Authors: María Isabel Molina
—¡En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo! ¿Qué clase de magia infernal estáis haciendo?
José se levantó de un salto, sobresaltado. Gerbert tardó algo más; se le habían dormido las piernas.
—No es ninguna magia, hermano Hugo —dijo mientras que, con las faldas del hábito levantadas, se hacía cruces con saliva en las piernas—, sólo son números. ¿Veis el ábaco? Estamos sumando cantidades.
—¿Números? —se volvió a santiguar—. ¿Dónde están los números?
—Son números árabes, hermano Hugo. Son más útiles que los romanos y permiten calcular con más rapidez.
—¿Quién ha dicho eso? Toda la ciencia pagana es como un sucio recipiente del que salen toda clase de culebras y sabandijas. ¿Vamos a necesitar nosotros otra ciencia que la que utilizó nuestro padre San Benito? *
José no había hablado nada. Se había vuelto a inclinar y estaba guardando en su envoltorio de piel el ábaco y los volúmenes de AlKowarizmi. Gerbert hablaba al sacristán en la lengua de los francos y, a pesar de su parecido con el latín, José no comprendía bien todo lo que decían.
—En efecto, hermano Hugo. Y para encontrar el camino de la salvación no necesitamos ni siquiera la regla que nos propuso nuestro padre San Benito. Con los Evangelios nos basta. Pero con los números árabes, el hermano despensero podría calcular más fácilmente las raciones de pan que necesita.
—¿Y qué ventaja tiene el poder calcular más fácil y deprisa las raciones de pan? El tiempo es del Señor y la ciencia de los herejes contamina su herejía. Ya que no habéis hecho caso de mi advertencia, hablaré de esto con el padre abad y los hermanos en el capítulo.
Se marchó a grandes pasos, aplastando los caballones de la huerta y tronchando las matas de judías.
Gerbert ayudó a José a terminar de recoger sus libros y sus instrumentos.
—No te preocupes, José. Sólo es una amenaza. El hermano Hugo es un buen hombre, pero tiene los prejuicios de algunos monjes de mi tierra —rió divertido—. Y es también la demostración de que un hombre gordo no es necesariamente un hombre afable.
—¿Por qué ese odio a la ciencia? ¿Qué tiene que ver la fidelidad a la fe con la poesía y las matemáticas? ¿No quiere el Señor que el hombre progrese? San Isidoro* fue uno de los hombres más sabios de su tiempo y San Eulogio y mi pariente San Alvaro escribían magníficos poemas latinos. ¡Y los dos fueron mártires por su fe! Y también sabemos que los antiguos Padres de la Iglesia conocían las lenguas y la filosofía de los sabios griegos. No lo comprendo; no conozco estas normas, Gerbert. En unos meses ha cambiado toda mi vida y extraño este ambiente tanto como... —sonrió al ver que Gerbert volvía a brincar sobre un pie para que la sangre volviese a circular por sus piernas— las sillas tan duras que utilizáis para sentaros.
—¡Vosotros debéis de tener los huesos más blandos que los demás hombres! —bromeó Gerbert—. Mira, José Ben Alvar, no debes esperar que un piadoso monje franco, no muy culto pero bastante fanático, que ha llegado a sacristán porque comprende las letras lo suficiente para leer las lecturas en los oficios, conozca los escritos de los santos Padres o a vuestro San Eulogio.
—Pero tú eres franco, Gerbert.
—¡Oh, bueno! yo he nacido en Aquitania, que no es lo mismo; y además, no todos los francos somos iguales; el hermano Raúl es el bibliotecario y el hermano Hugo, el sacristán; los dos son francos, pero cada hombre es un mundo; ¿no te lo enseñaron en filosofía?
Aquella noche, después de vísperas, a la luz de una vela de sebo, José Ben Alvar escribió otra carta a su padre. Le contaba que estaba bien y cómo era el monasterio y los monjes. Sabía que Ibn Rezi la leería. El obispo Rezmundo se encargaría de llevársela, pero no creía que tuviese mucha utilidad.
