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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I (2 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I
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En un día como aquél, Estenya percibía más claramente que de costumbre su deplorable situación, mientras miraba su imagen en el espejo manchado por las moscas. Su vestido, el mejor que tenía, era viejo; ya estaba usado cuando llegó a su poder. Los repetidos lavados habían encogido tanto el tejido, que el dobladillo no le llegaba más abajo de las pantorrillas. Y el chal bordado que llevaba, en un intento por contrarrestar la monotonía del vestido, era muy fino; serviría de poco contra el crudo viento del este. Pero aquel día, el aspecto era más importante que la comodidad; tendría que soportar el frío si no quería avergonzar a sus parientes… aunque, reflexionó amargamente, lo más probable era que se limitasen a saludarla brevemente durante las fiestas. Ella representaba una mancha en su inmaculado historial, la linda y prometedora muchacha que, inexplicablemente, había cometido una falta y la había estado pagando desde entonces…

Estenya procuró dar a su cara una expresión que esperaba que disimulase las arrugas, que, a sus treinta años, empezaban a estropearle la tez, y maldijo en silencio los sucesos que, hacía doce años, la habían lanzado por ese camino. En aquella ocasión, agotada por el parto y en un agudo estado emocional, había querido conservar a su hijo contra las presiones de su familia para que lo hiciese pasar por hijo de una criada. Se había salido con la suya… a costa de su propio futuro. El niño no tenía un padre que le diese el apellido de un clan, como era tradicional en los hijos varones, y la familia de ella se había negado rotundamente a quebrantar las normas para otorgar al pequeño el privilegio del apellido familiar. Así, desde su nacimiento, el muchacho no formaba parte de ningún clan y Estenya se había visto rechazada por la sociedad. Al principio, se había sometido de buen grado a las limitaciones que le eran impuestas, pero con el tiempo, al marchitarse el esplendor de su juventud, mientras el chico, al crecer, parecía que se separaba más y más de ella, empezó a lamentar amargamente la decisión que había tomado.

Pero aunque hubiese podido librarse de la carga del muchacho, dudaba mucho de que algún hombre pudiera pensar en casarse ahora con ella. Había demasiadas mujeres más jóvenes y más bellas; mujeres sin un pasado vergonzoso que malograse sus oportunidades. ¡Si no hubiese sido tan estúpida!, se decía.

Un débil ruido la sacó, de pronto, de su ensimismamiento, y se volvió, sobresaltada.

El muchacho había abierto la puerta y entrado en el dormitorio tan silenciosamente que ella no se había dado cuenta de su presencia. Quizás llevara allí diez minutos o más, observándola de aquella manera inescrutable e inquietante, y su mirada parecía dar a entender, como siempre, que sabía exactamente lo que ella estaba pensando.

Le regañó, irritada:

—¿Cuántas veces tengo que decirte que no entres de esta manera en mi habitación? ¿Quieres matarme de un susto?

—Lo siento.

El brillo de los extraños ojos verdes del muchacho se extinguió momentáneamente cuando éste bajó la mirada. Estenya le observó preguntándose una vez más cómo había podido engendrar aquel chiquillo. Todos los clanes de Wishet tenían ciertas características comunes de constitución y de color, de las que eran ejemplo típico la robustez y la piel cetrina heredadas por Estenya de su padre y de su madre. Pero el muchacho… era ya más alto que ella esbelto y vigoroso. Sus cabellos, negros como el azabache, caían enmarañados sobre los hombros, y los ojos verdes, en contraste con su cara pálida y delgada, le daban un inquietante aire felino. Tal vez toda su herencia genética le venía de su padre… y, como siempre que Estenya pensaba en esto, la idea fue seguida del desagradable corolario: ¡Si por lo menos supiera quién era su padre! Ahí radicaba toda la tristeza del asunto: en el hecho de que la identidad del desconocido, cuyas ardientes insinuaciones durante una lejana fiesta de Primero de Trimestre había sido incapaz de resistir, fuera, y siguiera siendo, un misterio. Aquel único error había sido la causa de su desgracia… ¡y ni siquiera podía recordar la cara de aquel hombre!

Observó detenidamente a su hijo. No debía mostrarse irritable ni impaciente con él, se dijo; no podía echarle la culpa de la situación en que se hallaba. Pero, sin embargo, el resentimiento seguía presente, y cualquiera que tuviese corazón podría comprenderlo.

—No te has peinado —le acusó—. Sabes lo importante que es que tengas hoy un buen aspecto. Si haces que tenga que avergonzarme de ti…

Dejó que la amenaza flotase en el aire sin pronunciarla.

—Sí, madre.

Un destello de rebelión brilló en los extraños ojos verdes, pero se extinguió casi antes de que ella pudiese advertirlo. Al volverse él para salir de la habitación, le gritó:

—No quiero verte con Coran. ¡No lo olvides!

