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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I (4 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I
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El muchacho se volvió en la que creyó que era la dirección del sol naciente. Entonces, lenta, dolorosa y gradualmente, empezó a arrastrarse a lo largo de la cornisa que discurría junto al serpenteante camino de montaña.

Cuando terminó el breve día, supo que iba a morir. Durante interminables horas se había arrastrado como un animal herido sobre la cornisa de esquisto paralela al camino, esperando que terminaría el paso detrás del próximo saliente rocoso y aparecería una aldea, pero sufriendo siempre un amargo desengaño. En lo alto, un tímido sol se había elevado en el cielo, alcanzado su cenit y descendido de nuevo, y ni una sola vez había penetrado en la sombra un rayo de calor. En definitiva, el muchacho había perdido todo contacto con la realidad, y el estrecho mundo del paso de montaña parecía un sueño eterno, sin principio ni fin. Cada recodo parecía igual al anterior; cada risco desnudo y hostil sobre su cabeza, idéntico a los demás. Pero él seguía moviéndose, sabiendo que si se detenía, si admitía la derrota, la muerte vendría, rápida e inexorable. Y no quería morir.

Al fin se dio cuenta de que el paisaje se oscurecía una vez más y, al hundirse el triste día en el crepúsculo, las rocas parecieron acercarse más sobre él, como si tratasen de envolverle en un abrazo final del que nunca despertaría. Pero ahora estaba hablando sin palabras consigo mismo, tratando a veces de reír entre sus resecos labios y, en una ocasión, gritando incluso algún confuso desafío a los riscos. Y mientras se arrastraba, aquel nombre que era su único salvavidas iba resonando en su cabeza.

Tarod… Tarod… Tarod…

Por último llegó el momento en que comprendió que no podía seguir adelante. La última luz se había casi desvanecido y, cuando levantó una mano delante de su cara, apenas si pudo distinguir la pálida silueta de sus dedos. Una roca le cerró el camino y él se acurrucó junto a ella, apretando la cara contra la piedra y escuchando latir la sangre en sus oídos. Había tratado de salvarse y había fracasado. No podía hacer nada más…

Y entonces, entre los latidos de su propio pulso, oyó otro sonido.

Sólo era el débil repiqueteo de una piedra desprendida y rodando sobre el esquisto. Pero él se puso inmediatamente alerta, pues aquel ruido sólo podía significar una cosa: alguien, o algo, se estaba moviendo cerca de allí.

El corazón le latió más aprisa, y cambió de posición para poder mirar en la dirección de la que había venido el sonido. Aguzó los ojos para ver en la creciente oscuridad. Y, precisamente cuando empezaba a pensar que todo habían sido imaginaciones suyas, oyó otro suave repiqueteo de piedra sobre piedra, esta vez un poco más lejos.

Entonces las vio. Tres siluetas, sólo ligeramente más oscuras que el terreno circundante, se movían con cautela. Caminaban erguidas, sus cabezas parecían totalmente cubiertas con gorros o capuchas, y eran seres inconfundiblemente humanos.

La impresión de encontrar seres humanos en el mismo instante en que había renunciado a toda esperanza fue indescriptible, y sólo el dominio que tenía de sí mismo le impidió gritar con las pocas fuerzas que le quedaban. Se inclinó hacia adelante, tratando de levantarse… hasta que su instinto le advirtió que no debía hacerlo.

Algo en la manera de moverse aquellas figuras de las que sólo percibía la silueta hizo sonar una señal de alarma en su mente, diciéndole que no revelase su presencia. Las figuras caminaban cautelosamente a lo largo de la cornisa; vio un brazo levantado, más oscuro que las peñas del fondo; oyó una maldición ahogada al dar alguien un resbalón. El acento le era desconocido… Entonces, bruscamente, a una señal del que parecía ser el jefe, surgieron más figuras de la oscuridad. Conteniendo el aliento y tratando de ignorar los dolorosos latidos de su corazón, el muchacho empezó a contarlas, pero casi antes de que pudiese comenzar, un nuevo ruido desvió su atención.

