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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I (15 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I
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—Pero ese olor… —Se tapó la boca con una punta del chal y tosió—. En nombre de Aeoris, ¿qué es eso?

—No lo sé… Me recuerda algo, pero no puedo identificarlo.

—Ese frasquito… —dijo Themila, al fijar su aguda mirada en la mesa junto a la ventana—. Hay algo en él…

Keridil tomó la pequeña ampolla y la olió aprensivamente. Su estómago se contrajo cuando el fuerte hedor penetró en sus fosas nasales, y apartó rápidamente el pequeño recipiente de cristal.

—Sea lo que fuere, es mortal… Por todos los dioses, ¿dónde está ese maldito médico?

Como respondiendo al grito desesperado de Keridil, se oyó la voz de Grevard en la habitación exterior, acallando autoritariamente el parloteo.

—¿Qué pasa, Keridil?

El médico iba despeinado y con la ropa arrugada, cosa que, en circunstancias más felices, habría divertido a Themila. Grevard no se había casado, pero todavía le gustaba pasarlo bien cuando había una mujer dispuesta a complacerle. Pero ahora adoptó su actitud más profesional. Keridil le puso en antecedentes, con las menos palabras posibles, y Grevard examinó la taza. Su expresión se nubló después de olerla.

—¡Raíz de la Rompiente! Por todos los dioses, ¿de dónde sacó esto? Es el narcótico más peligroso que se conoce. —Miró un instante la figura inmóvil sobre la cama. Después dijo—: Quiero que todo el mundo salga de estas habitaciones. Vosotros, Keridil y Themila, podéis quedaros si queréis; pero todos los demás deben marcharse.

Así lo hicieron, y Grevard cerró la puerta tras ellos. Cuando volvió, empezó a examinar a Tarod, y Themila fue la primera en romper el silencio.

—Grevard, ¿qué puedes hacer por él?

El médico siguió con su trabajo, sin responder de momento. Después se irguió, suspiró y dijo:

—Nada.


¿Nada?
—Keridil se apartó de la ventana, levantando la voz en son de protesta—. Pero…

—La cuestión es sencilla, por mucho que te disguste —le interrumpió vivamente Grevard—. La Raíz de la Rompiente, ése es su nombre, es una droga muy valiosa si se emplea correctamente. Usada incorrectamente es mortal, y no hay ningún antídoto contra ella. —Se volvió de nuevo hacia la cama, levantó un párpado de Tarod e hizo una mueca—. Lo que no comprendo es por qué quiso Tarod emplear…, envenenarse, maldita sea… con esta droga.

—¿Crees que lo hizo él? —preguntó Keridil con incredulidad, y Grevard lanzó un bufido.

—No seas tonto, Keridil; ¡claro que fue él! ¿Crees que habría manera de persuadir o engañar a alguien, y menos a Tarod, para que bebiese una pócima como ésa? Además, no hay homicidas entre nosotros.

Keridil sacudió, desalentado, la cabeza.

—¿Tarod, un suicida? ¡No puedo creerlo, Grevard!

—Entonces será mejor que empieces a pensar en una explicación más convincente. Pudo equivocarse al preparar el brebaje; esto sería lo más lógico. Pero no hay que ser un genio para hacer bien la preparación, y me cuesta creer que un hechicero del séptimo grado cometiese errores tan burdos.

Cuando Keridil miró a Themila, ésta desvió la mirada y dijo en voz baja:

—Tal vez hay circunstancias en que cualquiera puede cometer un error…

Grevard la miró con dureza.

—Tal vez sí. Pero de momento esto no importa. Lo único que me interesa es su estado físico. Más tarde podremos preocuparnos de su condición mental… si es que sobrevive.

Estas palabras impresionaron a los dos, y Themila exclamó :

—¡Tiene que sobrevivir! No vas a pensar, Grevard…

No pudo terminar. Al ver su cara, el médico suavizó el tono.

