Salió de la clase y comenzó a recorrer, con la mirada fija en el sobre, los escasos metros que lo separaban de su despacho. Al llegar, abrió la puerta, dejó el maletín en un perchero que había junto a ella, la empujó con el pie para cerrarla y encendió la luz. Seguidamente se dirigió hacia el pequeño escritorio que tenía junto a la ventana, que daba al campo de béisbol, dejó el sobre encima de la mesa y se sentó en su cómoda silla de piel reclinable con ruedas. Comenzó a dar vueltas con ella, como si de un niño pequeño se tratase, nervioso por saber lo que contenía el sobre y descubrir, al fin, qué era aquello que le podría interesar tanto.
El ambiente que creaba su despacho contribuía a darle más intriga a la extraña situación que estaba viviendo. Era muy pequeño, tenía dos estanterías; una repleta de libros, antiguos y nuevos, que hablaban de civilizaciones ya desaparecidas, de ritos y culturas antiguas, de leyendas, etc., y otra con la repisa de arriba llena de cajas de diapositivas sobre esas culturas, de sus monumentos, sus escrituras, etc., y con las otras repletas de antigüedades, reliquias de sus viajes y de alguna excavación en la que había participado. En resumen, al entrar en él daba la sensación de encontrarte en un museo de Historia.
Con el abrecartas en una mano y el sobre en la otra, se dispuso abrirlo para acabar con el misterio que le estaba corroyendo por dentro. Lentamente comenzó a rasgar el sobre por un lado y, cuando lo tuvo abierto, lo giró y lo zarandeó para que cayera sobre la mesa lo que había dentro. De repente, salió una pequeña tarjeta, que cogió y observó detenidamente. Una de sus caras contenía una dirección escrita a mano y en la otra una hora, las 20:40. Rápidamente miró el reloj que tenía sobre su escritorio y vio que eran las 19:30. Desconcertado, volvió a coger el sobre y miró en el interior por si contenía algún otro papel u otra cosa; pero estaba completamente vacío, solamente llevaba aquella tarjeta.
Aún más intrigado porque el contenido no le había desvelado el misterio, cogió una guía de la ciudad y buscó la dirección que llevaba escrita la tarjeta. Comprobó que era un camino en las afueras de la ciudad, que conducía al bosque. Thomas, que ya no aguantaba más aquella situación y deseoso por saber qué sucedería si acudía a la cita, se levantó de su silla, metió la tarjeta en uno de los bolsillos traseros del pantalón, cogió su maletín del perchero, apagó la luz, cerró con llave su despacho y se encaminó hacia el aparcamiento, con la intención de coger su coche para acudir a ella.
Mientras se dirigía hacia la dirección que contenía la tarjeta, no dejaba de mirar el reloj que llevaba en el salpicadero, pensando en lo que encontraría al llegar y en si hacía bien o no en ir.
Su cabeza no dejaba de darle vueltas, una y otra vez, a las palabras que dijeron aquellos hombres al darle el sobre al director, provocando que se preguntara sin cesar qué quisieron decir con que le interesaría tanto.
Pensativo, puso el intermitente para girar hacia el desvío que lo conduciría a través del bosque hasta su cita.
Se introdujo por un estrecho camino de asfalto, que dio paso a otro de tierra, repleto de socavones y ramas secas de los innumerables árboles que lo flanqueaban. Thomas miraba a un lado y a otro con la intención de ver alguna luz, pues la oscuridad de aquel lugar era absoluta y ni siquiera el reflejo de la luna, que aquella noche brillaba con fuerza, podía atravesar las ramas del frondoso bosque.
El reloj del salpicadero marcaba las 20:39 y había llegado al final del camino, frente una puerta metálica oxidada por el paso del tiempo. Desorientado y sin saber qué hacer, detuvo el coche, se bajó de él y comenzó a caminar hacia la puerta. Una vez delante, giró la cabeza y vio un pequeño interfono. Se acercó y presionó el pequeño botón de color rojo que tenía. Tras hacerlo, una voz surgió de él diciéndole:
—Señor Thomas McGrady, mi señor se alegra de que haya aceptado la invitación.