La fiesta del fin del ayuno de las témporas* de otoño se celebró aquel año en Santa María de Ripoll. Antes de comenzar el tiempo de penitencia del Adviento*, los monjes celebraban un día de fiesta en alguno de los monasterios. Rezaban unidos, comían juntos y en silencio en el refectorio y tenían un rato de recreo en el que charlaban y se transmitían noticias, mientras los abades se reunían y trataban de los temas religiosos y políticos que afectaban a todos los monasterios. Luego, los monjes regresaban, caminando en largas filas por el borde de los senderos, con el pequeño hato al hombro y en ocasiones cantando salmos. Así, los campesinos sabían que no estaban solos y que los monjes eran numerosos y rezaban a Dios por ellos. A veces se celebraban ordenaciones de nuevos sacerdotes y, delante de todos, se admitía a los novicios, hacían sus votos los monjes y se nombraban despenseros, sacristanes y en ocasiones hasta abades.
Por eso, el abad Arnulf decidió que la admisión de José Ben Alvar se hiciese públicamente en esta fiesta.
Al final del verano, José entregó al abad la traducción de uno de los pergaminos que se había traído de Córdoba con los fundamentos del sistema de numeración árabe.
El abad ojeó el volumen escrito en limpia caligrafía latina y observó los perfiles de las letras, más finos, menos adornados, en blanco y negro, sin colores.
—No has puesto colores —observó.
—En Córdoba lo hacemos así —dijo José—. También se sorprendió el hermano Raúl. Me ha ayudado mucho.
—Los números siguen estando en árabe —comentó mientras pasaba las páginas.
—No he encontrado forma de escribirlos en latín, padre abad. Pero los árabes tampoco los escribieron en su idioma; sólo los adaptaron. Estos signos son indios en su origen.
—Has hecho un buen trabajo; me tendrás que explicar cómo se utilizan esos números, José.
—El hermano Hugo y otros monjes no estarán de acuerdo.
—A veces los prejuicios no dejan pensar con claridad. Pero yo soy el abad.
Arnulf dejó el volumen en una mesa.
—¿Has decidido algo sobre entrar en el monasterio?
—Sigo estando confundido, padre. Me desconciertan las costumbres..., la forma de entenderse... Todo ha cambiado mucho en muy poco tiempo y no tengo la calma necesaria para decidir sobre mi vida, pero si este compromiso es temporal..., estoy dispuesto a aceptarlo. Vos habéis sido muy bueno conmigo. Os puedo confiar mi destino y... mis bienes. Mi padre me entregó dinero.
Arnulf asintió.
—No he hecho más que cumplir con mi deber, José; yo guardaré tu dinero y te protegeré con la ayuda de Dios. En el monasterio puedes reflexionar con calma y decidir qué es lo que deseas hacer. Creo que la tuya es una buena decisión.
Dos días después, José hizo entrega formal de su bolsa de monedas, sus libros, sus pergaminos y sus instrumentos al abad Arnulf —que se los devolvió de inmediato para que siguiese trabajando—, escribió a su padre lo que había decidido y con la ayuda del hermano Hugo, el sacristán, se preparó para la ceremonia.
* * *
Desde la hora de maitines* habían comenzado a llegar los monjes de los otros monasterios. Una larga procesión con antorchas que palidecían según aumentaba la luz del alba. Los monjes de Ripoll los recibían en la puerta también con antorchas encendidas, cantando los salmos que correspondían al oficio. Como no había concluido el ayuno, los acompañaban al sitio que les habían preparado en la iglesia.
También acudieron las monjas de Sant Joan, que ocuparon un lugar en el coro, bien cubiertas con sus velos, mientras unían sus voces a las de los monjes.
