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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I (7 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I
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—En primer lugar, es raro que alguien venga a nuestra comunidad desde el exterior. Pero es principalmente por lo que hiciste.

—¿Quieres decir… por lo de los bandidos? —Su recuerdo era todavía confuso, y Tarod se puso súbitamente en guardia—. ¿Qué te han dicho?

Keridil sacudió la cabeza.

—No me han dicho nada. A pesar de que se
presume
que soy importante, porque se
presume
que algún día sucederé a mi padre como Sumo Iniciado, también se
presume
que soy demasiado joven para comprender muchas cosas. —Vaciló y después hizo un guiño. Pero comprendo muchas más cosas de las que ellos se imaginan, y tengo mis propios medios para hacer averiguaciones. Mataste a un bandido cuando Taunan y la Señora fueron atacados. Pero no empleaste una espada ni un cuchillo ni otra arma. ¡Le mataste por arte de hechicería!

¿Hechicería? Esta palabra produjo un escalofrío en Tarod. Aquel sentimiento, aquella fuerza que se había apoderado de su mente y de su cuerpo…, ¿había sido hechicería? ¡Pero él no sabía nada de magia!

—Dicen que no sabías lo que estabas haciendo —prosiguió Keridil, claramente impresionado—. Y por esto vas a quedarte aquí. Mi padre ha estado haciendo toda clase de investigaciones sobre tu clan, pero…


¡No…!

La súbita vehemencia de Tarod sobresaltó al niño de rubios cabellos, que guardó silencio unos instantes. Después dijo:

—¿Por qué no?

Durante un momento, se miraron fijamente el uno al otro; después Tarod decidió arriesgarse y decirle a Keridil la verdad. Pausadamente, a media voz, respondió:

—Porque fui… condenado a muerte. Por matar a otra persona. De la misma manera que, según dicen, maté al bandido.

—¡Por Aeoris! —Keridil era lo bastante mayor para sentirse asombrado más que impresionado—. ¿A quién…? Quiero decir, ¿fue un accidente?

Nadie en Wishet se había preocupado de hacerle esta pregunta, pensó Tarod, sintiendo un nudo en la garganta. Y se dio cuenta de que podía hablar con Keridil de Coran sin la angustia producida por el miedo y la repugnancia. Como si, al cruzar la barrera invisible entre el Castillo y el mundo exterior, hubiese dejado atrás el pasado…

Keridil escuchó gravemente el relato y después silbó entre dientes.

—¡Por los dioses! No es de extrañar que el Círculo te quiera…

Tarod volvió a sentir recelo.

—¿Que me quiera…?

—¡Sí! —Keridil le miró fijamente, y entonces comprendió—. ¿No se ha molestado nadie en explicártelo? Vas a ser educado como Iniciado.

Tarod asintió como si se hundiese el suelo debajo de él.

—¿Voy a…?

Trató de expresar lo que sentía, pero no encontró palabras para hacerlo. Keridil frunció bruscamente los párpados.

—¿No lo comprendes? En primer lugar, te enfrentaste con un Warp y salvaste la vida. ¡Es un presagio increíble! Y en segundo lugar… ¿no te das cuenta de que, probablemente, no hay un solo hombre o mujer dentro de estas paredes capaz de hacer lo que hiciste tú con sólo chascar los dedos?

Tarod se quedó confuso y alarmado.

—Pero los Iniciados…, su poder…

—Oh, existe, sí, y hay personas que pueden ejercerlo. Podría contarte algunas cosas que he visto, y eso que sólo me permiten presenciar los Ritos Inferiores. Pero lo que tú hiciste… Tal vez los Ancianos pudieron emplear esta fuerza con la misma facilidad, ¡pero hace mucho tiempo que están muertos!

—¿Los Ancianos?

Tarod sintió que algo peculiar se agitaba en algún rincón oscuro e inalcanzable de su mente; pero desapareció antes de que pudiese captarlo.

