un momento? —hizo un gesto a Jolene y a Marshall, que la siguieron a la cocina.

Hannah escuchó rumor de voces detrás de la puerta cerrada. Cuando se abrió de nuevo, la señora Greene apareció primero. Los otros dos la seguían a respetuosa distancia. De sus gestos emanaba una dura frialdad.

—Hannah —dijo—, creo que ha llegado el momento de tener una pequeña charla.

Capítulo XXXIV

La mente del padre Jimmy era un torbellino en el que se agitaba toda la información que había conseguido en internet. Ya había pasado la medianoche y durante tres horas sólo había dejado la silla una vez para estirarse y otra para humedecer sus cansados ojos con agua fría. Había papeles por todas partes. Estaba imprimiendo todo lo que encontraba. Tuvo ganas de llamar a Hannah, pero era demasiado tarde para eso, y sabía que primero tenía que pensar en todo el asunto. No debía sacar conclusiones precipitadas.

Consiguió localizar el artículo del doctor Johanson «Mirando hacia delante: el futuro de la genética y la reproducción» en uno de los archivos virtuales de
Tomorrow’s Science
. El trabajo era demasiado técnico para su fácil comprensión y le costaba avanzar entre términos como «embriología» , «biotecnología» y otros. Pero después de leerlo tres veces comprendió la idea general.

Entendió que, en experimentos de laboratorio, una aguja controlada con precisión podía utilizarse para extraer material genético de una de las muchas células que rodean el ovario de un ratón hembra. El ADN así obtenido podía ser transplantado al óvulo de un segundo ratón. Estimulada químicamente, la célula-óvulo se convertiría en un embrión, el cual podía ser implantado en el vientre de un tercer ratón, el sustituto. Y finalmente, este tercer ratón daría a luz una cría que sería la copia genética exacta del primer ratón. ¡Un clon!

Si tales técnicas funcionan en una o más especies, se preguntaba el artículo, ¿por qué no habrían de funcionaren los humanos? El doctor Johanson llegaba a la conclusión de que la donación humana no sólo era posible, sino también deseable, como «expresión de la libertad de elección reproductiva», una libertad que «no puede y no debe ser limitada por las leyes».

Intrigado, el padre Jimmy continuó leyendo y pronto se encontró inundado de material, lo que sugería que tal disciplina científica estaba mucho más desarrollada de lo que hubiera imaginado. Las ovejas y las vacas habían sido clonadas con éxito. El proceso se estaba volviendo «rutinario» y los procedimientos eran cada vez más eficientes. La investigación con células madre florecía. No era una locura pensar que un ser humano completo podía ser replicado «más temprano que tarde», como había leído en otro artículo. Doctores de todo el mundo ya hablaban de ello abiertamente.

Las consideraciones éticas convertían el asunto en una bomba de relojería, que legisladores y líderes religiosos acababan de activar. Las opiniones ya parecían polarizadas entre quienes tachaban de repugnante tal experimentación y quienes la consideraban un valeroso paso adelante hacia el siglo XXI. El padre Jimmy descubrió que no había pensado demasiado en el tema. Su convicción básica era que el milagro de la vida y la procreación forman parte de la eterna gloria de Dios, no del hombre. Y desde luego creía peligroso que los hombres jugaran a ser Dios.

Se tocó la frente, tratando de ahuyentar un principio de jaqueca. Sus hombros estaban tensos de estar tanto tiempo sentado frente al ordenador. Los misterios de la ciencia le confundían y azoraban, tanto como los de la fe le elevaban y hacían sentir más grande de lo que era. Sabía que las posibilidades infinitas se encontraban en Dios, no en la ciencia, la cual sólo podía rozar los límites del infinito. Los científicos eran como detectives que creían saber todo lo que había en una habitación a oscuras, cuando apenas acababan de entreabrir la puerta.

Decidió entrar de nuevo en alguna de las páginas web sobre el Sudarium que había visitado el otro día. Allí, por lo menos, se movía en un terreno más seguro para él.

Volvió a la página que tenía la foto de Judith Kowalski y examinó su rostro agradable y sociable. El sitio había tenido ocho visitantes más desde su última entrada. Volvió a leer los objetivos de la sociedad: «Divulgar por todo el mundo información sobre el Sudario de Turín y el Sudarium de Oviedo y promover y alentar la investigación científica para determinar su autenticidad». Nada sospechoso, aunque suponía que posiblemente la información y la investigación estarían teñidas con una cierta dosis de proselitismo.

Después de todo, si unas pequeñas astillas de la verdadera cruz podían encender la pasión de los fieles, más lo harían los sudarios, que habían envuelto el cuerpo de Cristo y absorbido su sangre.

Al final de la página, bajo el epígrafe «Otras lecturas», había una lista de publicaciones, disponibles en la sociedad por 9.95 dólares cada una más gastos de envío. El padre Jimmy no las había visto antes. Sus ojos recorrieron la lista. Los títulos resultaban secos y académicos.

Polen de Egipto y norte de África; sus implicaciones
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Formación de imágenes en el Sudario
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El carbono catorce como método de datación
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