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Authors: María Isabel Molina

El señor del Cero (10 page)

BOOK: El señor del Cero
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No tenían bienes ni apenas posibilidad de conseguirlos. En sus castillos y torres, escondidos entre las montañas, dependían de las ovejas y de los huertos, de sus cosechas y de lo que produjesen con sus manos. José comprendía ahora la difícil política de aquellos condes empeñados en sobrevivir entre el gran Califa de Córdoba y su poderoso reino y los reyes de los francos, de los que eran rehén, escudo y frontera. Y los monasterios, con sus bulas y sus privilegios, vasallos sólo del Papa, eran el único depósito de cultura y modernidad y el contrapeso que daba estabilidad a aquella frágil autonomía.

Al fin de la misa, en la explanada que había delante del monasterio, bajo un pálido sol de invierno, las gentes del pueblo prepararon mesas con tablones, encendieron hogueras para asar los corderos que habían regalado los condes y abrieron los barriles de vino aguado obsequio de las monjas para beber los primeros tragos durante la espera.

Las monjas invitaron a los obispos, los abades y los monjes, a los condes y a sus familias en el comedor de los huéspedes. Allí el vino no tenía agua, los corderos se terminaban de asar en los grandes espetones de la cocina y había dulces de sartén en grandes pirámides sobre las mesas.

Las monjas no eran muchas, sus novicias y los criados no daban abasto y los novicios de los monasterios tuvieron que ayudar en el servicio. José se encontró a Emma en el claustro: llevaba dos grandes jarras de estaño, tan pulido que parecía plata, que acababa de llenar en la fuente central. Se le iluminó el rostro en una sonrisa al ver al cordobés.

—Luego hablaremos; ya sé lo que has conseguido.

José advirtió que había prescindido del tratamiento y que le había tuteado, y le dio un salto el corazón. Apenas tuvo tiempo de comer, pero tampoco tenía apetito; le habían encargado el servicio de pan a las mesas y estuvo pendiente en todo momento de las entradas y salidas de Emma, encargada del agua. Cuando se levantaron los manteles y los chiquillos, hijos de los condes, empezaron a corretear por el claustro, los monjes se fueron a la iglesia a rezar la hora de tercia en lo que las monjas lavaban la vajilla y barrían los suelos. Mientras, los condes y sus familias salieron al exterior a compartir los cantos y los bailes de los labradores que habían terminado también su comida y bailaban en grandes corros. José, que, junto con los otros novicios, había recogido las mesas, los miró un rato y luego fue hacia la huerta, haciendo tiempo a que Emma terminase sus tareas. Quería saber cómo estaba.

La vio llegar corriendo por la nieve, con la falda del hábito levantada, el manto revoloteando tras ella y la capucha caída. Llevaba la toca blanca tan mal puesta como siempre y los rizos cobrizos se le escapaban en las sienes. José sonrió al ver que tenía las mejillas y la punta de la nariz rojas del frío.

Extendió las manos para estrechar las de ella y Emma rió alegre.

—¡Tengo buenas noticias, José! ¡Tenía tantos deseos de verte!

Liberó sus manos de las de José y le abrazó. Él, sorprendido, no respondió al abrazo y se separó confundido.

—Señora... ¡Emma!

Ella reía sin parar.

—Mira, José, la abadesa Adelaida me ha contado el resultado de las últimas entrevistas del abad Arnulf. Los condes no van a aceptar aportar la totalidad de los obsequios del Califa. Han jurado que ninguno accederá a ello. Y entre los regalos no habrá ni esclavos ni mujeres. ¡Estoy muy contenta! ¡Tengo ganas de abrazar a todo el mundo y no puedo hacerlo porque debo guardar el secreto! ¿Por qué, al menos, no puedo empezar por abrazarte a ti?

José sentía frío en la cara y la boca seca.

—No creo que sea conveniente —tartamudeó— entre dos personas que viven en un monasterio.

—¿Y el amor?

José enrojeció al recordar que él le había hecho la misma pregunta el día en que la conoció.