Sin que le diera tiempo a decir ni una palabra, la puerta que le bloqueaba el paso comenzó abrirse.
Rápidamente se introdujo de nuevo en su coche y reanudó la marcha despacio por un camino rodeado de robles.
A lo lejos, podía ver la impresionante mansión rodeada de grandes jardines y de majestuosas fuentes.
A medida que se acercaba pudo ver la entrada principal y, en ella, la silueta de una persona que parecía estar esperándolo. Al llegar, comprobó que aquella silueta que había visto anteriormente era la del mayordomo, el cual, al detener el coche, se acercó y le abrió la puerta, y mientras lo ayudaba a bajar le dijo:
—Buenas noches señor McGrady.
—Buenas noches —le respondió Thomas mientras bajaba.
—Mi señor agradece su puntualidad y se alegra de que haya aceptado la invitación —le decía cerrando la puerta del coche—. Le acompañaré hasta la biblioteca; allí deberá esperar su llegada.
Seguidamente, entraron a la gran mansión.
Mientras se dirigían hacia la biblioteca, Thomas observaba impresionado el interior de la mansión.
Seis grandes columnas de mármol blanco adornaban el
hall
, el suelo estaba revestido por enormes baldosas de color blanco y negro, multitud de cuadros de diversos tipos adornaban las paredes y una gran escalera de madera con una formidable alfombra roja daba paso a la segunda planta.
Abrumado ante tanta majestuosidad e intrigado al no comprender qué querría de él aquel adinerado hombre, le preguntó al mayordomo:
—Perdona, ¿Sabes qué quiere tu señor de mí?
—Debo recordarle que soy un simple mayordomo y los negocios de mi señor no son de mi incumbencia —le respondió sin mirarle y muy refinadamente.
Thomas, al escuchar la respuesta del mayordomo, hizo un gesto de sorpresa con su rostro.
Al llegar a una puerta corredera, el mayordomo se detuvo, la abrió y lo invitó a pasar mientras le decía con rostro serio y remilgado:
—Espérese aquí, en unos instantes vendrá mi señor. Tras decir esto, cerró la puerta.
Solo e intrigado, comenzó a caminar por la enorme biblioteca, que se dividía en dos plantas.
Subió por una escalera de caracol metálica que llegaba hasta la planta de arriba, que estaba llena en su totalidad de libros, quizás cientos. Comenzó a ojear unos cuantos y pudo comprobar que algunos de ellos eran muy antiguos.
Tras bajar, observó la primera planta, que parecía ser el lugar de lectura y punto de reuniones, puesto que en medio de ella había una gran mesa rectangular con doce confortables sillas que la rodeaban y con un formidable sillón de cuero negro que la presidía. Sobre ella y alumbrándola, se hallaba una enorme lámpara de cristales de colores. Al fondo de esa planta había una impresionante chimenea con una bola del mundo al lado. Al abrirla, vio que contenía en su interior botellas de licor y vasos. Sobre la chimenea había un gran cuadro que llamó su atención. Era un antiguo papiro que tenía dibujadas unas líneas, colocadas sin ningún sentido aparente.
Mientras estaba embelesado ante tan extraña obra, oyó una voz que le dijo:
—Es fascinante, ¿verdad?
Thomas se giró rápidamente y vio en la puerta al que debía ser el señor de aquella mansión. Aquel hombre debía tener unos 62 ó 65 años, su pelo era canoso y tenía el semblante afable, lo que le daba la apariencia de ser un buen hombre. Llevaba unas pequeñas gafas de color negro con vidrios gruesos. Vestía un elegante traje negro, conjuntado con una corbata y una camisa azul turquesa que le restaba sobriedad a dicho traje. Debido a la edad, o por afición, llevaba en su mano un bastón de madera que tenía en su extremo una réplica en miniatura de la máscara de Tutankhamón, que parecía ser de oro.
