Authors: María Isabel Molina
El arzobispo hizo un gesto con su mano enguantada de rojo.
—Hablad, hermano.
El sacristán levantó el tono de la voz. Los ojos le brillaban.
—En este monasterio se encuentra un mozárabe hereje, huido de la corte de los ismaelitas*, que ha traído libros diabólicos a nuestra biblioteca. Es un pozo de ciencias mágicas y con sus embrujos ha encantado a nuestro padre abad, que le protege y le deja ejercitar su magia. Lo he amonestado por tres veces como manda la regla; primero a solas y luego con el testimonio de un hermano, pero ha sido en vano. Por eso ahora lo presento ante la reunión de los monjes presididos por nuestro arzobispo y con asistencia de nuestro padre abad.
El arzobispo se volvió a Arnulf.
—¿Qué decís, padre abad?
Arnulf habló con voz serena y baja que contrastaba con el tono de Hugo.
—Os lo iba a presentar después del capítulo, Aymeric. No es un hereje, es un buen cristiano de la familia de Alvaro, el santo compañero del mártir San Eulogio. Ha tenido que salir de Córdoba perseguido por la fe en nuestro Señor. Lleva el hábito de nuestro padre San Benito y es postulante en nuestro monasterio. Estudia con empeño nuestra liturgia romana.
El hermano Hugo negó:
—No es cierto. José Ben Alvar ha infectado nuestra santa casa con toda clase de brujerías. El mismo tiene contactos diabólicos. Ha extendido su magia hasta el vecino monasterio de Sant Joan. Una de las monjas le vio haciendo conjuros en la huerta y encantó a una novicia con la que mantiene tratos. Yo solicito de nuestro venerable arzobispo que establezca tribunal y cure nuestra enfermedad arrojando fuera de nuestra santa casa tanta ponzoña. La Iglesia de Cristo debe actuar en la corrupción del mundo hasta que llegue el día en que derrotados definitivamente Satán y sus servidores, y después del Juicio Universal, la Iglesia triunfante, la Iglesia de la comunión en Dios, se instaurará en un mundo nuevo.
El arzobispo asintió blandamente.
—Amén, hermano, amén. Ésa es la labor de la Iglesia. Habéis hecho bien en confiarnos vuestro problema de conciencia. Señor abad, parece que desconocíais ese problema. Vamos a discernir si la corrupción de la magia ha anidado en vuestro monasterio. ¿Dónde está ese mozárabe?
Un murmullo corrió entre los bancos de los monjes; menos el pequeño grupo de monjes que seguía al sacristán, los demás habían llegado a querer al muchacho.
El abad Arnulf hizo una señal a José, que se levantó de su asiento para salir al centro de la sala, junto al hermano Hugo.
Aymeric hizo un gesto de sorpresa; había esperado un hombre adulto y la juventud de José le desconcertaba.
—Éste es José Ben Alvar —presentó Arnulf.
—¿Eres hereje? —preguntó, brusco, el arzobispo.
José intentó hablar sin acento.
—No, mi señor arzobispo. Creo en Jesucristo, nuestro Señor, según las enseñanzas de la Santa Iglesia. Mi obispo Rezmundo, que me bautizó y me conoce bien, escribió cartas que me presentan y que están en poder del padre abad.
—¿Hay obispos en Córdoba?
—Sólo uno, mi señor arzobispo. Los cristianos, en Córdoba, podemos seguir nuestra religión, aunque no podemos convertir a otros. Si un musulmán se convierte al cristianismo, se castiga con la muerte al musulmán y al cristiano que le enseñó la fe.
El sacristán atacó de nuevo:
—No os dejéis engañar, señor arzobispo. Conoce la magia; y tiene libros de conjuros.
Arnulf hizo una seña a Gerbert y a Raúl.
