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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I (5 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I
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Ahora, Taunan se sentó en cuclillas y se inclinó hacia adelante.

—¿Puedes verme, muchacho? —preguntó.

Haciendo un esfuerzo, el chico asintió con la cabeza y se mordió el labio con tal fuerza que de nuevo sintió una punzada de dolor.

—No te muevas más de lo necesario —le aconsejó la vieja—. Has perdido mucha sangre y estás débil. Pero aquí estás a salvo. Los bandidos se han marchado hace rato.

Y miró hacia abajo, para indicar a Taunan que no debía hacer más comentarios al respecto.

Taunan desvió la mirada y volvió a fijarla en el muchacho.

—Estamos en deuda contigo, jovencito —dijo seriamente—. Y la pagaremos, si podemos. ¿Cómo te llamas y cuál es tu clan?

El muchacho hubiese querido decirle a Taunan la verdad, pero el cansancio le obligó a morderse la lengua.

—O no lo sabe, o no quiere que nosotros lo sepamos —murmuró Taunan. No había pretendido que el chico oyese sus palabras, pero éste las oyó a pesar de todo—. O puede ser un niño abandonado; no es más que huesos y piel.

La vieja suspiró.

—Sí…, y esto es aún más peligroso, después de la herida que ha sufrido. Si por lo menos tuviésemos algo para alimentarle; un poco de leche…

—¿Leche? —Taunan lanzó una breve risa que era como un ladrido—. Señora, no encontrarías leche aunque estuvieses un día cabalgando alrededor de este agujero infernal. Lo mejor que podemos hacer por él es darle agua salobre y algunos bocados de las provisiones que llevemos, si es que puede tragarlos, cosa que dudo.

El muchacho sintió que su mente empezaba a divagar, desprendiéndose del tranquilo escenario del refugio. Era una sensación peculiar, como flotar en una nube de aire húmedo, y relajó lo bastante sus sentidos para prolongar aquella sensación un poco más, hasta que Taunan se inclinó de nuevo sobre él.

Al moverse el hombre, algo que brillaba en su hombro derecho llamó la atención al chico, y cuando éste lo miró se le aceleró el pulso. Era un broche de oro, una insignia que formaba un círculo perfecto, partido en dos mitades por un rayo en zigzag. Había visto una vez uno de estos broches, en una ilustración… ¡Era la insignia de un Iniciado!

Contra todas las probabilidades, ¡parecía que sus salvadores eran los servidores del propio Aeoris! Si al menos pudiese…

Presa de la angustia, trató impulsivamente de incorporarse. Taunan le agarró cuando empezaba a sentir náuseas como reacción al dolor, y cuando le reclinaron de nuevo sobre el montón de abrigos y capas que le servía de cama, sintió como si todo el mundo fuese un torbellino escarlata de tortura, que daba vueltas a su alrededor. Taunan lanzó otro juramento, y le dieron más agua; pero esta vez, cuando se mitigó el dolor, persistió el agitado latido en sus venas, sin que hubiese manera de calmarlo. Cuando abrió una vez más los ojos, todo lo que vio, la tienda, las dos mujeres, Taunan, estaba rodeado de un aura temblorosa y de vivos colores.

—No podrá resistir mucho tiempo, Taunan —dijo, preocupada, la vieja. Parecía estar hablando desde muy lejos, en un espacio vacío—. Por muy fuerte que sea su constitución, ha sufrido demasiado. ¡Y no es más que un niño! Si perdemos más tiempo, cualquier decisión sobre el lugar al que debemos llevarle será inútil.

¿Iba a morir? El no quería morir…

Tarod… Tarod… Tarod…
El nombre secreto volvió inesperadamente a su memoria, pillándole desprevenido. El delirio se estaba apoderando de él, aunque trataba de combatirlo; estaba en el límite entre la consciencia y la ilusión, y cada vez le resultaba más difícil distinguir entre una y otra.

Tarod… Tarod…

La vieja se puso en pie, alisando la falda de su hábito y contrayendo los entumecidos dedos de los pies dentro de las gruesas botas de cuero.

—Creo que tienes razón, Taunan. El muchacho está muy mal y, como tú has dicho, si alguien puede curarlo es vuestro médico. En la Residencia no tenemos gente tan hábil como Grevard. Si puede salvarse, el Castillo le salvará.

¿El Castillo? La palabra despertó un recuerdo en lo más profundo de la mente del muchacho, algo que necesitaba articular. Sólo estaba consciente a medias, al borde de una inquietante pesadilla, pero tenía que encontrar fuerzas para decirlo antes de que las alucinaciones le impidiesen hacerlo.

—Tarod.

Le sorprendió la claridad de su propia voz y le agradó el momentáneo silencio de asombro que se hizo.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Taunan en voz baja.

—No lo sé…, parecía un nombre. ¿Tal vez el suyo? —el muchacho sintió que la vieja se acercaba—. ¿Qué has dicho, niño? ¿Tu nombre? ¿Puedes decirlo otra vez?

—Tarod…

Esta vez lo oyeron mejor, y Taunan repitió la palabra.

