—Sí, será lo mejor, porque ahora mismo tengo la cabeza colapsada. Gracias por su comprensión.
—No tiene por qué dármelas, le entiendo perfectamente.
Thomas se levantó, salió de la biblioteca no sin antes agradecerle nuevamente su comprensión y ayuda y siguió al mayordomo hasta su habitación.
A la mañana siguiente.
A
quella mañana, el sol brillaba y unos pequeños rayos de luz se colaban por las rendijas de las persianas de la habitación en la que estaba Thomas durmiendo plácidamente en una confortable y majestuosa cama. Molesto por la claridad, se despertó y, sin levantarse, comenzó a pensar en cómo proseguiría su vida después de todo lo que había sucedido.
Unos golpes en la puerta hicieron que Thomas dejara a un lado sus pensamientos, se incorporara y preguntara:
—¿Sí? ¿Quién es?
—Soy el mayordomo, puede bajar cuando quiera al salón. El desayuno ya está listo.
—Muy bien, ahora mismo bajo.
Tras asearse y vestirse, cogió su tan apreciada mochila, salió de la habitación y bajó por las escaleras. Al llegar abajo, se dio cuenta de que no sabía dónde estaba situado el salón y comenzó a vagar por la enorme mansión.
Perdido por ella, uno de los guardias de seguridad le advirtió:
—Perdone, si busca el salón, no es por ahí.
—Lo siento, no sé por dónde se va. Esto es tan grande que uno se puede llegar a perder.
—Eso es verdad —comenzó a reír y prosiguió— lo que debe hacer es ir hasta la biblioteca y allí, seguramente, esté esperándole el mayordomo para llevarle hasta él.
—Muchas gracias por su ayuda, si no me hubiera encontrado, seguramente tendría que estar buscándome usted dentro de un rato.
Al decir esto, el guardia de seguridad comenzó a reírse nuevamente, mientras que Thomas, que también se estaba riendo, se dirigió hacia donde le había indicado tan amablemente.
El mayordomo, que efectivamente le estaba esperando en la puerta de la biblioteca, llamó al despistado Thomas, que ya se pasaba de largo.
—Señor Thomas, el señor Arthur le espera en el salón.
—Lo sé, pero es que no tengo ni la más remota idea de cómo se llega hasta él.
—Para mí será un placer enseñarle el camino —le dijo muy cortésmente.
Tras pasar varios pasillos, el mayordomo se detuvo frente a una gran puerta de madera, la golpeó con los nudillos tres veces y una voz desde el interior dio permiso para entrar. Acto seguido, abrió la puerta y, quedándose fuera, le pidió a Thomas que pasara.
Thomas, desde el interior, observaba boquiabierto la enorme habitación donde se encontraba y murmuró:
«Esto es grandísimo. ¿Cuánto dinero tendrá este hombre?», pensó.
Aquel salón era majestuoso, su techo estaba pintado con escenas de batallas épicas, decenas de barcos, escenas de la naturaleza y sus animales, etc. Era como estar en una galería de arte, en la que su tema principal era el pasado, puesto que todo lo que había pintado en él era de tiempos remotos. De las paredes colgaban multitud de alfombras con formidables dibujos árabes. Grandes ventanales dejaban pasar la luz del día, haciendo inservibles, por el momento, las magníficas lámparas de cristal que colgaban del techo. En el centro del salón había una mesa rectangular, que debía medir unos ocho metros y tenía las patas adornadas con relieves de jeroglíficos de distintas civilizaciones. Al final de aquella mesa, sentado en una silla y con una copa en la mano, estaba el Sr. Arthur, que al ver a Thomas en aquel estado de embelesamiento le dijo:
—Pase, pase y acomódese, que ahora mismo traerán el desayuno.
—Su mansión es formidable, nunca antes había visto cosa igual —le decía mientras se sentaba en una silla sin dejar de mirar el salón.
—Gracias, se lo agradezco. Me ha costado mucho trabajo conseguir todo lo que tengo y estoy muy orgulloso de todo ello, pero ahora no es momento de halagar mi mansión y lo que ella contiene, ahora es momento de hablar de usted y de cómo le fue.
—Antes de comenzar, me gustaría saber si ha podido solucionar lo referente a lo ocurrido ayer.
—Ya está todo arreglado, olvídese de lo que sucedió.
—No sé si podré, pues lo pasé verdaderamente mal y, además, murió su chófer.
—Una gran pérdida, puesto que estaba bajo mis órdenes desde hacía muchos años y tenía confianza plena en él.
—¿Y su familia? ¿Les ha llamado? —le preguntó muy preocupado.
—No tenía a nadie, vivía aquí.
—Pobre hombre, qué muerte más espantosa tuvo —le decía angustiado.
—Bueno, ya no se puede hacer nada por él.
—Y de mis perseguidores…, ¿sabe algo?
—He hablado con el jefe de policía y me ha dicho que desde hace un tiempo hay una banda que se dedica a robar y a secuestrar a los ocupantes de los coches de lujo. Gracias a mis contactos, he conseguido que inmediatamente se pusiera en marcha para averiguar quiénes eran.