En su fuero interno, Estenya lamentaba tener que imponerle esta restricción. Coran, el hijo de su primo, era de la misma edad que el muchacho, y el único buen amigo que éste tenía. Pero los padres de Coran desaprobaban su relación, más allá de lo estrictamente necesario, con un bastardo, fuese cual fuere el vínculo de sangre, y ella no se atrevía a contrariarles. El muchacho no contestó, aunque ella sabía que la había oído, y un momento más tarde, sus pisadas resonaron en la escalera sin alfombrar de la destartalada y pequeña casa.

Estenya suspiró. No sabía si él tendría en cuenta su advertencia; siempre había sido reservado, pero últimamente su mente se había convertido en un libro cerrado para ella. Lo único que podía hacer era esperar, y tratar de pasar aquel día lo mejor posible.

La muchedumbre se agolpaba en las calles de la ciudad cuando el muchacho se encaminó a la plaza principal. Se alegraba de verse libre de la sofocante estrechez de su hogar, donde nunca parecía capaz de hacer algo a derechas, pero al mismo tiempo no se sentía muy entusiasmado por el día que le esperaba. A pesar de que se presumía que era una fiesta alegre, el Primero del Trimestre solía ser una celebración solemne y aburrida. La gente se preocupaba tanto por exhibir su posición y su dignidad que parecía haber olvidado el verdadero carácter de la celebración. Y aquel día con el sol trazando un arco bajo en el cielo y las últimas e hinchadas nubes cerniéndose todavía a lo lejos, tierra adentro, el Rito prometía ser más triste que nunca.

La procesión empezaba a desfilar cuando el chico llegó a la plaza, y los tambores rituales habían iniciado su fúnebre, lento y grave redoble. La larga comitiva, en doble fila, de los Consejeros de la Provincia, los religiosos y los ancianos, precedidos por la majestuosa figura del Margrave provincial, estaba iluminada por una débil luz roja, que era todo lo que el cielo podía ofrecer en esta época del año, y que hacía que hasta en la zona más próspera de la ciudad todo pareciera mezquino y pequeño. Incluso las siete estatuas de los dioses, adornadas con guirnaldas, que se bamboleaban sobre sus andas por encima de las cabezas de los que iban en procesión, parecían grotescas e indignas, desgastadas por el tiempo después de tantos años de gloria. El muchacho se movió despacio entre la muchedumbre, recordando la recomendación de su madre de que no se dejara ver demasiado, y se situó en la entrada de un estrecho pasadizo que conducía a un laberinto de callejuelas. Inquieto e indiferente a la ceremonia, sintió alivio cuando, como había casi esperado, oyó una voz que le llamaba:

—¡Primo!

La cara del muchacho se iluminó con una sonrisa.

—Coran…

Olvidó inmediatamente la advertencia de Estenya y se abrió paso entre la apretujada muchedumbre para reunirse con el jovencito de cabellos castaños. El contraste entre la ropa elegante de Coran y la camisa, el jubón y los desgastados pantalones de su primo era algo que éste trataba, generalmente sin éxito, de no advertir. Las diferencias no habían sido nunca una barrera a la amistad, y ahora Coran se puso de puntillas para murmurar al oído de su primo:

—Aburrido como siempre, ¿no? Yo traté de encontrar alguna excusa para no venir, pero mi padre no quiso ni oír hablar.

El otro entornó los ojos verdes y esbozó una sonrisa lobuna.

—Hemos venido, como nos han mandado. Es suficiente, ¿no?

Coran miró rápidamente a su alrededor, para ver si alguien había oído esta invitación a la desobediencia.

—Nos darán una paliza si nos descubren —dijo, con inquietud.

El otro se encogió de hombros.

—Una paliza termina pronto —observó. Había sufrido demasiadas veces este castigo para que ya le importara—. Y si vamos al río, nadie se enterará de que no hemos seguido la procesión hasta el fin.

—Bueno…

Coran vaciló, menos inclinado que su primo a desafiar la autoridad, pero la tentación era demasiado grande como para resistirla. Se deslizaron juntos por el pasadizo y caminaron por los estrechos callejones hasta que alcanzaron el malecón del río, en el extremo este de la población. Aquí se celebraría el Rito Principal; las estatuas serían ceremoniosamente lavadas en la fangosa corriente, para simbolizar el renacimiento de la vida en la tierra, y se pronunciarían interminables discursos antes de que el baile, siempre formal y tedioso, pusiera término a la celebración.

Pero ahora el muelle estaba desierto. Pequeñas embarcaciones de carga recién llegadas de Puerto de Verano se balanceaban en la marea menguante, y el chico de cabellos negros se sentó en cuclillas cerca del agua, contemplándolas reflexivamente. Con frecuencia había soñado en escapar de su vida actual, subir disimuladamente a uno de aquellos barcos y navegar hacia otra parte del mundo donde pudiera vivir sin estigmas. Nadie le añoraría, ya que nadie se preocupaba de él. Era un estorbo, hasta para su madre; ni siquiera tenía apellido de clan y el nombre que le había dado Estanya raras veces era usado. En la soledad de su habitación se había inventado otro nombre, pero nadie lo conocía, pues nunca lo pronunciaba en voz alta, por miedo a que se lo quitasen si lo descubrían. Sin embargo, el muchacho sentía en el fondo de su ser que, por alguna razón, era distinto. Esta convicción era el único salvavidas que había mantenido a flote su ánimo solitario al acercarse a la adolescencia, y últimamente había empezado a empujarle cada vez más hacia la idea de escapar.