—Tarod…, no sé qué significa, pero…

—Puede ser su nombre —concluyó la vieja—. Tiene que serlo. Se llama Tarod.

El muchacho se estaba hundiendo en el abismo que le alejaba de la realidad. Pero al cerrar los ojos sonrió confirmando las palabras de la anciana, y en esta confirmación había satisfacción y alivio.

El crepúsculo de principios de primavera era frío y silencioso. En estas lejanas latitudes del norte, el sol nunca subía muy alto y, al ponerse, era un hinchado globo carmesí, viejo, agotado y triste. Al salir con Taunan del paso de montaña que separaba la Península de la Estrella del resto del mundo, la dama Kael Amion, superiora de la Hermandad de Aeoris, contempló la improvisada camilla que transportaban los caballos. No era un sistema muy adecuado para trasladar a un niño herido, pero no había alternativa, si querían llegar pronto a la Península de la Estrella. Y por la gracia de Aeoris, pensó, por lo menos el muchacho seguía vivo. Recordó, temblando, la manera en que había delirado mientras se preparaban para el viaje, y la inquietud que había visto en las caras de Ulmara y de las otras mujeres cuando las había despedido para que terminasen solas el trayecto hasta la Residencia de la Hermandad en la Tierra Alta del Oeste. Las había animado diciéndoles que, con toda seguridad, la historia de los misteriosos poderes del muchacho se propagaría como un incendio en pleno verano, y que ningún bandido se atrevería a acercarse al distrito durante muchos días; pero, de todos modos rezaba en silencio para que llegasen sin tropiezos a su destino. Cabalgaba hacia el Castillo para cumplir con su extraña misión, todavía no muy segura de por qué la había aceptado…

Taunan, percibiendo su inquietud, miró también al chico. También él había dudado de si debían dejar que las otras mujeres continuasen solas su camino, pero había creído que no había alternativa. Después de lo que había presenciado en el puerto de montaña, la prioridad estaba clara, y no estaba dispuesto a que un grupo de Novicias parlanchinas retrasase su marcha.

Ahora las montañas habían quedado a su espalda, oscuras y gigantescas, desafiando al sol y proyectando una sombra siniestra sobre los dos personajes a caballo. Sus monturas habían avanzado sobre el terreno pedregoso de las laderas más bajas y, delante de ellos, estaba el punto de destino de su viaje: la Península de la Estrella.

La Península de la Estrella era la punta de tierra más septentrional de todo el mundo; un pequeño pero espectacular montón de peñas de granito que se adentraba en un mar frío y hostil. Ni siquiera los más curtidos pescadores navegaban por aquel mar, y Taunan dudaba mucho de que algún día los hombres se atreviesen a explorarlo. Nacido y criado junto al mar comprendía la mezcla de miedo y amor que sentían los pescadores por el elemento del que dependían sus vidas. Si las cosas hubiesen ido de otro modo, él mismo habría podido ser pescador, desafiando el poder del mar, que daba la vida o la muerte a su antojo…

Intentó librarse de estos pensamientos. La Península siempre le afectaba de esta manera cuando regresaba a ella después de una ausencia de más de un día o dos; su primera visión de la punta de tierra verde-gris que se extendía hacia lo lejos partiendo del pie de las montañas, y de las grandes olas que viniendo desde el norte rompían y se disolvían contra las rocas a cientos de pies más abajo, todavía le producía una emoción que ni siquiera su antigua familiaridad con el paisaje podía disipar. Desde aquí era difícil distinguir el pináculo de rocas que se elevaba en el extremo de la Península; la niebla de la tarde y el sol vespertino lo oscurecían. Pero sintió la impresión familiar de volver a casa. Y la convicción de que aquella casa era la estructura más conocida y respetada (e incluso más temida, se dijo) del mundo, seguía produciéndole un escalofrío de orgullo.

Kael Amion aprovechando el ensimismamiento de Taunan, desmontó y se arrodilló sobre la húmeda hierba para observar más de cerca al joven que transportaban. A primera vista, parecía que el muchacho estaba dormido, pero algunas señales inequívocas le advirtieron que no era un sueño normal. El muchacho tenía la cara sudorosa y las mejillas coloradas, y la respiración era superficial e irregular. Sospechó que estaba en coma y rezó en silencio a Aeoris para que Grevard, el viejo médico del Castillo, pudiese hacer algo por él.

Taunan se volvió en su silla para observar al niño.

—¿Cómo estás ? —preguntó.

Kael Amion sacudió la cabeza y montó de nuevo a caballo.

—Mal. Y cuanto más nos demoremos aquí, menores serán sus probabilidades de salvación.

Un viento del noroeste les alcanzó cuando dejaron el refugio de las montañas y empezaron a cabalgar por el breve trecho cubierto de césped primaveral que les separaba de la Península. Como le daba vértigo la altura, Kael mantuvo la mirada fija en el suelo a pocos pasos delante de ella, volviéndose sólo ocasionalmente a mirar atrás, para comprobar el buen estado de la camilla oscilante. La Península era una lengua de tierra vacía y desierta, sin un solo árbol o arbusto, un abandonado montón de peñascos; y una vez más, se preguntó qué mente trastornada había podido elegir este lugar para levantar una fortaleza, cuando podía haberla construido en cualquier otro paraje del mundo. Pero el Castillo había sido edificado antes de que empezase la Historia conocida, si los relatos eran verdaderos, y nadie podía ni quería imaginarse los oscuros móviles de los Ancianos.