—Seamos sensatos —la tuteó también sin darse cuenta—; tú eres monja, hermana de un conde de Tolosa, pariente del conde Borrell y descendiente del gran Guifré. Yo soy un mozárabe perseguido que ha huido de Córdoba; mi familia está lejos y vivo gracias a la caridad del abad Arnulf. No hay lugar para mis sentimientos y no debemos traspasar los límites de la cortesía.

—Seamos sensatos —se burló Emma—. Yo soy una novicia y el plazo de mis votos termina hoy; mi hermano no tiene inconveniente en cederme para el harén del Califa, mi pariente el conde Borrell no se arriesgará por mí si eso le cuesta su prestigio o sus escasos dineros y tú eres la persona más sabia y más buena que he conocido. José —su voz se volvió seria y sus ojos se oscurecieron—, en el castillo de mi familia he sido siempre una niña solitaria que estorbaba a todos; mi padre murió cuando yo era muy niña y mi madre siempre ha estado muy enferma; nadie, nunca, se había preocupado tanto por mí como tú; yo no quería ser como mi madre o como mi cuñada: una mujer triste y sola en un castillo mientras mi esposo hace la guerra o vive en la corte. Quería vivir en el monasterio, adorando a Dios y rezando por la salvación de mi alma y por todo el mundo; quería saber, estudiar y ayudar a los campesinos y a las otras monjas como la vieja Emma. Me parecía, con mucho, el mejor destino. Y llegaste tú, que conocías los libros de los sabios árabes y que no te importó compartirlos conmigo; nadie, nunca, me había hablado como tú. Eres distinto y nunca había sentido por nadie lo que siento por ti. He creído que sentías por mí... ¿O es que tú no me quieres?

José tartamudeó.

—Sí, sí te amo, chica loca. Durante este mes sólo he pensado en ti. Me hubiese gustado estar todo el tiempo a tu lado. No he podido dormir, ni trabajar, ni comer. No sabía lo que había planeado el abad Arnulf, ni si había obtenido algún resultado. Me ha devorado la incertidumbre. Pero a pesar de todo, no podemos...

Emma, le cortó.

—¿Y el amor? —repitió—. ¿Por qué no podemos amarnos? ¡Me estás haciendo parecer una desvergonzada? La abadesa Adelaida adivinó enseguida lo que sentía y me ha dicho que me comprendía y que estaba de mi parte. Después de todo es mi tía–abuela. Dice que los obispos han proporcionado a los condes los argumentos para fundamentar su negativa: la fe de los mozárabes y las de las doncellas peligraría en la corte cordobesa —se entristeció—; me temo que les ha importado más lo que van a dejar de ingresar por sus porcentajes en la venta de la lana, que la suerte de sus parientes o sus siervos mozárabes.

—No seas cínica, Emma. Tu caso no es el de las otras chicas.

—No soy cínica, José. Todos son muy pobres. Y tienen que alimentar y vestir a sus hombres de armas y a sus criados, defender a sus vasallos y acudir cuando el rey de los francos los llama. Son mis parientes, José. Llevo su sangre y los quiero, pero no les puedo pedir lo que no me pueden dar.

De nuevo estaba angustiada y los ojos le rebosaban llanto. Esta vez fue José quien inició el abrazo; él era más alto y la cabeza de Emma apenas llegaba a su hombro. La abrazó con fuerza; se sentía más libre, más responsable y más alegre que lo había estado desde que salió de Córdoba. Estrechó más a Emma y susurró.

—Te quiero, Emma, te quiero. Y tu abadesa y mi abad están de nuestra parte. No te preocupes. Todo nos irá bien.

10
El arzobispo de Narbona
Enero del 969
(Finales del 357 de la Hégira para el Islam)

El arzobispo Aymeric de Narbona anunció al abad Arnulf su deseo de celebrar la fiesta de la Candelaria* en el monasterio de Santa María de Ripoll. Así, junto con Arnulf, que era también obispo de Girona, visitaría las iglesias parroquiales y bendeciría personalmente las candelas.