—Muy bien, si es así me quedo más tranquilo. Por un momento pensé que me conocían y que iban a por mí.
—Como le dije anteriormente, olvídese ya de lo que pasó y comencemos hablar de lo que nos interesa.
Justo al acabar de hablar, cinco sirvientes entraron por una pequeña puerta que había al final de la habitación, trayendo consigo un copioso desayuno. Tras dejarlo y habiéndoles dado el visto bueno el señor de la casa, volvieron a salir por la misma puerta que entraron, dejándolos solos de nuevo.
Thomas, abrumado ante tanta comida y sin saber por dónde empezar, decidió comenzar primero a explicarle, a un atento y fascinado oyente, todas las aventuras que acontecieron en aquel emplazamiento.
Le explicaba entusiasmado el extraño lugar y de qué forma encontraron la losa, y también la rareza de la extremada lisura de las paredes del oscuro y silencioso túnel.
Haciendo un pequeño inciso, se agachó para recoger su mochila, la abrió y comenzó a sacar unos papeles.
Siguiendo con el relato y con los papeles esparcidos por la mesa, le contaba cómo era el extraño símbolo de la pared que encontraron al final de túnel y, enseñándoselo, le explicaba que tuvieron que derribar la pared.
—Perdone que le interrumpa, pero ¿sabe qué significa este símbolo? —le preguntó el Sr. Arthur enseñándole el dibujo.
—Si le soy sincero, no lo sé, pero tengo mi hipótesis sobre él.
—Explíquemela.
—Yo creo que era algún símbolo con significado religioso o de poder para aquella civilización desconocida.
—¿Cómo que para aquella civilización desconocida? —preguntó extrañado.
—Sí, como oye. Déjeme que acabe de contárselo todo y entenderá el motivo por el que lo digo.
—Me tiene en vilo. Continúe, por favor.
Siguió explicándole cómo se sintió al entrar en la sala que se hallaba oculta tras aquella pared. Con todo lujo de detalles le habló de cada centímetro de aquella sala: sus paredes, el altar, el extraño cristal del techo que la alumbraba, la pequeña abertura de ventilación…, todo. Mientras continuaba dándole los detalles, su rostro, que hasta entonces mostraba entusiasmo, cambió por otro de tristeza, pues llegaba el momento de volver a recordar la pérdida del único hombre que confió en él y se atrevió a entrar allí: Pancho.
—¿Qué le pasa?, ¿por qué pone esa cara? —le preguntó el Sr. Arthur al ver su cambio repentino de actitud.
—Ahora mismo se lo cuento. Escuche.
Comenzó explicando el inoportuno derrumbamiento de la entrada de la sala y el miedo que pasaron al ver que estaban atrapados, seguidamente le explicó cómo toda la sala, que había aguantado el paso del tiempo, comenzaba a derrumbarse sobre ellos y cómo, por casualidades de la vida, descubrieron que aquello que creían que era un altar, no lo era, sino que era un sarcófago repleto de jeroglíficos, hojas secas de árbol y una momia. En ese mismo instante, el Sr. Arthur se apoyó en el respaldo de la silla y echándose las manos en la cabeza dijo:
—No me lo puedo creer, ¿de verdad encontró eso?
—Se lo juro, era impresionante, nunca antes había visto ni estudiado algo igual. Mire y entenderá por qué dije antes que era una civilización desconocida —le decía mientras le enseñaba los papeles que contenían los jeroglíficos, y le preguntó—: ¿Entiende ahora por qué lo dije?
—Pero esto es fantástico, es un hallazgo inigualable. Siga explicándome.
Prosiguió con su relato, diciéndole que tras intentar copiar todo lo que pudieron, la sala comenzó a desmoronarse cada vez más rápido, haciendo peligrar sus vidas. Luego, le explicó cómo estaba vestida aquella momia y lo que encontraron colgado de su cuello. Tras decir esto, Thomas desabrochó un botón de su camisa, dejando al descubierto su cuello, en el que se hallaba el colgante que encontraron en el cuello de la momia.
—Déjemelo ver —le pidió el Sr. Arthur insistentemente, levantándose de la silla.
Thomas sacó el colgante de su cuello y se lo dio. Entonces le contó cómo después de encontrarlo todo empeoró, la caída de la momia al abismo y la irreparable e injusta muerte de Pancho.
Prosiguió contándole la manera en que se salvó de morir aplastado y cómo donde no esperaba encontrar nada halló unos dibujos grabados en la pared. Seguidamente le explicó que habiendo perdido la esperanza de salir con vida de allí, y sentado al filo del pasadizo, se llenó de valor y saltó al río subterráneo, pensando que quizás la suerte le sonriera.
El Sr. Arthur, que daba vueltas al colgante entre sus manos, preguntó:
—¿Y qué pasó después de caer al río subterráneo?
—Al caer en él, intenté luchar con todas mis fuerzas para mantenerme a flote, pero los golpes con las paredes y el agotamiento hicieron que renunciara a la lucha y que me diera por vencido.
—Pero…, ahora está aquí. ¿Qué pasó?