—El hermano Hugo está sobresaltado por lo que no conoce, arzobispo Aymeric; sin duda habéis oído hablar en la corte del rey de Gerbert, el monje del monasterio de Aurillac que el rey Lotario nos confió para que progresara en los conocimientos de las ciencias matemáticas. El y el bibliotecario han trabajado con esos libros que el hermano José trajo desde Córdoba y puede mostrároslos e informar sobre ellos. Hermano Raúl, traed esos libros a esta sala.
Raúl hizo una inclinación y salió para volver en seguida cargado con el volumen de León el Hispano y con la traducción que José había hecho.
Hizo el gesto de entregárselo al arzobispo.
Aymeric señaló el suelo:
—¡Dejadlo ahí!
Raúl obedeció.
—Es un tratado sobre la multiplicación y la división, mi señor arzobispo —dijo Gerbert.
—José, abrid el libro.
José se inclinó y abrió el grueso volumen. El arzobispo alargó la cabeza para mirarlo desde su silla.
—¿En que está escrito?
—En árabe, mi señor arzobispo —contestó José.
—Gerbert, ¿sabes árabe?
—No, mi señor.
—Entonces —la voz del arzobispo tenía un matiz de triunfo— ¿cómo puedes saber que este libro trata sobre la multiplicación?
Gerbert abrió el libro latino.
—El hermano José lo ha traducido. Aquí está.
—¿Y cómo sabes que dice lo mismo?
El hermano Raúl intervino:
—Yo sí conozco el árabe, mi señor arzobispo, y puedo aseguraros que dice lo mismo.
Arnulf volvió a hablar suavemente.
—El hermano José ha traducido al latín este libro y algunos otros sobre el arte de los números. En este monasterio —y lo subrayó— estamos interesados en las ciencias que hacen progresar a los hombres. Cuando todos estén traducidos, enviaremos copias a todos los monasterios que tengan el mismo interés.
El hermano Hugo no pudo callar por más tiempo.
—¡Vais a extender la ponzoña!
Gerbert soltó una pequeña risa.
—¡Oh, no! ¿Me permitís, mi señor arzobispo? —hablaba eligiendo las palabras, con sus mejores artes de estudiante de retórica—. Los árabes tienen un sistema de números que permite hacer los cálculos mucho más de prisa y más fácilmente que con los números de los antiguos romanos. Es la ciencia que el hermano José ha estudiado en Córdoba, la conoce bien y ahora traduce los libros de sus sabios para nuestro uso en el monasterio.
—¿En Córdoba? —preguntó con sospecha Aymeric.
José recuperaba la calma; debía defender su amado sistema de cálculo, pero no sabía cómo explicarlo en aquella reunión y ante aquel arzobispo hostil.
—Los antiguos romanos construyeron grandes edificios y gobernaron el más grande imperio conocido. Lo hicieron con sus números. Dime, muchacho, ¿para qué necesitamos nosotros otra cosa?
El abad Arnulf intentó mediar.
—Perdonad, Aymeric. ¿Cuántos hombres de armas habéis traído?
—Quince. ¿Por qué?
—Muchos hombres son para una visita a vuestras fieles parroquias —había reproche en el comentario del abad—; para servirles el desayuno, el monasterio habrá de darles una hogaza de pan, un cuartillo de vino, tres lonchas de tocino y una rebanada de queso. Hermano José, ¿cuánto necesitaremos?
—Quince hogazas, seis medidas de vino, cuarenta y cinco lonchas de tocino y dos quesos, padre abad —respondió José con una sonrisa.
Un murmullo de sorpresa recorrió las filas de los monjes. Ninguno era capaz de calcular tan deprisa; el hermano despensero se había quedado con las manos levantadas y los dedos extendidos para contar con ellos.
El hermano Hugo se adelantó:
—¿Veis, señor arzobispo? Tiene pacto con el diablo. Sólo con artes mágicas se puede contar tan deprisa. Y a su llegada embrujó a una novicia del monasterio de Sant Joan con signos mágicos trazados en la tierra. La monja encargada de la sacristía los vio y me llamó para que los borrase con agua bendita, porque ella no se atrevía a tocarlos.
