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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I (33 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I
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—¿Señor? —Gyneth inició una reverencia al volver el Sumo Iniciado la cabeza, y entonces vio aquel bulto inidentificable y cubierto con la cortina en el suelo, y frunció el entrecejo—. ¿Qué…?

Keridil atajó la pregunta antes de que Gyneth pudiese formularla.

—Gyneth, éste es un caso urgente. Quiero que vayas a ver discretamente a cada uno de los miembros antiguos del Consejo de Adeptos y les pidas que vengan a verme inmediatamente. Eso… —y señaló con mano súbitamente temblorosa la cortina— oculta los restos de un miembro del Consejo que ha sido asesinado en mi presencia hace unos minutos.

Gyneth abrió mucho los ojos, pero antes de que pudiese hablar, Keridil prosiguió:

—Ahora comprendes por qué te he dicho que el caso es urgente. Recuérdalo: todos los Ancianos del Consejo, y nadie más.

El viejo asintió con la cabeza, controlando valerosamente su incredulidad. Midiendo sus palabras, dijo:

—Está bien, Señor. ¿Debo… explicar la razón de la urgencia del caso a los venerables Ancianos?

Keridil se mordió el labio. Esta era la cuestión crucial: su decisión marcaría definitivamente el camino a seguir, y una vez la hubiese tomado, no podría volverse atrás. Una imagen de Tarod, tal como había entrado en el estudio, confundió su visión interior, y el miedo volvió a hacer presa en él, como una mano fría y vigorosa. El miedo y la repugnancia y… casi… una especie de odio…

—No, Gyneth —dijo—. No sería prudente, pues los rumores circulan demasiado fácilmente y con demasiada rapidez en el Castillo. Diles solamente… —Se estrujó las manos—. Diles que necesito la aprobación del Consejo para ordenar una ejecución.

Confía en mi
, había dicho Keridil.
Desde luego
, había respondido él. Pero ahora, sentado detrás de las cortinas corridas de su ventana, Tarod estaba obsesionado por una duda que se negaba a dar paso al razonamiento. Ni siquiera el doble tormento de su dolor por Themila y del recuerdo de su terrible venganza podían disiparla; un instinto que no le daba momento de reposo hurgaba en su conciencia, persistente, inconmovible.

Keridil le había prometido la ayuda del Círculo, y durante todos los años de su amistad, incluso desde la infancia, Tarod no había visto nunca que faltase a su palabra. Pero ayer, en la cámara del Consejo, se había abierto un abismo entre los dos, y sólo ahora se daba cuenta de que aquel abismo había existido ya y se había ido agrandando desde el día de la investidura de Keridil como Sumo Iniciado. Los acontecimientos de los últimos días habían hecho que se ensanchase de modo inconmensurable, hasta el punto de que la noche pasada le había parecido que estaba siendo juzgado por un extraño… y por un extraño que no le quería bien.

Difícilmente podía culpar a Keridil de que su antigua amistad hubiese perecido, a la luz de todo lo que había pasado. Apoyar a un hombre que, a los ojos de cualquier ser sensato, debía parecer un demonio, pues la acusación de Rhiman había causado efecto, y que había sido indirectamente responsable de la muerte de su propio padre, era más de lo que Tarod podía pedirle. Sin embargo, Keridil le había prometido su ayuda…, aunque algo en su comportamiento y en su voz había despertado una inquietante intuición.

Tarod no podía creer que el Sumo Iniciado le traicionase. No era el estilo de Keridil; habría podido condenarle abiertamente, pero que recurriese a los subterfugios y al engaño era algo inconcebible, a menos que Tarod se hubiese equivocado completamente acerca de él.

Se levantó y se acercó a la ventana, abriendo la cortina para mirar al patio. La culpa, el remordimiento y un miedo terrible al futuro pesaban sobre él como una carga de plomo. Si Keridil hubiese dicho entonces la verdad, creía que, reforzado por el Círculo en su empeño, habría podido luchar contra la influencia de la piedra-alma y contra la corrupción de Yandros, y tenido algo en lo que esperar. Pero sin ayuda, estaba perdido.

De pronto, le llamó la atención una figura en el patio: un hombre que se movía todo lo deprisa que le permitía su avanzada edad y llamaba bastante la atención a los que le miraban. Había salido del lugar donde se hallaban las habitaciones del Sumo Iniciado, y Tarod se puso tenso al reconocer a Gyneth Linto. El viejo tenía mucha prisa e incluso visto desde lejos, su agitación era evidente. Sin duda un recado urgente de su Señor…

Bruscamente, las angustiosas dudas cristalizaron en una fría certidumbre. Tarod sintió renacer una vez más su terrible cólera y tuvo que ejercer, para sofocarla, todo el dominio que tenía sobre sí mismo. Se dijo que no podía estar seguro…, que un pequeño incidente no demostraba nada.

Pero si sus sospechas fuesen acertadas
…, le dijo una vocecilla interior.