—Lo siento, Themila; a veces soy más brusco de lo que quisiera. Pero la verdad es que no lo sé. Tarod tiene una constitución muy peculiar; probablemente, tú o yo habríamos muerto a los pocos minutos de tragar ese brebaje. Pero el hecho de que él haya sobrevivido hasta ahora demuestra su vigor. Si es posible que algún mortal resista este grado de intoxicación, entonces sí, creo que vivirá. —Empezó a recoger su instrumental—. ¿Informaréis de esto a Jehrek, o queréis que lo haga yo? Tendrá que hacerse una investigación a fondo.

—Yo hablaré con mi padre.

A Keridil no le entusiasmaba la entrevista pues sabía lo que diría Jehrek. El Sumo Iniciado no había olvidado nunca sus primeros presentimientos acerca de Tarod y, aunque siempre se había mostrado escrupulosamente justo en su trato con el hechicero de negros cabellos, recriminaba a Keridil que la amistad no le dejara ser imparcial. Keridil preveía una fuerte reprimenda por haber permitido que las cosas llegasen a este punto sin emprender ninguna acción.

—¿Me mantendréis informado de lo que descubráis? —preguntó Grevard.

—Sí, sí, desde luego.

—Bien. Le visitaré con regularidad, pero quiero que alguien esté continuamente a su lado. Si se produce algún cambio, debéis llamarme inmediatamente.

Keridil asintió con la cabeza y el médico apoyó una mano en su hombro.

—Lo único que siento es no poder hacer nada más por él.

—Estás haciendo todo lo humanamente posible.

Keridil convenció a Themila de que se marchase con Grevard y, cuando hubieron salido, se sentó en el borde de la cama y miró a su amigo. La cara de Tarod estaba palidísima, a excepción de sus hundidas ojeras; su respiración era irregular, como un estertor. Parecía que podía morir en cualquier momento. Durante un rato, Keridil observó su rostro inmóvil, tratando de no pensar en los tormentos que le habían llevado a tan desesperado y tal vez fatal extremo. Las señales habían sido claras para cualquiera que fuese capaz de verlas, y aunque él las había visto, no había actuado a tiempo.

Pero había más, mucho más, de lo que hasta aquí había podido ver cualquiera, pensó Keridil, y se estremeció, de pronto, como presa de una premonición. Había hecho mal en no informar a Jehrek con anterioridad… Ahora tenía que reparar el mal.

Si no era demasiado tarde…

Tarod no recobró el conocimiento durante aquella noche, ni en muchos días y noches después. Los que velaban no informaban de ningún cambio en la figura inmóvil, y las ansiosas preguntas a Grevard, sobre todo por parte de Keridil y Themila, obtenían siempre la misma respuesta:

—Sin novedad. No puedo hacer nada más.

Sin embargo, dentro del deteriorado mundo de su propia mente, Tarod estaba, en cierto modo, despierto y alerta. Tenía la impresión de estar suspendido, fuera del tiempo, en un crepúsculo de sueños y delirio. Interminables secuencias de sucesos pasaban por su campo visual interior; revivía su propio pasado, aunque los recuerdos estaban tan deformados que solamente servían para crear una monstruosa confusión.

Entonces, al hacerse el coma más profundo, comenzaron a aparecer las caras. Al principio eran furtivas y sutiles, pero al intensificarse las pesadillas, se hicieron más atrevidas, de manera que, dondequiera que se volviese, se enfrentaba a horribles semblantes que chillaban y le hacían muecas. Las desencajadas facciones, los insensatos ruidos que hacían muecas, le recordaban otro tiempo y otra vida en que había sido capaz de contender tranquilamente con estos espíritus menores y dominarles. Ahora era impotente contra sus ataques, y sólo podía volverse y retorcerse como atado con cuerdas invisibles, mientras aquel mar de caras bailaba a su alrededor y sus gritos retumbaban en sus oídos como un fuerte oleaje. Al final, los últimos hilos de su resistencia terminaron por romperse y el oscuro caos de la pesadilla se convirtió en la única realidad.