Aymeric tenía el ceño fruncido.
—¿Qué signos mágicos eran esos?
—No eran signos mágicos, mi señor arzobispo; eran números árabes —José estaba irritado ante aquella ignorancia que veía maldad en lo que desconocía—; eran los cálculos de un problema aritmético que propuse a la hermana Emma del monasterio de Sant Joan.
—¿Un problema? ¿Qué problema?
José recitó:
Un collar se rompió mientras jugaban
dos enamorados,
y una hilera de perlas se escapó.
La sexta parte al suelo cayó,
la quinta parte en la cama quedó,
y un tercio la joven recogió.
La décima parte el enamorado encontró
y con seis perlas el cordón se quedó.
Dime cuántas perlas tenía el collar de los
enamorados.
José sonrió a Gerbert.
—El resultado son 30 perlas, Gerbert.
El arzobispo Aymeric estaba atónito; tenía la boca abierta y una expresión boba en los ojos. De súbito enrojeció.
—¿Qué clase de frivolidad es esa? ¿Qué conversación impía para dos consagrados a Dios?
Enderezó el cuerpo en su silla tallada.
—Lamento lo que voy a decir, Arnulf, pero este caso es más complejo de lo que se puede tratar en esta noche. Y yo debo seguir viaje para Vic mañana. Padre abad, dejaréis aislado a este mozárabe para que haga penitencia por su soberbia y frivolidad; sólo comerá una vez al día y su comida será pan y agua. Más adelante, a mi vuelta a Narbona, lo mandaré llamar para que santos varones lo examinen y sentencien si hay posesión del diablo o no. Respecto a esa novicia... no es digna de sus votos. Hablaré con la abadesa de Sant Joan para que tome las medidas oportunas para su penitencia.
Se puso en pie y suspiró ruidosamente.
—Y os tengo que decir a todos, hermanos, y a vuestro abad que os preside en la fe, que el exceso de ciencia hincha y sólo la humildad santifica; son los evangelios y los libros santos los que debéis copiar en vuestro escritorio y no la ciencia de los ismaelitas. ¿Acaso necesitamos otra ciencia que la que nos transmitieron nuestros Santos Padres en la fe? Yo que vos, Arnulf, no permitiría que los monjes se iniciasen en esos sistemas de cálculo impíos.
Trazó en el aire la señal de la cruz.
—¡Que Dios os bendiga, hermanos! —se volvió al sacristán—; hermano Hugo, ¿me queréis guiar a mi habitación?
Desde su celda en los sótanos, José oyó marchar la comitiva del arzobispo después de la hora de laudes, cuando apenas clareaba el día por el pequeño tragaluz. No le habían dejado lámpara y había pasado la noche a oscuras, dormitando a ratos sobre la paja mohosa, y pensando en las ratas y las pulgas que debían vivir en aquella celda. No sabía cómo se había vuelto a complicar su situación; él que sólo quería vivir en paz y que creía que había encontrado amigos.
Apenas se extinguieron los ruidos de la comitiva de Aymeric, el propio abad vino a abrir la puerta de la celda de castigo.
—Vamos, José. Ven a mi habitación.
Siguió a Arnulf por las angostas escaleras que subían de los sótanos al claustro y se sintió repentinamente cegado por la luz del sol que amanecía a través de los capiteles. En la habitación del abad esperaba Gerbert. Arnulf le hizo sentar y le sirvió un cuenco de leche y un gran trozo de pan.
—Come. Vamos a tratar de resolver esto.
José se miró las manos sucias y Gerbert rió de buena gana.
—Anda, sal a lavarte al claustro; dejadle, padre abad. ¡Estos mozárabes!
José se lavó las manos y la cara en la fuente del claustro; le dolía la cabeza y se sentía atontado. Cuando regresó, Gerbert y Arnulf miraban un mapa que dejaron al entrar José.