José entró en la iglesia algo temeroso; sentía el estómago encogido y no era por no haber comido desde veinte horas antes. Creía que su decisión era buena en ese momento, pero no estaba seguro de querer ser monje para siempre. Le habían vestido la túnica de lana negra de los monjes sujeta a la cintura con una cuerda de nudos que servía de cinturón y se sentía extraño con aquellas ropas.
Recitaron los salmos en dos coros y todos tomaron asiento para escuchar las largas lecturas de los profetas. A la hora de tercia*, el abad Arnulf comenzó la misa. Antes de la comunión hizo un gesto y el hermano Hugo como sacristán y Gerbert como diácono* acompañaron a José ante el altar.
Arnulf levantó la voz de forma que resonase en toda la iglesia:
—¿Qué deseas, hermano?
José respondió según le habían enseñado; su acento cordobés destacaba más que nunca en su pronunciación del latín.
—Quiero buscar la virtud y prometo la conversión de mis costumbres y de mi vida.
Arnulf se acercó a José y el sacristán le presentó la bandeja con las tijeras y una navaja. José se arrodilló e inclinó la cabeza y el abad le cortó el pelo de la coronilla en un amplio círculo. Luego repasó con la navaja para eliminar los pelos más cortos; retiró el pelo cortado con un paño limpio y le puso el manto redondo con un agujero en el centro para pasar la cabeza, que cubría todo el cuerpo, y tan ancho que había que recogerlo para sacar los brazos por el borde inferior. Luego le colocó la gran capucha con esclavina* que llamaban cogulla. A continuación le dio la comunión el primero de todos, antes que a los otros abades y monjes.
Terminada la misa, mientras todos cantaban los salmos de acción de gracias, Arnulf acompañó a José a su lugar en la iglesia junto a los otros monjes de Ripoll. Allí le presentó el pacto que firmaban todos los monjes y José estampó su nombre. Tuvo que hacer un esfuerzo para vencer su resistencia interior a escribir en latín y con letras latinas.
Todos los monjes lo abrazaron en señal de acogida. Luego volvió al altar, acompañado ahora del abad y de Gerbert, y entonó el himno:
—Recíbeme, Señor...
De reojo percibió la sonrisa de Gerbert. Su forma de cantar tenía el ritmo musical de los monasterios de su tierra.
* * *
Tras la comida, los abades y la abadesa de Sant Joan se reunieron en la sala del capítulo y los monjes se desperdigaron por la abadía. Era un rato de encuentro entre todos los moradores de monasterios que los monjes aprovechaban con alegría.
José se escabulló de la curiosidad de los monjes de los otros monasterios y se dirigió a la huerta, hacia el peral, ahora huérfano de fruta, bajo el que había enseñado a Gerbert los números árabes. Era su sitio favorito en el monasterio. Una punzante nostalgia se le clavaba en el alma; estaba seguro de haber tomado la mejor decisión, pero los recuerdos de Córdoba y de su familia le llenaban por entero. En aquella hora su madre se afanaría en la cocina, dirigiendo la preparación de la comida del mediodía. Hasta le parecía sentir la mezcla de los aromas del cordero asado, el té con hierbabuena, el arroz hervido y los pasteles de canela, el rumor de la charla de las criadas y la luz del sol de otoño, todavía fuerte y caliente, filtrándose por las celosías.
—Enhorabuena, José; ya tenéis un puesto en el monasterio.
José levantó la vista sobresaltado. Emma estaba delante de él, sonriente, rompiendo el hechizo de los recuerdos.
—Gracias, mi señora —respondió cortés, mirando al suelo.
—¿Cómo os encontráis?
—Bien, mi señora; todos son muy amables conmigo.
—¿Seguro? No parecéis muy feliz; estabais más alegre cuando me explicabais el problema de las perlas.
José levantó la cara enojado. Le disgustaba que le acorralasen así.
—Perdonad, señora. Tengo nostalgia de mi tierra; algunas cosas me sorprenden todavía.