Keridil hizo un expresivo ademán de impotencia.

—Les llamamos los Ancianos porque no tenemos un nombre mejor. Fueron la raza que vivió aquí antes que nosotros, la que construyó este Castillo. Deben haberte enseñado que Aeoris —y aquí hizo Keridil un rápido y reflexivo signo delante de su cara— trajo los dioses a nuestro mundo, para destruir a los partidarios del Caos, ¿verdad?

—Oh… sí.

—Bueno, según los pocos escritos que dejaron los Ancianos y que algunos historiadores como Themila han conseguido descifrar, parece que, para ellos, ¡nuestra ciencia valdría poco más que los balbuceos de un niño de pecho!

Tarod no dijo nada, pero sus pensamientos secretos emprendieron rápidamente un camino inesperado. Por lo visto, los Iniciados del Círculo, estas personas casi legendarias de las que todos hablaban con inquietud, no eran invencibles… y esto le produjo un extraño desasosiego. Y sin embargo… decían que él tenía poder. Posiblemente un poder más grande, a menos que Keridil exagerase, que los más altos Adeptos. Era una idea escalofriante, y, de pronto, ansió saber más.

Pero antes de que pudiese formular una pregunta, Keridil vio algo que no había advertido antes.

—¿Qué es eso? —Había agarrado la mano izquierda de Tarod y tocaba el anillo que llevaba éste en el índice—. Nunca había visto una piedra parecida. ¿Es tuyo?

Tarod retiró la mano y miró celosamente el anillo. Había en él una sola piedra, perfectamente clara, engastada en una gruesa y adornada montura de plata. Como le habían quitado su ropa estropeada y dado otra nueva, esto era lo único que le ligaba al pasado.

—Sí, es mío —dijo sin comentarios.

—¿Dónde lo conseguiste?

—Mi…

Tarod vaciló. Había estado a punto de decir que era un regalo de su madre, pero, en realidad, era algo más. Desde luego, se lo había dado ella el día que había cumplido siete años, pero recordaba que le había dicho que era su herencia, la única herencia, del padre cuya identidad ni ella ni él habían conocido nunca. Desde entonces, nunca se lo había quitado del dedo y, cosa extraña, al crecer él parecía crecer también el anillo, de manera que siempre se adaptaba perfectamente al dedo.

—Si algún día quieres cambiármelo —dijo envidiosamente Keridil—, tengo un zafiro que…

—No. —La negativa fue instantánea y rotunda. Y el muchacho rubio palideció.

—Lo siento, no quería… —y no terminó la frase.

Tarod no contestó. Estaba mirando por la ventana, frunciendo los ojos verdes, como si, detrás de la máscara de su cara, se hubiese sumido en hondas reflexiones. Había algo irreal en aquel patio con su alegre fuente; algo parecido a un sueño, y por un instante se preguntó si iba a despertar y encontrarse de nuevo en Wishet, enfrentándose a una sentencia de muerte. Pero rechazó la idea. Por extraño que fuese el ambiente, el incansable y charlatán Keridil era bastante real. Y a pesar de su innata desconfianza de la gente, sintió una afinidad con el otro muchacho.

—No —dijo—, lo siento, Keridil. No quise molestarte.

Keridil suspiró.

—Me alegro, porque no quisiera perder tu amistad cuando acabo de encontrarla. Hasta ahora, no había tenido ningún amigo de mi edad. Todos los otros muchachos parecen pensar que soy superior a ellos, o algo así, por ser mi padre quien es.

Tarod no había pensado que Keridil, criado en una comunidad tan cerrada, pudiese sentirse solo, y esto le produjo una rara satisfacción: hacía que los dos se pareciesen.