—¿Me llevarán a Narbona? —preguntó.
—No, de momento. Ahora, el arzobispo está muy ocupado con sus visitas para reafirmar su autoridad sobre los otros obispos catalanes. Confía en que te encontrará aquí si te necesita, pero puede que se olvide de todo este incidente que no ha sido tan importante. Depende de su conveniencia. Aymeric es más político que obispo y cumple los mandatos del rey. Puede que sea sincero al pensar que tu facilidad para calcular es obra del diablo. Pero nosotros no podemos seguir en esta situación. El Papa tiene que reconocer que Vic es la heredera de la antigua archidiócesis de Tarragona y liberar a los obispos catalanes de la obediencia del de Narbona.
Gerbert intervino.
—¿Qué vais a hacer, padre abad?
—En la próxima Navidad los obispos viajaremos a Roma a expresar nuestra reverencia al Papa y a pedir privilegios para nuestras diócesis; mientras tanto, José debe marcharse cuanto antes fuera de aquí. José, te relevo de tu obediencia y de tu pacto y te devuelvo tu dinero y tus libros, tus pergaminos y tus instrumentos. Debes salir de Santa María de Ripoll. Ya no es buen lugar para ti. Te proporcionaré una mula, víveres y mapas para que vayas hacia el Oeste. Te devolveré la carta de tu obispo Rezmundo y añadiré otra mía para el abad del monasterio de Leyre, en Navarra. Ahí no alcanza el poder del rey de los francos ni es jurisdicción del arzobispo de Narbona. Estarás seguro.
José intervino:
—Puedo pagaros los gastos que hagáis, padre abad.
—Ya lo has hecho con tu trabajo en la biblioteca, hijo. Y vas a necesitar todo el dinero de que puedas disponer. Sigo pensando que tu estancia aquí es una bendición de Dios; nos has enseñado muchas cosas, a pesar de lo que opinen algunos monjes medio bárbaros.
—¿Y Emma? ¿Qué va a pasar con ella? Sus votos terminaron en Navidad.
Arnulf se encogió de hombros.
—¡Quién sabe! ¡Cómo han complicado todo! La abadesa recibirá la orden de Aymeric y la encerrará en su celda y no la dejará salir ni hablar con las hermanas. La interrogarán para saber si la has hechizado o ha sido una monja indigna y la pondrán duras penitencias para quitarle los hechizos. Y no debemos olvidar que el rey quiere mandar cinco doncellas de regalo para el Califa.
Al fin, no serán sólo hijas de los condes catalanes, pero Emma sólo es catalana por su madre y de todas formas puede encabezar la lista si alguien insiste lo bastante —se levantó y se acercó a la ventana y miró los campos que se desperezaban bajo la helada; de pronto se volvió con una sonrisa que le iluminaba la cara—. José, tú no deseas ser monje, ¿verdad? Tú amas a Emma. Y ella también está enamorada de ti. Sólo había que ver vuestras miradas en la comida de Navidad.
José asintió, sorprendido, pero no hacía falta; la pregunta de Arnulf no aguardaba respuesta.
—Hay que actuar deprisa. No vais a poder cortejaros como dos novios. Vete a buscar a Emma a Sant Joan y tráela aquí. Yo os casaré y te podrás llevar a Emma a Leyre y vivir allí con ella. Es un hermoso monasterio y encontraréis hospedaje en la aldea; dicen que allí, el santo abad Virila se pasó cien años escuchando el canto de un pájaro. Dios lo permitió para que comprendiera cómo es la eternidad. Llévate tus libros árabes, que serán la mejor carta de presentación. En Leyre podrás terminar de traducirlos y nos enviarás una copia, que te aseguro que guardaré como un tesoro. Y podrás vivir tranquilo y ser feliz. Y si no te adaptas a las costumbres de los navarros, siempre podéis viajar a Toledo, donde hay muchos cristianos mozárabes y donde te sentirías en tu casa.