—Sí que es fascinante, nunca antes había visto algo parecido —le respondió Thomas acercándose a él.
—Ni creo que lo vea en ningún otro sitio, pues este cuadro es único y no consta su existencia en ningún lugar. Ha pertenecido a mi familia durante generaciones y todavía hoy es un misterio su origen.
Aquel misterioso hombre comenzó acercarse a la mesa y, con pasos cortos y lentos, mientras caminaba de espaldas a él le dijo:
—Le agradezco su puntualidad y me alegro de que haya aceptado mi invitación, le aseguro que no se va a arrepentir.
Al llegar a la mesa, colocó su bastón en una de las sillas y se sentó en el sillón que la presidía. Seguidamente y con un gesto de su mano invitó a Thomas, que permanecía inmóvil, a sentarse junto a él. Cuando ya estuvo sentado, aquel hombre sacó una pequeña campanilla de uno de sus bolsillos y comenzó a hacerla sonar. Inmediatamente el mayordomo entró en la biblioteca preguntándoles si los señores querrían tomar alguna cosa. Thomas contestó que no tomaría nada, en cambio su señor le respondió que tomaría una copa de coñac. Tras haberle puesto la copa y preguntado si necesitaban alguna cosa más, el mayordomo se retiró, dejándoles solos nuevamente.
El misterioso hombre levantó su copa, la comenzó a mover y mirando el contenido le dijo:
—Se preguntará quién soy y el porqué de mi invitación.
Thomas, que cada vez estaba más nervioso ante tan extraña situación, respondió:
—Me tiene intrigado. No llego a entender el interés que tiene en mí.
—Ahora mismo le desvelaré todas sus dudas, empezaré presentándome. Me llamo Arthur Moulen y, aunque no lo crea, mis antepasados, que procedían de España, vinieron aquí hace mucho tiempo buscando trabajo, fortuna…, y como habrá podido comprobar, no les fue nada mal —hizo una pausa, bebió de la copa y prosiguió—: Mi interés por las antigüedades me ha llevado hasta la obsesión, he viajado y buscado por todos los rincones del mundo, pero el tiempo no pasa en balde y mi edad ha conseguido encerrarme en esta mansión.
—No entiendo nada. ¿Qué me quiere decir con todo esto? ¿Qué quiere de mí? ¿De qué me conoce? —le comenzó a preguntar interrumpiéndole.
—Tranquilícese, todo a su debido tiempo.
Dejó la copa sobre la mesa y se levantó con dificultad de su cómodo sillón, cogió su bastón y se acercó a la chimenea. Al llegar a ella, presionó con suavidad una de las esquinas del cuadro, y al hacerlo, comenzó a desplazarse hacia arriba, dejando al descubierto una caja fuerte. Seguidamente levantó el bastón y desenroscó la máscara del faraón que tenía en su extremo. La colocó en una pequeña abertura que tenía la caja y, tras hacerlo, introdujo un código en un pequeño teclado. La puerta comenzó a abrirse lentamente.
Sin dejarle ver a Thomas lo que contenía en su interior, introdujo una mano y sacó un cilindro de aluminio de grandes dimensiones, de unos setenta centímetros, que se hallaba cerrado por sus dos extremos.
El Sr. Arthur volvió a cerrar la caja, sacó la máscara y el cuadro comenzó a descender hasta colocarse en su lugar original.
Thomas, que cada vez estaba más nervioso, miraba fijamente aquel misterioso tubo que con tanto cuidado portaba el hombre en su mano.
Sin mediar palabra con Thomas, el Sr. Arthur se sentó nuevamente en su sillón y con mucha delicadeza apoyó sobre la mesa su tan preciado objeto.
Ya acomodado, cogió nuevamente su copa y se dirigió a Thomas diciéndole:
—Éste es el motivo por el cual le hice llamar.
—No le entiendo, es simplemente un cilindro —le dijo no muy sorprendido pero a la vez intrigado.
Al escucharle, el Sr. Arthur comenzó a reír y le dijo:
—No es por el tubo —continuó riendo—, es por lo que guarda en su interior.