—Pero seremos amigos, ¿verdad? —prosiguió Keridil. Su cara tranquila y franca se puso, de pronto, seria—. Quisiera que así fuese, porque…, bueno, no soy un vidente, pero puedo profetizar que un día seré Sumo Iniciado de esta comunidad, a menos que fracase en la prueba, cosa que no creo que vaya a ocurrir. Pero sean cuales fueren mis hazañas, sea cual fuere mi poder, pienso que nunca podré igualarme a ti.

Por un fugaz instante, algo en su voz pareció trascender la juventud y la inmadurez, una anticipación de un futuro inconcebible, una verdad que Tarod no podía comprender, pero que sentía agudamente en la médula de sus huesos. Antes de que pudiese hablar, se abrió la puerta de la cámara y apareció Themila.

—Keridil, ¿no te dije que no debías cansar a Tarod con tu charla? —dijo severamente.

Keridil se levantó.

—No le he cansado, Themila —replicó con dignidad—. Sólo estábamos empezando a conocernos.

Themila se echó a reír.

—¡Déjate de tonterías! ¡Es fantástico que el muchacho no pierda la cabeza con tu palabrería! Deberíais estar durmiendo los dos. Mañana tendréis tiempo sobrado para hablar.

Keridil arqueó las cejas mirando a Tarod, se encogió de hombros como disculpándose y se detuvo en la puerta para besar sonoramente a Themila en la mejilla. Cuando el ruido de sus fuertes pisadas se hubo extinguido en el pasillo, Themila se dirigió hacia la antorcha sujeta a la pared por una abrazadera de hierro.

—No tendrás miedo a la oscuridad, ¿verdad, Tarod? —dijo amablemente.

Tarod sacudió la cabeza.

—Gracias. Me gusta la noche.

—Entonces te deseo que descanses. El sueño es ahora para ti el mejor remedio. —Tomó la antorcha. Su sombra se retorció de un modo grotesco en la pared al cambiar la dirección de la luz y, tras una leve vacilación, añadió—. Anímate, muchacho. Aquí no tienes nada que temer.

Tal vez había sido una imaginación suya, pensó más tarde Themila, pero creyó percibir algo ligeramente inquietante en la sonrisa que le dirigió Tarod en la penumbra. Por un momento, los ojos verdes brillaron con luz propia.

—No tengo miedo —dijo suavemente Tarod.

CAPÍTULO IV

«Y
así fue como Aeoris, el más grande de los Siete Señores de la Isla Blanca, dio a guardar un cofre a quienes había salvado de los demonios del Caos. Y Aeoris decretó que el cofre fuese símbolo de su protección y que, si el Caos volvía al mundo, pudiese ser abierto por la persona designada como representante de los dioses sobre la tierra, para apelar a todo el poder de los Señores del Orden, para que salvasen de nuevo a su pueblo

Cuando la voz perfectamente modulada de Jehrek Banamen Toln hubo pronunciado las últimas palabras de la antigua y formal invocación, la multitud que llenaba el patio del Castillo emitió al unísono un suspiro apagado. Muy tiesos en sus trajes de ceremonia cuyos bordados con hilos de plata y oro reflejaban la luz teñida de escarlata del sol, los Adeptos miembros del Consejo descendieron lentamente la escalinata y caminaron por el pasillo que les abrió la muchedumbre. Jehrek presidía el desfile y su figura era todavía imponente, a pesar de que empezaba a andar algo encorvado por los años y tenía una ligera artritis en las manos. Detrás de él, los dignatarios visitantes —el Margrave de la provincia de la Tierra Alta del Oeste y las superioras de la Hermandad de Aeoris— ocupaban los lugares de honor, seguidos de los miembros del Consejo por orden de categoría, entre ellos Themila Gan Lin y, a su lado, la alta y vigorosa figura del único hijo del Sumo Iniciado y presunto heredero de su cargo. Al final del pasillo, cerca de la puerta del Castillo, habían sido colocadas siete estatuas de madera, de doble tamaño del natural, y cuyas caras pintadas observaban impasibles el cortejo. Jehrek se detuvo delante de la primera y más grande, miró un momento las severas facciones talladas, se arrodilló con dificultad y tocó con la frente los pies de la estatua. Los dignatarios siguieron su ejemplo y la ordenada multitud se fue acercando, esperando su turno para colocarse detrás del Consejo.