Sólo tenían que avanzar media milla más, bajando una suave ladera, para llegar al extremo de la Península. Aquí estaba el final de su viaje y la parte del mismo que Kael temía más: el paso por el puente natural que les llevaría hasta el Castillo. Mucho tiempo atrás, la tierra en la que se elevaba el Castillo había formado parte integrante de la Península, pero, a lo largo de los siglos, el mar había aprovechado una falla en el estrato rocoso para erosionar el granito, hasta que éste había cedido al incesante golpeteo de las olas.

Ahora, la punta estaba unida a tierra firme sólo por un puente natural de roca peligrosamente estrecho y que formaba un gran arco entre aquélla y ésta. Cada vez que cabalgaba sobre este arco, a Kael se le revolvía el estómago de pensar que sólo aquel desgastado puente la salvaba de una caída de casi mil pies a un mar siempre hambriento.

Dominando su miedo, miró hacia adelante en dirección al inicio del puente, señalado por dos montones de piedras. Levantando la voz para hacerse oír sobre el viento y el mar, dijo a Taunan:

—¿Es el puente lo bastante ancho para que podamos pasar los dos con la camilla?

—Es lo bastante ancho para cuatro, Señora, pero no más.

Haciendo pantalla con la mano para resguardar sus ojos del sol poniente, Kael miró hacia el extremo del puente, tratando de no pensar en lo estrecho que era y lo frágil que parecía. Ahora podía ver el montón de peñascos con más claridad y, como siempre, sintió un momentáneo escalofrío al no percibir, ni siquiera de tan cerca la menor señal del Castillo. Nadie conocía del todo el secreto de la barrera amorfa que separaba el Castillo de la Península de la Estrella del resto del país; se creía que la estructura del Castillo comprendía una dimensión adicional, pero desde la caída final de los Ancianos, ningún Adepto había conseguido descubrir el enigma. Empleaban el Laberinto (éste era el nombre por el que era conocido) para mantenerse a resguardo de toda curiosidad, pero no acababan de comprender cómo debían utilizarlo.

Kael sonrió torciendo el gesto. Había que pasar por allí; mejor era hacerlo en seguida y acabar de una vez. Espoleando ligeramente los flancos de su montura, la obligó a avanzar en línea con Taunan y sintió el débil tirón del improvisado arnés cuando la camilla se puso en movimiento. Todo el cielo era ahora, en el crepúsculo, una cúpula de luz roja como la sangre, y su reflejo en el mar hacía que éste pareciese una infinita y palpitante sábana de acero fundido. Si hubiese mirado hacia el oeste, habría podido distinguir las peñas y los islotes frente a la costa de la provincia de la Tierra Alta del Oeste, que parecían pequeños carbones negros en un escenario de fuego carmesí; mientras que, hacia el este la larga línea de la costa se perdía en la creciente oscuridad.

Kael Amion no miró una sola vez ni al este ni al oeste. Sujetando con más firmeza las riendas con una mano, y agarrando disimuladamente el pomo de su silla con la otra, suspiró profundamente cuando los dos caballos entraron juntos en el vertiginoso puente.

CAPÍTULO III

C
ruzado el puente sin tropiezos, Kael Amion y Taunan espolearon sus caballos para adentrarse en el prado que se extendía ante ellos. Para quien visitaba por primera vez el lugar, pensó Kael, éste solía ser el momento peor, cuando llegaba sano y salvo a los peñascos y no veía aún la menor señal del Castillo, y por esto se alegró de que el muchacho no hubiese recobrado el conocimiento.

Taunan señaló una conocida mancha oscura en el césped delante de ellos, y los dos jinetes condujeron cuidadosamente sus caballos sobre ella, asegurándose de que ni una sola vez rebasaran sus límites. Y mientras la cruzaban, empezó a producirse el cambio.

Un cambio gradual, sutil, pero seguro. La hierba pareció desviarse hacia un lado, haciendo que Kael pestañease, momentáneamente desorientada. Y entonces vio, justo delante de ella, algo que, un momento antes, parecía no haber existido.

La vasta silueta de un edificio, silencioso y helado, tan negro que absorbía la poca luz que ahora quedaba, se erguía enorme dominante. En cada uno de los cuatro puntos cardinales, se levantaba una torre gigantesca, y un arco había sido cortado en la piedra negra para servir de entrada, cerrada ahora por una gruesa puerta de madera. Kael sabía lo que vendría y contuvo el aliento cuando, con un suave y apenas audible sonido a sus espaldas, se desvaneció el mundo exterior (camino, puerto de montaña, puente natural) como si se hubiese cerrado sobre él una puerta invisible, y sólo quedasen el promontorio y el mar inquieto que lo rodeaba.

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