Cascos de caballo
. El ruido sonaba todavía lejos, pero al aguzar los oídos, lo percibió con mayor claridad. Eran varios caballos, aunque resultaba difícil calcular su número porque los ecos resonaban en el paso, y se estaban acercando rápidamente. También los hombres lo habían oído y sus siluetas se pusieron alerta. Algo brilló en la mano de uno de ellos, con un débil resplandor metálico…

El muchacho vio las luces antes de ver los caballos y a quienes los montaban: pequeños y oscilantes puntos luminosos que se acercaban a través del paso como luciérnagas. Tres faroles colgados de la punta de largos palos y que, al acercarse, iluminaron las caras de los jinetes.

Casi todos eran mujeres.

¿Mujeres cabalgando en un lugar tan desierto como éste?
Antes de que pudiese ordenar sus pensamientos, vio que las figuras encapuchadas se movían. Comprendió inmediatamente su plan y se dio cuenta de que aquellos hombres eran bandidos: ¡iba a presenciar una emboscada! Las mujeres nada podrían hacer… Un frío más intenso que el producido por el dolor y el agotamiento y la cruda noche penetró hasta la médula de los huesos del muchacho, que se echó más atrás junto a la roca cuando el primer jinete pasó a pocos pies por debajo de él.

El ataque fue rápido y sorprendentemente eficaz. Los bandidos no dieron el menor aviso; saltaron simplemente desde su ventajosa posición como fantasmas que se materializasen en la noche, y tres jinetes y dos faroles cayeron estrepitosamente al suelo mientras los caballos que iban en cabeza se encabritaban y relinchaban aterrorizados. Chillaron las mujeres, un hombre vociferó roncamente, los ecos resonaron en los picos, y a los pocos momentos el estrépito era infernal.

El muchacho observaba, incapaz de moverse, incapaz de apartar la horrorizada mirada del terrible espectáculo. A la luz de un farol que oscilaba violentamente, vio los largos cuchillos de los bandidos y un caballo que caía al suelo. De su cuello manaba un chorro de sangre y emitía un espantoso y débil relincho. Una mujer peligrosamente visible, atrapada en su largo y embarazoso vestido, trataba de salir a rastras de entre los convulsos cascos del caballo; una figura encapuchada se irguió, de pronto, sobre ella; brilló un cuchillo y el grito de la mujer, si es que gritó, se perdió entre aquel estruendo.

¡Atacar a una mujer… indefensa!
El estómago del muchacho se contrajo presa de la terrible emoción que pareció inundar todo su ser. Cerró convulsivamente los puños, incluso el del brazo roto, dando rienda suelta a su indignación y a su furor. Este sentimiento hizo que tuviese ganas de dañar, de matar, de vengar a las víctimas de los bandidos y, a medida que aumentaba este deseo, una exultante sensación de poder se iba apoderando de él, estimulada por su cólera y borrando todas las otras formas de conciencia. Si hubiese tenido tiempo de razonar, se habría dado cuenta de que aquel poder era igual que la fuerza que había matado a Coran; pero ahora la razón estaba fuera de su alcance. Inconscientemente, se puso en pie, lleno su cuerpo de furia reprimida. Levantó un brazo por encima de la cabeza y el mundo pareció volverse carmesí a su alrededor; el jefe de los bandoleros levantó la cara y, por un instante, ésta se le apareció con terrible claridad; una expresión de incredulidad se plasmó en las toscas facciones, donde quedó fijada para siempre, al brotar un rayo de brillo carmesí de los dedos del muchacho, con un estampido ensordecedor. El rayo dio de lleno en el bandido, y su cuerpo pareció erguirse al ser alcanzado por un segundo rayo menos intenso, antes de que el escenario se sumiese en la oscuridad y el silencio.