Casi al fondo de la asamblea, en realidad mucho más atrás de lo que correspondía a su rango, un hombre observaba la ceremonia con una expresión tan enigmática como la de las estatuas. Pronto tendría que rendir también él el homenaje debido a las imágenes, pero prefería retrasar lo más posible aquel momento. Y no era que sintiese menos devoción por los Siete Dioses que cualquiera de sus semejantes; nada de eso, pero no podía evitar la débil pero inquietante impresión de que esos actos formales, con toda su pompa y ceremonia, servían más para satisfacer la vanidad de los visitantes que para fines más enjundiosos. Además, en ese momento, necesitaba tiempo para pensar.

Cualquiera que le conociese de antes y no hubiese visto a Tarod durante los diez años que llevaba viviendo en el Castillo de la Península de la Estrella, sin duda no le habría reconocido. Era más alto incluso que Keridil, que superaba en estatura a la mayoría; tenía una complexión vigorosa, de largos huesos, pero era más bien delgado. Su cara había perdido hacía tiempo sus facciones infantiles para convertirse en un rostro de pómulos salientes, fino mentón y nariz estrecha y aguileña, que separaba los ojos verdes y extrañamente felinos; y sus negros cabellos, que nunca se tomaba la molestia de cortarse, eran ahora una mata de pelo enmarañada. Era como si recordando su creencia infantil de que era diferente, hubiese querido acentuar las diferencias en vez de disimularlas, y se apartase deliberadamente de las normas.

Los cambios eran mucho más profundos que la simple apariencia exterior. Del niño medio aterrorizado y medio desafiante que había sido traído al Castillo como un chiquillo abandonado e inexperto, hacía más de diez años, no quedaba más que un vago recuerdo. El clan que le había socorrido de mala gana durante los primeros trece años de su vida le creía muerto desde hacía mucho tiempo (las investigaciones del Sumo Iniciado sobre su pasado habían demostrado que no había nadie dispuesto a reclamarle) y él había renunciado a su antigua identidad y emprendido una nueva vida sin lamentarlo un solo instante. Ahora había un conocimiento y una comprensión en sus ojos verdes muy superiores a los que por su edad le habrían correspondido, y tenía una confianza que nunca habría podido darle su vida en Wishet. Había progresado rápidamente y aprendido muchas cosas que permanecían ocultas para todos salvo unos pocos elegidos; había contraído amistades muy superiores a las derivadas del parentesco de sangre. Incluso aquellos que no simpatizaban con él o que le envidiaban (y eran muy pocos) tenían que reconocer que había justificado sobradamente las promesas que tanto Jehrek como Taunan habían visto en él hacía tanto tiempo.

Suspiró al ver que el grupo en que se hallaba avanzaba en dirección a las estatuas. Había aquí demasiadas influencias no deseadas para poder pensar con coherencia, y se plegó de mala gana a las exigencias de la ceremonia. El rígido cuello de su capa de etiqueta (verde, como correspondía a un hechicero del séptimo grado) le molestaba terriblemente; irritado, se echó la capa hacia atrás, dejando al descubierto la ajustada camisa negra y el pantalón del mismo color, que era su preferido. Advirtió que un visitante que estaba cerca de él se apartaba rápidamente al ver el largo cuchillo que pendía en la vaina junto a su cadera derecha, y sonrió ligeramente. Los cuentos sobre los Iniciados que circulaban en el mundo exterior todavía solían adornarse con especulaciones y retórica, y aunque no hubiese debido divertirle la evidente inquietud de aquel hombre, le costó resistir la tentación.

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