—Al perder el conocimiento en el río, quedé a merced de sus aguas, su corriente me arrastró hasta el exterior y me dejó estirado en una de sus orillas. Afortunadamente, unos lugareños dieron conmigo, me llevaron a su casa y cuidaron de mí. Permanecí sin conciencia durante tres días y al despertar me contaron cómo me encontraron y dónde; un lugar que para mi sorpresa estaba a muchos kilómetros de la excavación.
Al recuperarme del todo, les pedí si me podían llevar hasta la excavación y acto seguido me acompañaron hasta allí, pero inexplicablemente había desaparecido por completo. Era como si se la hubiera tragado la tierra. Asombrado y desconcertado, volvimos al pueblo, donde en seguida le llamé y esperé para regresar.
—Vaya aventura ha vivido, señor Thomas —le dijo sorprendido.
—Sí, he tenido mucha suerte de regresar con vida de allí, no como Pancho —contestó cabizbajo y muy triste.
Tras unos instantes de silencio. El Sr. Arthur preguntó:
—¿Sabe lo que quieren decir estos jeroglíficos?
—No, nunca antes había visto un tipo de escritura igual o parecida —le decía Thomas mientras negaba con la cabeza.
—Lástima que no sepamos lo que significan, pues si es cierto que es una civilización nunca antes estudiada, podrían esclarecer algo de sus vidas o de quién había allí momificado. Otra cosa, este colgante, ¡qué raro es! ¿Y este dibujo?
—Me imagino que en aquella época era un tipo de distinción entre clases, puesto que como ha podido apreciar es un simple cuadrado de piedra, como si se tratase de una ornamentación. Y si se fija bien, en él hay un dibujo.
—Sí, veo el dibujo, pero parece inacabado.
—
Ja, ja, ja
—comenzó a reír Thomas.
—¿De qué se ríe? —preguntó el Sr. Arthur muy serio.
—Déjemelo, verá qué rápido le desvelo su duda sobre el dibujo.
Mientras Thomas cogía el colgante, le explicaba que durante días intentó averiguar el significado de aquel grabado sin resultado alguno, y que cuando ya lo daba todo por perdido, al repasar los apuntes se dio cuenta de que el grabado era parecido al símbolo que habían encontrado en la puerta. Tras explicárselo, cogió el dibujo y sobre él puso el colgante, demostrándole que era cierto lo que le decía.
—¿Ve?, es el mismo símbolo, salvo que en el colgante sólo está grabado la mitad.
—¿Y dónde estará la otra mitad? —preguntó muy intrigado mientras miraba el dibujo y el colgante.
—La verdad es que no sé si era así, o si por el paso del tiempo se ha deteriorado, o si durante el derrumbamiento se fragmentó. No sabría decírselo —le respondió mientras se encogía de hombros.
Tras esta aclaración, continuaron hablando durante horas del fabuloso hallazgo.
Al atardecer, Thomas le preguntó al Sr. Arthur si ya podía volver a su casa y retomar su vida de nuevo, a lo que le contestó que sí.
Se levantaron los dos de la silla y el Sr. Arthur le pidió que le acompañara un momento a la biblioteca, pues quería darle una cosa.
Intrigado, lo acompañó hasta la biblioteca. Thomas se sentó en uno de los sofás, mientras el Sr. Arthur abría su caja fuerte. Introdujo posteriormente el colgante y las hojas en ella y, al acabar, sacó un sobre cerrado.
—Tome, es para usted, por todo lo que ha hecho por mí.
—No debe molestarse. Con la aventura que he vivido y con averiguar qué significan esos jeroglíficos y saber más cosas sobre esa civilización ya me sirve —le dijo rechazando el sobre.
—Acéptelo, pues lo que ha hallado no saldrá de aquí.
—¿Cómo dice? —se levantó rápidamente.
—Lo que ha escuchado. Como sabe usted, con mis cosas soy muy reservado, y esto que ha encontrado se quedará aquí oculto.
—Pero se tendría que estudiar, ¿no lo entiende? —le insistía.
—Coja el sobre y márchese. Le agradezco de corazón su interés, pero no me gusta que se entrometan en mis cosas, y ahora esto me pertenece a mí y a nadie más. No tengo ningún interés en que nadie sepa sobre esto, pues podrían arrebatármelo.
—No le entiendo, de verdad. ¿Sabe lo que está diciendo? Es una locura, entre en razón…
El Sr. Arthur, que no quería saber nada de lo que le estaba diciendo, lo volvió a invitar a que se marcharse y, entregándole el sobre nuevamente, le dijo:
—No tengo nada más que hablar con usted, gracias por todo y le pido que nunca más vuelva a venir a mi mansión.
—Pero…
—Coja el sobre y márchese de una vez —le dijo con tono agresivo.
Thomas, que no entendía su comportamiento, cogió el sobre, se despidió de él y salió de la mansión.
Ya fuera, y subido en la moto, comenzó a pensar en la pérdida tan grande que estaba teniendo la humanidad al esconder, otra vez, aquello que durante miles de años había permanecido en secreto y que, por desgracia, permanecería en secreto de nuevo.