El muchacho se tambaleó peligrosamente sobre sus pies.
¿Qué había hecho? ¿Qué le había ocurrido?
La oleada de poder se había apoderado totalmente de él, pero ahora, agotado en un instante, había dejado solamente un sabor amargo en su boca. De nuevo tuvo ganas de vomitar, pero su estómago estaba vacío, y no podía controlar sus músculos… Por un momento, vio aquellas caras debajo de él, petrificadas de asombro por lo que acababan de presenciar. En alguna parte, pensó que muy lejos, chillaron unos hombres y se oyeron las pisadas de alguien que salía corriendo, resbalando y tropezando. Después, le invadió una ola de oscuridad que subió, menguó y subió de nuevo, esta vez con más fuerza; sintió que le flaqueaban las piernas…

Afortunadamente, le esperaban unas manos cuando cayó de la cornisa al camino.

Tarod… Tarod… Tarod…

Este nombre hizo que empezase a recobrar el conocimiento. Trató de abrir los ojos, pero el menor movimiento le causaba un intenso dolor y renunció a su intento.

Tenía la lengua hinchada y pesada, irritada la garganta, pero no podía hablar para pedir agua. Si es que había alguien que pudiese oírle…

Pero sí que
había
alguien. Podía sentir su presencia, o mejor dicho, sus presencias, moviéndose sin ruido a su alrededor. Y ya no yacía sobre el frío esquisto, sino envuelto en una tosca tela que calentaba su cuerpo. La sensación de hallarse rodeado… Una sombra pasó sobre sus párpados y de nuevo trató de abrirlos, y de nuevo fue incapaz de hacerlo.
Tarod… Tarod… Tarod
… Esta vez su mente registró otras palabras; voces graves, físicas, reales.

—Y yo te digo, Taunan, que el muchacho está gravemente herido. ¿Quieres que muera durante el camino? Mi Residencia está a menos de media jornada de aquí…

—Comprendo tu preocupación, Señora, y la comparto. —Esta vez era una voz masculina—. ¡Pero ya has visto lo que ha pasado! Ha dado pruebas de un poder… —pareció no encontrar de momento la palabra—, de un poder… ¡inaudito! No; si alguien puede curarle, es nuestro médico. Debo llevarlo a la Península.

La mujer se mantuvo en sus trece.

—Será llevado allí cuando esté curado. A menos, naturalmente, que lo reclame su clan.

El muchacho, horrorizado, quiso protestar, decirles que no pertenecía a ningún clan y que nada en el mundo podía inducirle a volver a Wishet. Sintió un enorme alivio cuando el hombre replicó:

¡Vendrá conmigo ahora! Maldito sea su clan… Nadie puede engendrar semejante prodigio y esperar que el Círculo se encoja de hombros. ¡Que Aeoris nos ampare! Cuando Jehrek se entere de esto…

—Probablemente hará que le sirvan tu cabeza hueca en una bandeja de plata por tu descuido, si es que conozco al Sumo Iniciado —repuso agriamente la mujer.

¡Iniciado!
El muchacho consiguió lanzar una exclamación e, inmediatamente, otra voz femenina, más suave y más joven, habló cerca de su oído:

—Señora… Taunan… creo que está volviendo en sí.

El hombre juró en voz baja.

—Gracias, Taunan, pero debo recordarte que hay Novicias presentes —le zahirió la mujer mayor—. Y ahora, Ulmara, déjame ver al muchacho. ¡Oh, sí! Está recobrando el conocimiento, aunque trata de disimularlo. —El oyó un susurro de ropa y sintió una segunda presencia a su lado y un débil olor a hierbas desconocidas—. ¡Y pensar que, de no ser por él, podríamos estar todos muertos…! ¿Puedes oírme, chico?

Algo en su voz, firme pero amable, hizo que el muchacho quisiera desesperadamente responder, pero sus cuerdas vocales se negaron a obedecer su voluntad.

—Agua, Ulmara. Allí hay una vasija; creo que no se ha roto.

Le acercaron algo frío a los labios y lo engulló convulsivamente. El agua tenía un sabor extraño pero le sentó bien, y al fin notó que su garganta y su lengua empezaban a desentumecerse.

—Muy bien —dijo, satisfecha, la mujer—. Y ahora, ¿puedes hablar? ¿Puedes decirnos tu nombre?