El abad ordenó a los monjes que prepararan el monasterio para la visita del arzobispo; bajo las órdenes del hermano Hugo, José, Ferrán y los otros novicios limpiaron y frotaron los cálices e hirvieron agua para quitar los churretes de cera de los pesados candelabros del altar. Luego cambiaron la paja de los dormitorios, limpiaron la sala capitular, el claustro, los dormitorios, las cocinas, la biblioteca y los establos hasta que todo el monasterio relució y sólo quedaron sin recoger las piedras de los albañiles que edificaban la nueva iglesia y que habían suspendido sus trabajos por los hielos del invierno.

El abad Arnulf llamó a su habitación a José y a Gerbert.

—¿Conocéis el motivo de la limpieza? ¿Ya sabéis la buena noticia?

José y Gerbert afirmaron en silencio.

Arnulf se levantó de su asiento y se acercó al ventanal sin cortinas que daba al claustro.

—No os he hablado del asunto de la embajada y los obsequios al Califa porque no he tenido noticias ciertas. Pero ahora conviene que estéis informados. Los condes se reunieron, discutieron sus opiniones y, conjuntamente, felicitaron la Navidad al rey Lotario. Todo lo de la embajada a Córdoba no era más que un rumor; de cierto no había más que la comunicación que hicieron a la abadesa Adelaida respecto a Emma, la hermana de Guillem Tallaferro. Alguien en la corte supuso que los condes catalanes se habían puesto de acuerdo y todo el proyecto se suspendió —hizo una pausa—, de momento.

José preguntó:

—¿Ya no habrá embajada de paz?

—No he dicho eso; sólo que, de momento, el proyecto se suspendió. Habrá que estar alerta, porque se puede poner en marcha en cuanto el rey vuelva a recordarlo. Y ahora, de súbito, el arzobispo Aymeric quiere visitar mi diócesis.

Gerbert intervino:

—Padre abad, ¡debemos sentirnos honrados y agradecidos!

José murmuró para sí:

—En Córdoba decimos: «Del amo y del mulo, cuanto más lejos, más seguros.»

Gerbert estalló en una carcajada y pronto el abad le hizo coro.

—Puede que tu viejo refrán tenga mucha razón, José. Alguien puede haberse preguntado en la corte cómo se conoció tan pronto todo el proyecto de la embajada a Córdoba. Y seguro que ya saben quién ha estado viajando en este otoño. José: quiero que durante la visita del arzobispo estés sentado entre todos los monjes, procures que no se oiga tu acento y que no se te vea demasiado; también recogerás del escritorio los volúmenes escritos en caracteres arábigos y los guardarás en el estante más alto de la biblioteca. Como la sinceridad debe presidir todas nuestras acciones, no ocultaremos las tareas que se llevan a cabo en la biblioteca, pero no dejaremos volúmenes a la vista de cualquiera que no pueda entenderlos. Es mi responsabilidad como abad de este monasterio el mostrarle al arzobispo nuestros progresos en la cantidad y calidad de nuestros libros y así lo haré en su debido momento. El hermano Raúl ya conoce estas instrucciones.

Hizo una pausa y se dirigió a Gerbert

—Primero visitaremos las parroquias y terminaremos el recorrido aquí. Luego viajará a Vic. Cuando lleguemos, tú, Gerbert, serás el encargado de servirle durante su estancia; eres aquitano y estimará escuchar el habla de su tierra.

José se removió inquieto en el asiento.

—Padre abad, el arzobispo ¿no recibirá a otros monjes, si desean hablar con él?

—¿El hermano Hugo, quieres decir? Puede que lo haga, pero yo soy su abad, elegido por los monjes y con quien han firmado su pacto. Es un monje piadoso, algo fanático pero un buen monje. Obedecerá mis instrucciones. Hijos —José y Gerbert se levantaron de su asiento y se colocaron ante aquel hombre bondadoso que, sin embargo, gobernaba el monasterio con mano firme—, hemos actuado con fidelidad y sinceridad y de acuerdo con los mandatos del Señor. Dios, que ve dentro de los corazones, lo conoce —trazó la señal de la cruz en el aire—. Que Él os bendiga y os guarde de todo mal.