Lo habría dado todo por ver el mundo. Con frecuencia caminaba las siete millas hasta Puerto de Verano para hacer algún recado, y le habían dicho que, si aguzaba la vista, podía ver, desde los altos cantiles del Puerto, la Isla de Verano, residencia del Alto Margrave, gobernante de todo el país, en la brumosa lejanía, mar adentro. Lo había intentado, pero nunca había conseguido verla. Ni había contemplado jamás lo que se decía que era la vista más impresionante del mundo: la Isla Blanca, muy hacia el sur, donde, según la leyenda, el propio Aeoris, el más excelso de los dioses, se había encarnado en forma humana para salvar a sus fieles de las fuerzas del Caos.

El muchacho tenía una afición insaciable a la mitología de su tierra; una afición frustrada por el hecho de que nadie había tenido tiempo o paciencia para contarle lo que él quería saber. Le habían enseñado, eso sí, a adorar a los dioses, había aprendido sus enseñanzas y rezaba todas las noches. Pero era mucho más lo que quería saber, lo que necesitaba saber. A veces asistían a los festivales las Hermanas de Aeoris, las religiosas encargadas de mantener vivas todas las tradiciones del culto, pero nunca había hablado con ninguna de ellas y, en todo caso, no habrían podido satisfacer su sed de conocimiento. Lo que realmente ansiaba era conocer a un Iniciado.

La mera palabra Iniciado provocaba un escalofrío de excitación en el muchacho. Sabía que aquellos hombres y mujeres eran la verdadera encarnación del poder en el mundo: misteriosos, inalcanzables, ocultos. Vivían en una fortaleza inexpugnable en la Península de la Estrella, muy hacia el norte, en el mismo borde del mundo, y cualquiera que desafiase su palabra atraía sobre sí toda la ira de los dioses. Los Iniciados eran filósofos y hechiceros, pero los hechos aparecían mezclados con rumores y habladurías: historias, le habían dicho, que no eran aptas para los oídos de un niño. Pero, fuese cual fuese la verdad, los Iniciados infundían respeto y miedo. Respeto, porque servían a los Siete; miedo, por la manera en que les servían. Se decía que los Iniciados comulgaban con el propio Aeoris y obtenían de él unos poderes que ningún mortal ordinario podía comprender, y menos ejercer. Un conjunto de especulaciones, medias verdades y fábulas… pero que despertaban la imaginación del muchacho que deseaba saber más y más. Dando rienda suelta a su fantasía, se imaginaba que huía muy lejos, cruzando llanuras, bosques y montañas, hasta que encontraba a los Iniciados en su fortaleza…

Había sido esta fantasía la que le había metido la idea en la cabeza… El y Coran habían estado lanzando distraídamente piedras al río mientras se iba acercando lentamente el clamor de la procesión. La vanguardia todavía tardaría en llegar; quedaba el tiempo suficiente para poner en práctica el pensamiento que había inflamado súbitamente su imaginación.

Cuando sugirió el juego a Coran, su primo se asustó.

—¿Simular que somos Iniciados? —dijo, en voz baja—. ¡No podemos hacerlo! Es… ¡es una herejía!

Incluso hablar de los Iniciados sin la debida reverencia provocaba mala suerte, pero el muchacho de negros cabellos no sentía estos temores. El conocimiento de que estaba rompiendo un tabú excitaba algo en lo más profundo de su ser, daba más aliciente a un sentimiento ya medio formado y medio reconocido. No sabía nada de los poderes de los Iniciados, pero tenía una imaginación libre y desaforada. Coran era menos aventurero, pero maleable a la voluntad más fuerte de su primo, y al fin accedió, aunque muy turbado.

—Seremos hechiceros rivales —dijo el muchacho de cabellos negros—. Y lucharemos, ¡empleando nuestros poderes el uno contra el otro!

Coran se pasó la lengua por los labios, vaciló y asintió con la cabeza. Pero incluso su tímido espíritu acabó por entrar en el juego, al ser dominado por la imaginación.

Y entonces ocurrió.

Los chicos estaban tan absortos en su juego que no se dieron cuenta de que la vanguardia de la procesión doblaba una esquina y se aproximaba al muelle. El Margrave marchaba al frente de la larga cadena humana; detrás de él se alzaba la estatua imponente de Aeoris… y el dios y sus portadores lo vieron todo.

Coran, ahora tan sumergido como su primo en el mundo creado por su fantasía, había lanzado mil maldiciones sobre la cabeza de su rival. Este, para no verse superado, levantó una mano y le apuntó con dramático ademán; al hacerlo, un pálido rayo de sol se reflejó con brillo impresionante en la piedra incolora que llevaba el chico en la mano izquierda. Un bonito anillo, muy impropio de un niño. Por un instante, al darle el sol, la piedra pareció cobrar vida, una vida resplandeciente y terrible.

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