Pero luego se produjo un cambio. Al principio, la mente trastornada de Tarod apenas lo advirtió, pero, en definitiva, se dio cuenta de que los continuos horrores se desvanecían y daban paso a un vacío peculiar y tenso. Había algo familiar en la neblina de pálidos y fantásticos colores que llenaba el aire a su alrededor; algo familiar en las columnas vagamente visibles que se alzaban hacia un techo invisible…, y, de pronto, volvió el recuerdo y Tarod se dio cuenta de que estaban en el Salón de Mármol.

No podía pensar con bastante claridad para preguntarse cómo le habían traído aquí y, en todo caso parecía que su presencia era puramente astral. Pero el alivio que sintió al encontrarse en un lugar que le era conocido y en el que podía anhelar su conciencia, fue indescriptible. Se volvió, se deslizó, buscando el punto de referencia que le era más familiar: los siete colosos de caras destrozadas que siempre le habían fascinado.

Estaban allí, amenazadoramente indiferentes en la resplandeciente niebla. Se lanzó hacia ellos, alargando mentalmente los brazos…

Una de las estatuas se movió. Tarod sintió una sacudida en su interior y se detuvo, mirando fijamente. De nuevo, y ahora de forma inconfundible, observó un temblor, como si la antigua piedra estuviese luchando contra siglos de inmovilidad, cobrando un fantástico aspecto de vida. Y mientras observaba, el perfil del coloso pareció oscilar y desintegrarse, metamorfoseándose en una figura humana, de tamaño natural, que se apeó con ligereza del pedestal de granito.

La cara, tan parecida a la suya sonrió y sus ojos cambiaban constantemente de color dentro del marco de cabellos de oro. No era un hombre mortal; las facciones cinceladas, la boca bella pero cruel, la alta y graciosa figura, eran demasiado perfectas para tener una humanidad real. Era un morador de un mundo inimaginable… y, cuando aquel ser tendió una mano de largos dedos a modo de saludo, Tarod le reconoció y sintió un terrible escalofrío, una sensación que le encantaba y repelía al mismo tiempo.
Era el personaje que había estado presente en sus sueños, ¡el arquitecto de sus pesadillas!

—Tarod… —dijo aquel ser, y su voz sonó clara y musical en la mente de Tarod.

Este luchó contra la fuerza que le retenía y, por fin, pudo articular unas palabras.

—Tú…, ¿quién eres tú?

—¿No me conoces, Tarod? ¿No te acuerdas de Yandros?

Recuerda…

Elementos de los sueños volvieron a él, y sintió un estremecimiento en lo más profundo de su alma. Conocía aquel nombre, lo conocía tan bien como el suyo y, sin embargo, no podía comprender. Y el recuerdo era tan intenso que toda la voluntad del mundo no habría podido borrarlo de aquella oscuridad profunda…

—¿Por qué? —gruñó Tarod al fin—. ¿Por qué me persigues?

Yandros no respondió a la pregunta, sino que le dirigió una mirada que le hizo palidecer todavía más.

—Te estás muriendo, Tarod —dijo al fin—. El veneno que has tomado está en tu sangre, y tal vez poner fin a tu vida mortal es lo que deseas, pero no es lo que nosotros deseamos para ti.

—¿Nosotros?

Yandros, con un ademán evasivo, dejó también esta pregunta sin respuesta.

—Desde luego, tú eres dueño de tu voluntad; puedes disponer de tu vida como mejor te plazca. Pero no creo que desees realmente morir.

¿Lo deseaba? Se sentía terriblemente confuso, y trató de despejar su confusión y pensar más claramente. Nada le había importado su propia existencia cuando había destilado y bebido la pócima; pero ahora, al enfrentarse con la realidad de la muerte, sus puntos de vista cambiaban. Y la voluntad de Yandros parecía imponerse a la suya con una fuerza que era inútil tratar de combatir…

—Dices que me estoy muriendo —dijo, con voz ronca—. Por consiguiente, ¿qué pueden importar mis deseos?