* * *

Aymeric, el arzobispo de Narbona, era un hombre de mediana estatura, calvo por la parte superior de la cabeza y que llevaba largo el resto del cabello, al igual que los caballeros. Montaba un buen caballo y sólo sus ropas negras y la cruz de piedras preciosas que llevaba al cuello daban a conocer al sacerdote. Le acompañaban otros clérigos que montaban mulas y un grupo de hombres de armas que les daban guardia.

El arzobispo se alojó en las habitaciones del abad y los hombres de armas fueron conducidos a la casa de huéspedes mientras los monjes instalaban camas en su dormitorio para los acompañantes del arzobispo; los clérigos contemplaron con gesto de rechazo las humildes camas alineadas, las toscas mantas y las lámparas de barro que lucían en el dormitorio.

El arzobispo recorrió la casa y las obras de la iglesia y a la tarde rezó las vísperas con los monjes. Tras las oraciones, el arzobispo presidió el capítulo, sentado en la silla de madera tallada que solía ocupar Arnulf, que se sentó a su derecha en una silla corriente.

Leyeron el capítulo de la regla y luego el arzobispo dijo:

—Durante estas semanas he recorrido las parroquias de los pueblos de la diócesis. Hoy estoy aquí con vosotros. Bendigo a Dios nuestro Señor por tener la dicha de haber conocido a tan fieles discípulos de San Benito. Gracias a vosotros se predica el evangelio en estas tierras de la frontera tan cerca de los infieles servidores del diablo. El sonido de vuestra campana, que llama a oración, recuerda a las gentes de estos campos dónde está la verdadera fe. He visitado con satisfacción vuestra casa. Los establos están limpios y la despensa bien abastecida dentro de vuestras costumbres de penitencia. Las obras de la iglesia avanzan, aunque no con demasiada rapidez; bien es verdad que no hay mucho dinero que invertir en ellas. También he visto que en la biblioteca han aumentado los códices y he solicitado a vuestro abad que nos envíe el ejemplar del Beato de Liébana que se está copiando, para la biblioteca de nuestra iglesia de Narbona. Los libros piadosos deben ser el alimento de nuestras almas.

Hugo, el sacristán, se levantó de su asiento y se adelantó al centro de la sala:

—Con vuestra venia, mi señor arzobispo. Ya que habláis de libros; tengo un grave peso en la conciencia. He dudado mucho en declarároslo, pero creo que la salud de mi alma me obliga a ello.

El abad Arnulf intervino:

—Yo os escucharé luego, hermano Hugo.

—Gracias, padre. Os pediré más tarde vuestra bendición, pero mi duda de conciencia puede ser también la de alguno de nuestros hermanos y querría hablar de ello ante su eminencia Aymeric, nuestro señor arzobispo, según nos aconseja nuestra regla.

José estaba en la segunda fila, entre los monjes jóvenes, sentado sin removerse, en el duro asiento de madera, con la vista baja y las manos ocultas bajo el manto. Levantó un momento los ojos para contemplar al sacristán, y al volver la vista hacia el arzobispo, sorprendió una leve sonrisa en la comisura de los labios y supo que estaba asistiendo a una escena ensayada; que, de alguna manera, el hermano Hugo estaba de acuerdo con el arzobispo y que entre los dos habían decidido los supuestos escrúpulos de conciencia del sacristán. La revelación le sacudió como un golpe y le dejó helado en su interior. Hasta ahora había creído que el hermano Hugo era un hombre estricto que no simpatizaba con las novedades; no que fuese capaz de engaños para atacarle. Le había ocurrido lo mismo en Córdoba; cuando tropezaba con la enemistad irracional y desnuda, sin paliativos, se sentía paralizado y era incapaz de reaccionar.

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