—No olvidéis que la vida de los monjes es vida de penitencia; eso es lo que se busca en un monasterio.
José se sentía cada vez más irritado. Le molestaba el tono de reprimenda de Emma.
—También en los monasterios de mi tierra se hace penitencia. No me molestan los ayunos, las largas oraciones o el sueño interrumpido; son... otras cosas. Los asientos tan altos y tan duros, la comida, las ropas, la poca limpieza, el odio y la desconfianza de algunos hacia la ciencia... ¡Hasta las oraciones son distintas! —terminó con amargura.
Emma había cambiado de expresión y estaba seria ahora, con uno de los rápidos cambios de humor que ya advirtiera José. Su voz expresaba simpatía:
—Os acostumbraréis, José Ben Alvar. Ha sido un cambio muy brusco para vos, pero sólo lleváis unos meses, no es todo tan distinto. Los primeros tiempos todos recordamos nuestras casas y a nuestras familias.
José contempló sorprendido los ojos asombrosamente verdes de Emma llenos de lágrimas. Se inclinó en una zalema profunda, al estilo de su tierra.
—Señora, hágase sobre todos nosotros la voluntad de Dios.
Se fue casi huyendo; no soportaba más la conversación. Quería encontrar en aquel monasterio tan grande un lugar solitario donde poder llorar a solas.
La campana llamaba a los monjes visitantes para que se prepararan a marchar.
En la biblioteca comenzaba a faltar la luz. De pie ante uno de los grandes pupitres, José traducía al latín su preciado volumen árabe de AlKowarizmi. Había estado sentado en una de las mesas pero, aunque llevaba ya cinco meses en el monasterio, le seguían resultando terriblemente incómodos los asientos de madera. Mas desde que el hermano Hugo le había reprochado como poco cristiana su costumbre de sentarse en el suelo, no se atrevía a hacerlo delante de los otros monjes. Con la ayuda del hermano Raúl, la biblioteca había sido su refugio durante aquellos meses. Había tenido a su disposición todos los volúmenes del monasterio, y uno de los monjes copiaba en exquisitas páginas miniadas las traducciones de José.
José había conseguido adaptarse a la rutina del monasterio. Las horas de rezo marcaban la jornada y todas las tareas se sujetaban a ellas. Entre los rezos, José traducía sus libros árabes y enseñaba a Gerbert y a un novicio, Ferrán, a multiplicar por el método árabe del cuadro en lugar de por sumas sucesivas como los romanos. También tomaba notas de sus explicaciones y el hermano Raúl las guardaba en la biblioteca. Tal vez pudiese hacer un cuaderno de instrucciones de cálculo para otros monjes.
En ese momento Ferrán entró en la biblioteca y, sin romper el silencio, por señas, indicó a José que deseaba hablar con él.
Ferrán tendría catorce años y el aire desgarbado de un potrillo. Era, como Gerbert había sido en su monasterio de Aurillac, un donado, es decir, un niño al que sus padres habían entregado al monasterio para que los monjes lo criasen y luego fuese también monje. Era inteligente y pícaro; su hogar era el monasterio; estudiaba con el maestro de novicios y con el abad y era el perfecto y exacto monaguillo de todas las celebraciones. Siempre tenía hambre y conocía todos los rincones y todos los pasillos; sabía la mejor manera de coger, sin ser visto, las manzanas ya maduras de los árboles de la huerta o el pan de la despensa y de dormir en la iglesia, durante los oficios, sin que se diese cuenta el hermano celador*. Tenía facilidad para el cálculo y servía de enlace entre el abad y el maestro constructor de la iglesia. Cuando descubrió que José enseñaba a Gerbert los números árabes, pidió permiso al abad y se añadió al grupo sin preguntar si era bien recibido. Aprendió rápidamente, sin las resistencias intelectuales que a veces paralizaban a Gerbert, y José simpatizaba con él.