—¿Su interior? ¿Qué contiene? —le preguntó levantándose de la silla.
—Tranquilícese, ahora mismo se lo enseño —explicó mientras dejaba su copa nuevamente sobre la mesa.
Tras decir estas palabras y bajo la atenta mirada de Thomas, comenzó a desenroscar el cilindro.
La tensión y el misterio se palpaban en la biblioteca. En breves instantes Thomas descubriría lo que guardaba en su interior y, al fin, sabría el motivo de aquella misteriosa cita.
Cuando lo hubo desenroscado por completo, separó las dos piezas, dejando con suavidad una de las mitades sobre la mesa.
Thomas, al ver lo que contenía en su interior, le preguntó:
—¿Qué es eso?
—Este es el motivo por el que le he citado.
Con extremo cuidado, el Sr. Arthur liberó de la otra mitad del cilindro el contenido, dejándolo en la mesa. Seguidamente volvió a coger su copa y dijo:
—Acérquese y dígame lo que cree que es. Demuéstreme que no me he equivocado llamándole.
Thomas se acercó lentamente y con la mirada fija en el objeto. Cuando estuvo frente a él, exclamó:
—¡Esto es increíble! ¿Qué es? ¿Dónde lo ha conseguido?
—Eso se lo explicaré más tarde, primero me gustaría que le diera un vistazo.
Thomas cogió el objeto con suma delicadeza y lo comenzó a observar.
Lo que sostenía en sus manos era un tubo de madera de unos cinco centímetros de diámetro y unos sesenta o sesenta y cinco centímetros de largo. A primera vista, parecía ser muy antiguo, pero a su vez su estado de conservación era formidable. No había nada dibujado ni escrito a lo largo del tubo, salvo en uno de sus extremos, que parecía tener algún tipo de relieve. Al querer mirar mejor dicho relieve, se dio cuenta de que era una tapa. La abrió y comprobó que estaba hueco y que en su interior no contenía nada. Muy impresionado, preguntó:
—Dígame qué es y si sabe qué contenía.
—Sí, y creo que ha llegado el momento de que le explique la historia de dicho tubo. Siéntese y escuche atentamente mi relato. —Dio un pequeño sorbo a la copa y comenzó a explicarle—: Cuando Cristóbal Colón descubrió América, como usted bien sabrá, barcos repletos de exploradores y colonos vinieron buscando riquezas y nuevas tierras. Uno de estos exploradores descubrió, en tierras mayas, un antiguo templo venerado por esta civilización. Como bien se sabe, aquellos exploradores no eran muy delicados en sus métodos y saquearon, sin ningún tipo de escrúpulos, aquel recinto, quemando y destruyendo todo aquello que no fuera oro o algún tipo de joya. Pues bien, uno de los soldados que lo acompañaban cogió este tubo y se lo guardó sin que nadie se diera cuenta. Tras matar, saquear, quemar y vaya usted a saber qué cientos de barbaridades más, aquellos exploradores volvieron a España y, con ellos, el soldado y el tubo.
«Durante unos años permaneció oculto en casa de aquel humilde soldado, pero en aquella época la pobreza del pueblo era inmensa y se vio obligado a malvenderlo. —El Sr. Arthur hizo una pausa para levantarse del sillón; cogió su bastón y comenzó a caminar por la biblioteca, mientras proseguía con el fantástico relato que tenía cautivado a Thomas—: Prosigo. Aquel soldado se deshizo de él y se lo vendió a un antepasado mío, que por fortuna supo ver el verdadero valor que tenía. Tras viajar por toda España en busca de fortuna, se embarcó con destino a América, llevando con él a su familia y sus pocas pertenencias. Después de muchos años de penuria, consiguió un pequeño terreno. A medida que pasaban el tiempo, éste fue creciendo y con él su fortuna, que ha ido pasando de generación a generación, dejándoles sus terrenos, su fortuna y cómo no, el tubo, hasta llegar a lo que ve hoy.