—No digas esto. —Aquel ser sacudió la cabeza; la aureola de colores tembló un momento, y se inmovilizó de nuevo. Yo puedo salvarte, si me lo pides. Pero esto tiene un precio.

Un rastro del antiguo humor cínico y negro se dibujó en la sonrisa con que le respondió Tarod.

—Ya me has dicho que mi vida está en tus manos, Yandros; no tengo nada mejor para ofrecerte.

—Al contrario. Hay una tarea…, un destino, podríamos decir… que debe cumplirse. Este es el precio, amigo mío.

—¿Un destino? —El tono de Tarod era ahora burlón—.¡Yo no soy un héroe!

—Sin embargo, eres el único habitante de este mundo que puede realizarlo. Y debe realizarse. —La voz de Yandros se hizo momentáneamente maligna—. Es algo ineludible, Tarod. Y un día lo comprenderás… y te alegrarás.

Los sueños… Tarod supo, de repente, que aquí estaba el origen de las pesadillas que le habían traído a este momento; la fuerza que le había estado llamando durante tanto tiempo; la razón de que él fuese diferente. Y comprendió que Yandros no había mentido cuando le había dicho que esta fuerza era ineludible. Si ahora le volvía la espalda, continuaría hostigándole y ya no tendría otra oportunidad. Esto, o la muerte: no había más alternativa.

—¿Qué es lo que quieres de mí? —dijo, a media voz.

Yandros sonrió, triunfal.

—Nada, todavía. Tómate tiempo, y sabrás todo lo que tengas que saber cuando llegue el momento oportuno.

No tenía elección…

—Entonces, acepto —dijo.

Aquel ser, fuese lo que fuese, asintió con la cabeza. Por un instante, un destello malicioso brilló en sus ojos multicolores.

—Debes comprometerte con un juramento que jamás podrás romper. ¿Aceptas esto?

—Lo acepto.

—Entonces, no hay más que decir. Salvo que… —Yandros vaciló, y un malévolo regocijo tiñó de pronto, su expresión burlona—. Las corrientes de la vida y de la muerte no pueden manipularse excesivamente, una vez se han puesto en movimiento. Tú no morirás, Tarod; pero otra vida se acabará en vez de la tuya.

—¿Otra vida…? ¡No! ¡Esto no lo permitiré! —protestó Tarod.

—No puedes impedirlo —dijo Yandros, acentuando su sonrisa—. Has prestado juramento.

—¡Entonces lo he prestado bajo engaño! —Tarod sintió una mezcla de cólera y de pánico—. Si me hubieses dicho…

—No te lo dije. Tal vez me olvidé de hacerlo; pero es demasiado tarde para volver atrás.

Con una sensación de vértigo, se dio cuenta de que Yandros le tenía atrapado. A causa de las maquinaciones de aquel ser, algún inocente tendría que morir en su lugar…

—Volveremos a vernos dentro de poco —dijo Yandros—. Y entonces verás claramente que hago lo que tengo que hacer. Mucho depende de ti, viejo amigo. No lo olvides. —Alargó una mano y tocó ligeramente la mano izquierda de Tarod, rozando con los dedos el anillo de plata—. Tiempo. Esta es la clave, Tarod.

Mientras el ser hablaba, Tarod empezó a experimentar una nueva sensación en el rincón más oscuro de su conciencia. Una pulsación lenta y regular, como los latidos del corazón de un monstruo, que casi rebasaba los umbrales de la conciencia, pero que pareció apoderarse de él y trascenderle, hasta que su espantoso ritmo llenó todo el Salón de Mármol. Un terrible y vago recuerdo pasó por la mente de Tarod, que miró frenéticamente a su alrededor a través de la temblorosa niebla del Salón, pero, antes de que pudiese concebir una respuesta, le falló la memoria y el recuerdo se desvaneció.

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