¿Su nombre? El no tenía nombre, ya no lo tenía, y esta idea hizo renacer su miedo. Irreflexivamente, trató de moverse, y el dolor que esto produjo en el hombro y en el brazo fue tan fuerte que lanzó un gemido y se dejó caer de nuevo.

—¡Por el buen Aeoris, Taunan, la herida se ha abierto de nuevo! Tráeme un paño, Ulmara, ¡de prisa! Sí, sí, ése irá bien, ¡no importa que se ensucie!

Aplicó un paño mojado en su hombro, y su frescura fue como un bálsamo contra el fuego que parecía que iba a quemarle la carne. Más calmado, se preguntó qué podía decirles, y al fin, en medio de su confusión, recobró la voz. Pero no pudo articular la palabra que quería decir; en cambio murmuró:

—Bandidos…

El hombre lanzó una exclamación que podía ser de sorpresa o de regocijo.

—¿Los bandidos? Se fueron, muchacho. Echaron a correr como chiquillos ante un Warp; todos, menos el jefe, que se quedó en el camino, gracias a ti.

—¡Taunan! —le replicó la mujer.

Taunan rechazó su protesta:

—El sabe lo que le hizo a aquel cerdo y lo que quedó de él, ¡y también debe saber que con ello nos salvó la vida!

—Sin embargo, puede estar impresionado y no es bueno recordárselo.

—No le hará ningún daño. —Una mano tocó la frente del muchacho. Es fuerte, Señora…, creo que más fuerte que tú y que yo y que cualquiera de nuestros conocidos. Un tipo raro, y no me equivoco.

Algo en la conciencia del muchacho se rebeló contra aquella palabrería; hablaban de él como si fuese un pedazo de carne inanimada que podían examinar y diseccionar a su antojo. ¿Qué había hecho él? Ahora no podía recordarlo… Apretó los dientes, hizo un tremendo esfuerzo para vencer el dolor y abrió los ojos.

De momento, no pudo enfocar la escena, sino que ésta siguió siendo un revoltijo de bultos amorfos y de colores sin color. Después vio que, a sólo un paso de distancia, había una pared de lona y, sobre su cabeza, un techo del mismo material. Estaba en una tienda o, al menos, en un tosco refugio construido a toda prisa. Y este mundo reducido, como un capullo, era tranquilizador; se sentía, contra toda lógica, a salvo de la noche que acechaba fuera. Pestañeó y alguien le frotó suavemente los párpados con un paño mojado, y al fin se aclaró su visión y pudo ver las caras de sus acompañantes.

La mujer que estaba arrodillada a su lado era mayor de lo que daba a entender su enérgica voz. Tenía larga y huesuda la cara, pálida la tez, y los ojos de un azul desvaído. No podía verle los cabellos, peinados hacia atrás y cubiertos por una toca blanca de lino, y llevaba el hábito distintivo de las Hermanas de Aeoris sobre lo que parecía ser un tosco vestido de viaje. Cuando sonrió, mostró que le faltaban varios dientes, y la luz del farol, que iluminaba débilmente el escenario, suavizó las profundas arrugas de su cara. Otros personajes se movían a su alrededor, y vio una muchacha pocos años mayor que él, de facciones más redondas y suaves, y que le miraba con los ojos muy abiertos. Otras dos mujeres le observaban desde lejos; también ellas llevaban hábitos blancos, desgarrados y manchados después del ataque de los bandidos, y una de ellas tenía un brazo vendado y doblado en un ángulo extraño. La intuición le dijo que era la que había visto tratando de alejarse a rastras, la que había sido atacada por el bandido. Se alegró de que hubiera sobrevivido sin sufrir lesiones graves. El muchacho le sonrió, pero, antes de que ella pudiese responderle, el hombre cuya voz había oído se interpuso entre los dos. Era alto y delgado, y sus cabellos de un castaño claro parecían mal cortados y le llegaban hasta los hombros. También sus ojos eran claros, flanqueando una nariz aguileña, y algo en su expresión decía que el muchacho significaba, para Taunan, mucho más de lo que habían dado a entender sus primeros comentarios.

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