Corrió la cortina y sintió un escalofrío al volverse hacia la sombría habitación. Tenía que descubrir lo que pasaba, le decía su instinto. Si apreciaba en algo su vida, no podía otorgar a Keridil el beneficio de la duda. Se dejó caer temblando en un sillón, incapaz de creer que el Sumo Iniciado fuese tan pérfido, pero sin atreverse ya a confiar en él. Poco a poco, levantó la mano izquierda.

Aborrecía el centelleo de la piedra del anillo, pero sabía que dependía de ella, que la necesitaba. Su aura pareció intensificarse y extenderse como un súbito estallido de luz, cuando Tarod fijó su poderosa mente en las habitaciones del Sumo Iniciado…

—Estamos de acuerdo, Señores. —Keridil se levantó, indicando que la discusión había terminado. Su cara estaba desprovista de color y de emoción, y su mirada rehuyó las de los Ancianos presentes en su estudio—. Gracias por el tiempo y la atención que me habéis prestado. Creo que hemos llegado a la única conclusión posible.

El más viejo de los Consejeros asintió gravemente con la cabeza.

—Debo confesar que siento un cierto alivio, Sumo Iniciado. Esta ha sido la decisión más dura que cualquiera de nosotros haya tenido nunca que tomar, y comprendemos que tu larga amistad con Tarod te ha colocado en una posición nada envidiable. Pero creo hablar en nombre de todos los presentes cuando digo que alabamos tu prudencia y que apoyamos plenamente la decisión.

Un murmullo de asentimiento recorrió toda la mesa, pero Keridil supo que no solamente Tarod había sido juzgado en esa reunión. Su propia credibilidad, como presidente del Círculo y del Consejo, había estado en juego, y cualquier intento de pronunciarse en favor de Tarod habría sido desastroso. Lo había sabido hacía una hora, en el terrible momento en que había estado demasiado asustado para negarse a la petición de ayuda de Tarod, y lo veía ahora doblemente confirmado. Había tomado la única decisión posible; no podía hacer otra cosa. Y, con el recuerdo de la espantosa muerte de Rhiman todavía vivo en su mente, supo también que era esto lo que había querido.

—Gracias por vuestra confianza en mí, Consejeros —dijo—. Espero por encima de todo, saber cuál es mi deber para con el Círculo, y sé que este deber va mucho más allá de las exigencias de cualquier amistad. —Vaciló—. Pero también confieso que el puro deber no ha sido mi único motivo. Como a vosotros me espanta lo que Tarod podría hacer y, a diferencia de vosotros, he sido testigo involuntario y presencial de sus poderes. Estoy totalmente de acuerdo en que no podemos correr el riesgo de permitir que viva entre nosotros.

Siguió otro asentimiento general y, entonces, alguien dijo:

—Existe, desde luego, la cuestión de los… de los medios, Sumo Iniciado. Aunque, estrictamente hablando, estamos moralmente obligados a seguir los procedimientos adecuados, me parece que, dadas las circunstancias, un juicio no sería aconsejable.

—Sí… —convino otro—. A fin de cuentas, nadie va a la muerte de buen grado. Y en cuanto se enterase Tarod de la decisión del Consejo, se convertiría en un terrible adversario. Por lo que nos has dicho, está claro que podría destruir a cualquiera de nosotros, o a todos, con la misma facilidad con que nosotros aplastamos un insecto.

Varios Consejeros miraron involuntariamente al suelo. Se habían llevado ya el cuerpo de Rhiman, todavía envuelto en la cortina; pero antes de que se lo llevasen, todos habían visto con sus ojos el resultado del poder de Tarod. Alguien rió nerviosamente.

Keridil miró fijamente la mesa sobre la que apoyaba las manos extendidas, con los nudillos totalmente blancos.

—Tenemos buenos espadachines —dijo pausadamente—. Si dos de ellos llamasen a la puerta de Tarod sin previo aviso… todo habría terminado en un momento y sin que nadie pudiese impedirlo. Y sería un final piadoso.

Los Consejeros se miraron en silencio. Al fin, el más joven carraspeó y dijo:

—Sobrarán los voluntarios, Keridil. Después de la revelación de ayer…

Keridil cerró momentáneamente los ojos, como sobreponiéndose. Después asintió con la cabeza y dijo vivamente, casi con irritación:

—Está bien, enviad a buscarles. Dadles las instrucciones oportunas y decidles que actúen antes de que Tarod tenga oportunidad de contraatacar.

—¿Ahora, Señor?

—¡Sí, ahora! Me habéis recordado que no puedo perder tiempo, y teníais razón. —El conocimiento de que estaba traicionando la amistad, traicionando los principios, ya no parecía importarle. La existencia del Caos en medio del Círculo era una traición todavía más grave, y contando con el apoyo del Consejo, la conciencia de Keridil se sentía un poco más tranquila—. Enviadles a buscar —dijo—. ¡Acabemos de una vez con este desagradable asunto!

Gracias a alguna cuidadosa manipulación por parte de Keridil, el pasillo del Castillo que conducía a las habitaciones de Tarod estaba desierto cuando los dos Iniciados de cuarto grado lo recorrieron en dirección a la escalera principal. Caminaban rápidamente y sin ruido, sin hablar, asiendo cada uno con mano inquieta la empuñadura de la espada, de hoja corta, que colgaba de su cinto.

Keridil no se había sorprendido de que hubiese voluntarios para la desagradable tarea. A nadie le gustaba la perspectiva, pero los sentimientos de los Adeptos estaban excitados después de las dos muertes de la noche anterior. Estaban de acuerdo en que la de Rhiman había sido indiscutiblemente un asesinato a sangre fría, y en cuanto a la de Themila, aunque Tarod no le había matado, era el único culpable de los sucesos que habían provocado su muerte por la espada. Mientras siguiese vivo y en libertad en medio de ellos, nadie podía sentirse seguro. Sin él, el Círculo se libraría de una plaga maligna que podía extenderse rápidamente.

Los dos Iniciados de cuarto grado habían sido elegidos para esta misión tanto por su destreza en el empleo de las armas como por la vehemencia con que habían aceptado la decisión del Consejo. Ambos habían sido discípulos de Themila en su infancia y habían sentido un afecto especial por ella, y uno estaba emparentado, a través de una hermana casada, con el clan de Rhiman. Antes de salir de las habitaciones de Keridil, se habían arrodillado con el Sumo Iniciado para pedir a Aeoris el triunfo de la justicia y habían bebido, con veneración, el Vino de la Isla Blanca, elaborado según una antigua receta y reservado exclusivamente para casos excepcionales. La ceremonia había fortalecido su determinación, pero ambos tenían que reconocer interiormente un sentimiento de aprensión que iba creciendo a medida que se acercaban a la puerta de Tarod.

La puerta estaba cerrada y no se filtraba luz por debajo de ella. El Iniciado más joven alargó una mano hacia el tirador, pero el otro le detuvo, sacudiendo la cabeza.

—El Sumo Iniciado dijo que no debíamos despertar en modo alguno su recelo —dijo en su ronco murmullo—. Llama.

Su compañero asintió con la cabeza. Tenía los labios fuertemente apretados cuando llamó con los nudillos a la puerta, y ambos escucharon en el silencio que siguió.

—No está ahí —susurró el más joven—. O esto, o…

—¡Espera! Escucha…

Ninguno de los dos habría podido decir si los débiles sonidos que oían ahora detrás de la puerta eran pisadas o solamente el fruto de su imaginación; pero, unos segundos más tarde, percibieron el inconfundible ruido de un cerrojo al abrirse. El más viejo hizo una rápida señal con la cabeza y los dos hombres desenvainaron sus espadas, manteniéndolas ocultas debajo de los pliegues de sus capas cortas.

Chirrió la cerradura y se entreabrió la puerta… y los Iniciados se encontraron frente a una habitación a oscuras y aparentemente vacía.

Se quedaron inmóviles en el umbral, sorprendidos y sintiendo flaquear su confianza. El mayor empujó con indecisión la puerta, que se abrió del todo contra la pared, evidenciando que no había nadie escondido detrás. Por lo visto se había abierto sin que nadie tocase la cerradura ni la hoja, y el joven sintió que el miedo le atenazaba la garganta.

—ÉI lo sabe… —murmuró.

—¡Silencio! Puede haber otra explicación… ¡No te pongas nervioso!

Su compañero respiró profundamente; después entró en la habitación, cautelosamente sin ruido. Ahora que sus ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad, pudo distinguir las abultadas sombras de los muebles y vio que las cortinas de la ventana de la cámara interior estaban corridas… Sin embargo, la falta de luz parecía irreal. Diciéndose que Tarod no podía saber nada de las intenciones del Consejo, dio otro paso adelante, y su compañero le siguió. Algo surgió amenazadoramente a su derecha; se sobresaltó violentamente y después se burló de sí mismo al darse cuenta que no era más que un alto armario que, por un juego del resplandor desigual de las antorchas del pasillo, había parecido cobrar vida momentáneamente. Se volvió a medias hacia la cámara interior, haciendo ademán al otro de que no se separase…

Y entonces la puerta se cerró a su espalda, con un ruido que puso los pelos de punta a los dos.

Ambos giraron en redondo al apagarse la luz que llegaba del interior, y el más joven lanzó una maldición en voz alta e hizo la señal de Aeoris ante su cara.

Tarod estaba entre ellos y la puerta. A pesar de la oscuridad, podían verle claramente; una luz peculiar e incolora, que brotaba del anillo de su mano izquierda, acentuaba las duras facciones, la mata de cabellos negros, los inhumanos ojos verdes. Sonrió, sin humor ni rencor.

—¿Me buscabais, caballeros?

El Iniciado más joven trató de articular las palabras que había aprendido cuidadosamente de memoria para engañarle, haciéndole creer que iban a convocarle para una reunión urgente del Consejo. Habían proyectado ganarse su confianza, o al menos disipar sus dudas, y entonces clavarle rápidamente la espada por la espalda, matándole antes de que pudiese defenderse. Ahora parecía una maniobra fútil y ridícula.

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